por freddy60507 » Mié Oct 13, 2010 12:51 pm
Saludos a y bendiciones a todos.
Respuesta a la primera pregunta:
“Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer” (Gn 2, 24). Esta expresión, recordada por Jesucristo, coloca el amor esponsalicio por encima del amor filial. Si la fuerza del amor conyugal es superior a los lazos de sangre, entonces debemos deducir como consecuencia que ¡también su indisolubilidad debe ser superior! Romper esta unión es tan inconcebible como amputar un miembro sano del cuerpo.
Respuesta a la segunda pregunta:
“Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23)
El texto “una sola carne” manifiesta una de las dos finalidades propias del matrimonio: la unidad conyugal. Se refiere, ante todo, a la unión conyugal física, al acto propio y exclusivo de los esposos. En Gn 1-2 no se hacen observaciones más detalladas sobre este tema. En cambio, es interesante ver el Código legislativo de Israel que se encuentra particularmente en el Levítico (cf. Lev 18, 1-30), donde se contienen prescripciones relativas a la unión conyugal. Se trata de las normas (permisiones y prohibiciones) que los hijos de Israel han de seguir para no caer en las abominaciones en que habían incurrido los cananeos, sus precursores en la tierra que Dios les promete. Ahora bien, el hecho de que el encuentro sexual sea objeto de permisos y prohibiciones de parte de Dios indica que es visto como algo sagrado y santo.
San Pablo en 1 Corintios manifiesta el alcance que tiene esta unidad al hablar de lo que podemos llamar “mutua pertenencia” de los esposos: “No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer” (1Co 7, 4). Por eso el apóstol habla del acto conyugal en términos de deber: el acto conyugal es “lo debido”, lo que se le debe al otro cónyuge en razón no sólo de caridad sino también de justicia. “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo al marido... No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia” (1Co 7, 3.5).
Excluye, pues, cualquier uso egoísta del matrimonio. Este es un “don de sí” al otro. Evidentemente, no debe entenderse este “débito” sólo del acto sexual. Implica también la entrega de la afectividad y del corazón (en sentido espiritual). También esto fue subrayado por San Pablo: “El casado se preocupa de... cómo agradar a su mujer... La casada se preocupa de... cómo agradar al marido” (1Co 7, 33.34). Dar el débito exige el sacrificio de darlo con alegría, con gozo, entregando el corazón junto con el cuerpo. El hombre y la mujer no buscan en su cónyuge solamente “placer” sino “unidad” y “complemento”.
¿En qué cambió el pecado el plan sobre el matrimonio? En lo esencial, nada; sí en algunas relaciones secundarias.
Como leemos en Génesis 3, 1-24, el pecado original alteró las actitudes entre el hombre y la mujer dejando intactas las relaciones fundamentales.
Se introduce el dolor (“Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos”), la división (Adán acusa a Eva; se esconden uno a otro con hojas, es decir, aparece la mutua vergüenza, comienzan a mirarse con concupiscencia y se avergüenzan de ello), y aparece la sujeción y el dominio (“Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”: Gn 3, 16).
La serpiente sugiere a la mujer que si come del fruto prohibido “se le abrirán los ojos” (cf. Gn 3, 5). Pero la mujer, y luego Adán, que bajo la sugestión del Tentador habían visto la transgresión como algo atrayente y gustoso, pecando experimentan que si los ojos se les abren no es para ver belleza sino desnudez, no plenitud sino miseria: “Vieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza” (Gn 3, 7).
La “vergüenza” en la Sagrada Escritura es algo mucho más fuerte que para nosotros. Es una humillación y una derrota muy grave (de ahí que a menudo en los Salmos aquélla se pida a Dios como castigo de los enemigos inicuos). Es casi como la muerte.
Estas consecuencias, sin alterar ellas la sustancia del matrimonio, introducen fisuras (con Dios, consigo mismo, con el cónyuge, con los demás hombres, y con la misma naturaleza) que harán cuesta arriba la vida matrimonial así como el cumplimiento de la ley natural en su conjunto. Añadiendo a esta dificultad los pecados personales, los hombres darán origen a la poligamia, al adulterio, a la violencia, al sometimiento de la mujer, al repudio o divorcio judío, etc.
Respuesta a la tercera pregunta:
Tertuliano (en torno al año 200) escribía a su esposa llamándola: “mi queridísima compañera en el Señor”; “mi queridísima compañera en el servicio del Señor”(32) ; y describía hermosamente el matrimonio cristiano diciendo: “¿Cómo podré describir de forma satisfactoria la felicidad de esta unión que la Iglesia dispone, la ofrenda confirma, la bendición consagra, los ángeles celebran y es el gozo del Padre?... ¡Qué yugo más maravilloso para dos cristianos que la misma esperanza, la misma ley y el mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos son compañeros de esclavitud. Nada los divide en la carne o en el Espíritu. Son en verdad dos en una sola carne, y donde hay una sola carne hay también un solo Espíritu (cf. 1Co 6, 17). Oran juntos, se ponen de rodillas juntos y ayunan juntos. Se instruyen mutuamente, se exhortan uno a otro y se sostienen entre sí. En la Iglesia de Dios van juntos compartiendo la comida de Dios, afrontando con un mismo corazón las pruebas y las persecuciones y reconfortándose juntos. Entre ellos no hay ningún secreto, ningún pretexto, ninguna pena. Con toda libertad visitan a los enfermos y dan de comer a los hambrientos. Dan limosnas sin ansiedad, cumplen sus deberes cotidianos sin trabas. No se persignan a escondidas, ni dan gracias temblando, ni piden la bendición en silencio. En su casa resuenan himnos y salmos... Cristo se complace viéndolos y escuchándolos y les envía su paz. Allí donde están dos reunidos, allí está Él; y donde está Él, no está el Maligno” .
El amor que Dios construyó “al principio” fue elevado, con la fuerza que le dio la oblación de Jesucristo, a su título más noble.
1º Es un signo profético, que indica una cosa sagrada, es decir, apunta, señala, manifiesta un misterio sagrado (como el agua en el bautismo significa la limpieza interior del pecado): en este caso representa el amor de Cristo y la Iglesia. Por eso, los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la Iglesia”.
2º No es sólo un signo de un misterio de Cristo, sino que expresa la “gracia propia” de este misterio de Cristo, realizada ahora en todo matrimonio: así como el agua expresa la “limpieza” del bautismo, aquí el matrimonio manifiesta el amor indisoluble, definitivo, purificador, de Cristo por la Iglesia: “se entregó a Sí mismo, para hacerla pura y santificarla”.
3º No es sólo signo sino que “produce eficazmente” lo que simboliza. Esto se desprende por el mero hecho de pertenecer no ya a la ley natural o antigua sino a la ley nueva(31) . Lo propio de la ley nueva es “re-producir” los misterios de Cristo. Es una ley “eficaz” porque produce lo que expresa. Así como los “sacramentos” de la ley antigua sólo profetizaban la gracia que traería el Mesías, los de la ley nueva actualizan la gracia ya traída. Por tanto, si Jesucristo asumió dentro de la nueva ley la institución del matrimonio (y esto lo vemos, por el hecho de significar el amor de Cristo y la Iglesia), entonces ésta adquirió un carácter “efectivo”, como todas las realidades de la nueva ley.
Rezad por mi.