Estimado en Cristo albertochico:
La Doctrina de la Iglesia siempre ha sido muy clara en la materia:
Dice la carta a los Hebreos: "Gustó la muerte para bien de todos" (Hb 2, 9). Desde entonces, la muerte ya no es la misma: por decirlo así, ha sido privada de su "veneno". En efecto, el amor de Dios, operante en Jesús, ha dado un sentido nuevo a toda la existencia del hombre, y así ha transformado también el morir. Si en Cristo la vida humana es "paso de este mundo al Padre" (Jn 13, 1), la hora de la muerte es el momento en el que este paso se realiza de modo concreto y definitivo.
Quien se compromete a vivir como él, es liberado del temor de la muerte, que ya no muestra la mueca sarcástica de una enemiga, sino ―como escribe san Francisco en el Cántico de las criaturas― el rostro amigo de una "hermana", por la cual se puede incluso bendecir al Señor: "Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal". La fe nos recuerda que no hay que tener miedo a la muerte del cuerpo, porque sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor. Y con san Pablo sabemos que, también liberados del cuerpo, estamos con Cristo, cuyo cuerpo resucitado, que recibimos en la Eucaristía, es nuestra morada eterna e indestructible. La verdadera muerte, a la que hay que temer, es la del alma, que el Apocalipsis llama "muerte segunda" (cf. Ap 20, 14-15; 21, 8). En efecto, quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, encerrado en el rechazo orgulloso del amor de Dios, se excluye a sí mismo del reino de la vida.
Por intercesión de María santísima y de san José, imploremos del Señor la gracia de prepararnos serenamente a salir de este mundo, cuando él quiera llamarnos, con la esperanza de poder habitar eternamente con él, en compañía de los santos y de nuestros seres queridos difuntos.
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 5 de noviembre de 2006
Que Dios te bendiga.