he leido esto en
http://dingitad.blogspot.com.es , me resulta interesante:
Roma como ciudad de peregrinación tampoco era ninguna novedad. Durante el Imperio y hasta la creación de Constantinopla, había sido el centro de la administración que dominaba el mundo conocido, el oikoumene. Después, la sede del papa. Los hombres de la Ilustración también acudirán a la Ciudad Eterna, subyugados por sus imponentes vestigios clásicos que, como vemos, se habían erguido como una nueva moda. Uno de quienes visitó la ciudad fue el historiador inglés Edward Gibbon. En su juventud, había abandonado primero el protestantismo para convertirse en católico y, tras su estancia en Suiza, volvió sus pasos de nuevo hacia la confesión protestante para, finalmente, declararse agnóstico. Sus ideas políticas y morales, como whig, no distaban en absoluto de los prerrevolucionarios franceses. Durante su visita a Roma, Gibbon frecuentaba las ruinas del Capitolio y allí mismo, una mañana cualquiera, mientras oía las oraciones de los franciscanos, se planteó la relación que pudiera existir entre la caída del Imperio romano y su cristianización. Así nació The History of the Declive and Fall of the Roman Empire (1776-1788), que tanto fascinara a Winston Churchill.
Para Gibbon, cuya obra se ha demostrado fundamental durante dos siglos de historiografía, la caída del Imperio romano se debía a la decadencia moral sobrevenida por su conversión al cristianismo. Montesquieu, con bastante menos éxito, sostendría una tesis semejante con respecto al imperio español. La nueva religión chocaba con los ideales tradicionales de Roma: la libertad intelectual y moral, derivada de su panteón plural y ecléctico. Ahora bien, ¿por qué una civilización tan superior, según creía, al cristianismo, termina aceptándolo en detrimento de sus valores fundacionales? El historiador inglés, a la hora de conjeturar su hipótesis, parte de un sesgo que determinará la subjetividad de su perspectiva: ignora por completo la posibilidad de una conversión sincera, de que los ciudadanos del Imperio creyeran realmente en la religión de Cristo. Para él, las explicaciones debían ser otras, de carácter social o político, es decir, basadas en alguna realidad natural observable por el empirismo que defendía como científico de la historia. De ese modo, esboza una concatenación de hechos que darían satisfacción a su pregunta: el cristianismo era una religión eminentemente proselitista; prometía una vida futura para todo hombre con independencia de su posición social (incluso para los esclavos); son intolerantes, por lo que buscan vencer y no cohabitar con otras creencias; y, sobre todo, por la unión entre la Iglesia y el Gobierno que, según él, encuentra su explicación en la necesidad política de cohesión de Constantino y sus sucesores (una tesis que posteriormente trataría de corroborar Jacob Burckhardt). Todo ello ocurriría en un periodo “oscuro y enmarañado”, que va desde el siglo III al VIII, los dark ages, en el que Gibbon concluían que habían triunfado la barbarie y la religión sobre la civilización.
No podemos negar que La Historia de la Decadencia de Gibbon inaugura una nueva concepción de la investigación histórica, gracias a una metodología que busca las fuentes primarias para entender los hechos. Si prescindimos de la subjetividad que hemos referido, este es el verdadero mérito del inglés. Sin embargo, también ahí radicará parte de su debilidad argumental, pues se apoyará en historiadores y testimonios que, en buena medida, procedían de opositores a la nueva fe del Emperador, a quien achacaban las graves dificultades que atravesaba el tardoimperio. Zósimo vio en el edicto de Constantino de 313 la causa de la decadencia del Imperio; Porfirio diría que los cristianos eran “traidores a las leyes patrias”; pero ambos eran paganos. Es decir, son fuentes contaminadas, que ofrecen una percepción parcial de la realidad y que, por tanto, deben ser complementadas e interpretadas en su contexto. En la Histoire litteraire des grandes invasions germaniques (1949) de Pierre Courcelle, hallamos numerosas obras de estos reductos de la fe antigua así como de sus réplicas cristianas.
Por otra parte, habría bastado que Gibbon se preguntara ¿por qué, si el cristianismo fue la raíz de la decadencia y caída del Imperio romano (en realidad sólo del occidental), se mantuvo en pie durante varios siglos más el Imperio oriental de Constantinopla, que también era cristiano? El estado actual de la historiografía sostiene que la caída del Imperio romano occidental no fue debida a la confesionalidad específica del Estado, ni a una larvada decadencia de la que esta sería el último exponente, sino a elementos externos al propio Imperio: la Volkswanderung bárbara en sí misma. Las muestras arqueológicas que han ido acumulándose en los últimos veinte años no dejan lugar a dudas de que el siglo V romano no fue ni mucho menos tan decadente como se supuso, aunque por pura lógica su estructura institucional fuera muy distinta al de Octavio Augusto (en este sentido, puede consultarse La caída del Imperio romano, de Peter Heather). Como expresa gráficamente André Piganiol, el Imperio romano occidental no se suicidó, sino que fue víctima de un asesinato perpetrado por los bárbaros.
Las implicaciones de La Historia de la Decadencia no se limitan en exclusiva a que por primera vez se aplicara la historia filosófica al estudio de la historia de la Iglesia. Eso es importante en la medida en que las ciencias sociales, prescindiendo de la teología, podían a partir de entonces inmiscuirse en la investigación del fenómeno histórico, social o cultural que significaba la religión. Tampoco en que sus tesis pervivieran durante dos siglos en la historiografía, que se mostró sorprendentemente acrítica hasta hace bien poco con la obra de Gibbon. Lo que de verdad resulta importante es que, basándose en la supuesta “ciencia histórica” del inglés, comenzó a generalizarse entre ambientes intelectuales un planteamiento que, por distintas vías, ya había sido alcanzado por otros intelectuales liberales: que el cristianismo supuso una involución en el progreso del hombre, en la medida en que fue el causante directo de la desaparición del Imperio romano que, al arrastras en su estrépito a su civilización –muy superior a la de los bárbaros-, nos encallaría en la denostada edad oscura del Medievo. Los ilustrados habían encontrado una base sólida en la historia para corroborar sus tesis de que el cristianismo era irracional y mera superstición.
Un motivo más para la cristianofobia. El odium religiosis fue, en efecto, un engendro de la Ilustración o, para ser más precisos, de los elementos más activos de esta. El Siglo de las Luces no puede sino entenderse como el siglo que se contrapone a la “oscuridad pretérita”, aunque esta fuera una simple invención: la ciencia, como nueva fe, “alumbra” a un hombre con anterioridad angustiado por la superstición y a quien, por culpa de la intransigencia católica (diría Voltaire) se le ha impuesto la ignorancia, es decir, el desconocimiento de las auténticas leyes morales que radican en la Naturaleza y no en ningún texto sagrado. Este nuevo odium no aparece en ningún otro momento previo de la civilización. Por supuesto que hubo personas agnósticas e incluso ateas a lo largo del curso histórico de la Humanidad, pero hasta el XVIII, no se dio el salto cualitativo de la “lucha contra Dios” característico de la Modernidad. Ya no es sólo que el hombre –ciertos hombres importantes- comiencen a dar ostensiblemente la espalda a Dios; sino que, además, desean que no exista. Así pues, el odium religiosis responde a un pensamiento monista, el racionalismo, que a su vez dará a la ideología consecuencialista del humanismo secularizado (entendiendo por “secular” la afirmación de lo inmanente y la negación de lo trascendente). Pero, como dice Paul Feyerabend, “lo que los racionalistas clamando por la objetividad y la racionalidad intentan vender es una ideología tribal propia”. El camino hacia las nuevas perspectivas ideológicas del XIX y XX –de las que Max Weber y también Eric Voegelin dirán que llevan al “desencantamiento” del mundo moderno-, estaba desbrozado.
Roger Osborne, en Civilización: una historia crítica del mundo occidental (2006), nos desvela que los plutócratas florentinos del Renacimiento entendían mejor los textos clásicos que las estrictas enseñanzas de la teología. Los solemnes edictos del papa Gregorio llamando a la caridad, a la oración y a la renuncia de las riquezas mundanas constituían un seto insuperable para aquellos hombres que habían amasado las mayores fortunas de Europa. Séneca o Cicerón no les exigían nada de eso: se imponía una nueva ética. Los industriales reunidos en la Sociedad Lunar o los burgueses que aspiraban a un nuevo orden social y político durante el siglo XVIII, sentían esa misma necesidad de construir una cosmovisión que no les afeara el afán de prosperar en los negocios al abrigo de un nuevo sistema, el capitalismo. ¿Es este –el Becerro de Oro de los textos mosaicos de la Biblia- el motivo el por el que surge en última instancia el odium religiosis?