Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis.
En verdad os digo, todo cuanto pidiéreis a mi Padre en mi nombre, os lo concederá (S. Jn., XVI, 23.)
Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo.
Así hablaba a sus Apóstoles (Jn., XVI, 24.): «He aquí que hace ya tres años estoy con vosotros y no me pedís nada. Pedidme, pues, a fin de que vuestra alegría sea llena y perfecta».
Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra. Siendo esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni siquiera saben lo que sea orar, y otros sólo sienten repugnancia por un ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano. En cambio, vemos a algunos orar pero sin alcanzar nada, lo cual proviene de que oran mal; es decir, sin preparación y hasta sin saber lo que van a pedir a Dios. Mas, para mejor haceros sentir la magnitud de los bienes que la oración nos procura, os diré que todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal; y si queréis saber la razón de ello, aquí la tenéis: si acertásemos a orar ante Dios cual debe hacerse, nos sería imposible caer en pecado; y si nos hallásemos exentos de pecado, volveríamos a un estado, por decirlo así, semejante al de Adán antes de su caída.
Voy a mostraros: 1.° Cómo sin la oración nos es imposible salvarnos; 2.° Cómo la oración lo puede todo delante de Dios; 3.° Qué cualidades ha de reunir la oración para ser agradable a Dios y meritoria para el que la hace.
I.- Para mostraros el poder de la oración y las gracias que del cielo nos alcanza, os diré que por la oración es como los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el cielo. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad. El cristiano confía solamente en Dios; nada espera de sí mismo. Sí, por la oración es como perseveraron los justos. Era la oración lo que inflamaba sus corazones con el pensamiento de la presencia de Dios, con el deseo de agradarle y de no servir más que a Él. Mirad a Magdalena; ¿en qué se ocupa después de su conversión? ¿No es por ventura en la oración? Mirad a San Pedro; mirad aún a San Luis, rey de Francia, quien, en sus viajes, en vez de pasar la noche durmiendo en su lecho, pasábala en una iglesia orando y pidiendo a Dios el don precioso de perseverar en su gracia. Mas, sin ir tan lejos, ¿no observamos nosotros mismos cómo, a medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas el cielo? No pensamos más que en la tierra: pero, si reanudamos nuestra oración, sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurriremos a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el camino del cielo.
En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa Mónica para alcanzar la conversión de su hijo: o bien la hallaréis al pie del crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones. Ved al mismo San Agustín cuando quiso de veras convertirse; miradle en el jardín, entregado a la oración y a las lágrimas a fin de mover el corazón de Dios y cambiar el suyo. Por más que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente, podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar. No nos extrañe, pues, que el demonio haga todos los posibles para movernos a dejar la oración o a practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno v cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración!
En tercer lugar; digo que todos los condenados se perdieron porque no oraron o porque oraran mal. De lo cual deduzco que, sin la oración, habremos de perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha, tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal, y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos...