por pattypj » Lun Mar 05, 2012 8:11 pm
Participación en el foro:
• ¿Cómo explicarías a alguien que, con la sola razón, podemos estar plenamente seguros de que hay vida tras la muerte?
La fe nos dice qué sucede exactamente después de la muerte, pero con la sola razón podemos demostrar que no todo termina con la muerte. Ya Platón, hace 24 siglos, demostró que nuestra alma es inmortal: incorruptible e indestructible. San Agustín y Santo Tomás de Aquino recogen sus argumentos y los perfeccionan.
En general, esos argumentos se apoyan en la naturaleza espiritual del alma humana. Si conseguimos mostrar que en el hombre no todo es materia -como sostiene un materialismo-, si el hombre es capaz de trascender la materia por ser mucho más que un simple animal algo más sofisticado, si en la persona humana hay una realidad más anclada en el ser que la materia, concluiremos que el alma es incorruptible, es decir, que el futuro de esta realidad espiritual presente en nosotros no se rige por las leyes de la materia. La materia sufre cambios sustanciales mientras que el alma no es una sustancia contingente, sino necesaria. El único devenir posible de una sustancia de naturaleza espiritual es la aniquilación, algo que, en principio, el Dios nunca hace. Al contrario que la materia, el alma es simple: no se puede destruir. En el hombre conviven realidades corporales (hambre) y espirituales (inteligencia que abstrae y voluntad libre). No somos ni animales ni ángeles, sino una mezcla de ambos. Ambas dimensiones están íntimamente unidas. Esta perfecta unidad de la persona humana sólo ha sido explicada satisfactoriamente por la filosofía aristotelico-tomista. Según ésta, el alma es forma del cuerpo; necesita del cuerpo para expresarse y obtener datos a través de los sentidos, aunque, de por sí, es una sustancia subsistente (capaz de existir con independencia del cuerpo y, por tanto, incorruptible o inmortal). En filosofía, el camino más sencillo para mostrar la espiritualidad del alma consiste en estudiar sus dos potencias: intelecto y voluntad. En cuanto al intelecto, veamos tres aspectos que serían imposibles si éste fuese meramente material: la capacidad de abstracción, la universalidad de los conceptos que pueden ser abstraídos y la autorreflexión.
• ¿Qué es el infierno, el purgatorio y el cielo?
INFIERNO
El infierno es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida. Para describir esta realidad, el Nuevo Testamento anuncia que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado de acuerdo con sus obras. El Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» o como la gehenna de «fuego que no se apaga. Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno». La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
PURGATORIO
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio». En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial, estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos». Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu», porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre. Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna. Es evidente que la purificación en la tierra -por contar con la libertad- es más ligera que en el Purgatorio. Aquí nos lavamos; allí, nos lavan.
CIELO
Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha».
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión En el lenguaje bíblico el cielo se entiende como morada de Dios. A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc y Elías. Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo». El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo. La participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
• ¿Cuál debe ser la actitud cristiana ante la muerte?
La esperanza cristiana se basa en las promesas hechas por el Único que siempre es capaz de cumplir lo prometido. Imaginar el Cielo es un gran incentivo para nuestra esperanza. Vivimos, como reza la liturgia, «esperando la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo». Estamos de viaje y es lógico que el pensamiento se nos escape hacia la meta definitiva en la que nos espera la Persona que más y mejor nos ama. Si le queremos con locura, deseamos ardientemente la definitiva unión con Él.
Hay, sin embargo cristianos que sienten horror ante la muerte. Es lógico que la muerte dé miedo, aunque sólo sea porque se trata de un tránsito sobre el que desconocemos los detalles. Morir siempre tiene algo de violento. Pero si consideramos que la muerte es como la llegada nupcial del Amado que viene a abrazarnos, ya no impresiona tanto. «Es preciso -explica L. Trese- que nos esforcemos por comprender lo que significa quedar sumergidos en el poderoso abrazo del Amor Absoluto, en ese amor indescriptible, pero personalísimo, mediante el cual yo seré todo de Dios y Él todo mío; una misión por la que mi alma, convertida en llama de amor, arde con una pasión inefable y gozosísima; una fusión tan arrebatadora que hace inevitable el éxtasis, un éxtasis que excluye cualquier sombra de dolor, porque no terminará nunca. Sí, cuando seamos capaces de captar, aunque sea un poquito, la verdadera naturaleza de la visión directa de Dios, del amor y la felicidad que gozaremos en el cielo, la muerte dejará de mostrarnos su sombría faz y perderemos el miedo. Una emoción tan irreprimible como es el miedo se ve anulada por otra todavía más fuerte: el amor. Este no ha arrojado de nuestro corazón el miedo, pero lo ha convertido en algo irrelevante.
• ¿Has intentado imaginarte como es el cielo? ¿nos lo podrías contar?
Si me lo he imaginado. Es un lugar inmensamente hermoso, en donde hay una luz intensa que nos guía hacia la Santisima Trinidad. Ahí estaremos ante la presencia de Dios y nos reuniremos con todos nuestros seres queridos que se nos han adelantado convertidos en angeles, quienes nos reciben con una gran alegría dándonos la bienvenida con una paz y tranquilidad nunca experimentada, ya no tenemos miedo, porque Dios está con nosotros. Se oirá música de arpa que nos invita a gozar plenamente de la presencia de DIOS vivo.