MANIFESTACION DE LA IGLESIA
Enfrente, encontramos con la estupenda manifestación de la Iglesia. Nueve escenas con una lógica distribución y una armonía, con el vuelo de las llamas del Espíritu que suben y bajan, como misterio de santificación y culto, que lo envuelve todo. Es la pared de la "anábasis", de la Ascensión del Señor y de la constante venida del Espíritu en la Iglesia.
A los extremos de la pared las dos escenas de la presencia de Cristo después de la Resurrección: el sepulcro vacío, con las mujeres que van a embalsamar con sus aromas el cuerpo del Señor y el envío misionero de los discípulos-apóstoles junto al mar de Tiberíades.
Hay un eje central que contiene a la vez el misterio de la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu en Pentecostés, con el icono en su parte alta de la Dormición de la Virgen, que es el culmen anticipado de la futura vida gloriosa de la Iglesia, realizada en su prototipo que es la Virgen María.
Pentecostés, con la mano del Padre, las llamas del Espíritu y la figura del Cristo glorioso, los doce apóstoles en un círculo ascendente de comunión, con María en el centro. Y a ambos lados cuatro representaciones de grandes carismas de la Iglesia: el del martirio con Pablo, el de la caridad con el buen samaritano, el matrimonio con San Joaquín y Santa Ana, el de la vida consagrada con Edith Stein.
Detalles en el orden cronológico de los episodios.En la parte extrema, junto a la pared posterior de la Parusía se ven a dos mujeres con sus frascos de perfumes que van al sepulcro y al ángel que anuncia la resurrección de Cristo. En el sepulcro vacío, lleno de destellos de luz, sólo se encuentran los vestidos de la mortaja; en torno a ellos las cuatro letras del nombre del viviente: o on; yo soy el que soy. Las mujeres, invitadas a anunciar la resurrección, se convierten, como en la liturgia pascual bizantina, en "evangelistas" del misterio, "miroforas" portadoras de aromas, e "isapóstolas", iguales a los apóstoles, o apóstoles de los apóstoles. En el otro extremo, se adivina la escena del lago de Tiberíades, con el azul de sus aguas, el verde de la orilla, el rojo de las llamas entre brasas en las que se están asando dos pececillos, el almuerzo que Cristo prepara para los suyos. Vemos a Jesús resucitado que se dirige a Pedro y a otros discípulos; un cordero y una oveja evocan las palabras del Maestro: Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos.
La imagen central funde a la vez la Ascensión y Pentecostés en una misma escena. La mano del Padre y las llamas del Espíritu desde el cielo dan sentido trinitario a todo el misterio. Cristo Resucitado, en un círculo azul, como se le pinta en los iconos en su subida al cielo, tiene el pecho, los pies y las manos marcados con las llagas gloriosas, pero una orla de su vestido traspasa en la parte inferior el círculo para indicar la comunión del cielo y de la tierra. El color de su vestido se refleja en el manto exterior de los apóstoles que en la unidad del mismo color hacen alusión al misterio del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Los doce apóstoles en un círculo ascendente tienen su rostro distinto, diverso también, una parte de su vestido, un objeto particular en sus manos. Cada uno tiene la llama del Espíritu que se manifiesta con la fuerza del fuego y el movimiento de unos rombos que se adivinan en el conjunto de la escena. Cuatro apóstoles, los más cercanos a derecha e izquierda miran a Cristo, cuatro se miran recíprocamente, dos miran a la Virgen, otros dos vuelven sus ojos hacia la asamblea y hacia el mundo. Son las miradas de una comunión eclesial. En el centro, hermosa y majestuosa, con su vestido rojo y azul, los mismos colores que los del Pantocrátor de la bóveda, está la Virgen María. En pie, orante, es la figura de la Iglesia, su rostro es virginal y maternal a la vez.
En la escena central, como hemos recordado, los carismas de la Iglesia nos indican, si cabe esta interpretación, que la Iglesia que nace de la Resurrección de Jesús y de la gracia de Pentecostés, evangeliza al mundo con las mujeres y los hombres, se hace presente en su estructura apostólica con su perfil mariano, y continua su misión en el mundo con los carismas del Espíritu.
San Pablo representa el carisma del martirio, con la cabeza desgajada de su trono, tres hilillos azules que evocan las "tres fuentes" el lugar de su martirio en Roma, con un árbol que nace de su sangre derramada y que indica la fecundidad perenne del martirio.
El buen samaritano del Evangelio es un santo que lleva en brazos un hombre en el que se adivina el rostro de Cristo Crucificado. Los dos se parecen. Hay un mensaje de gran fuerza en esta identificación. En el carisma de la caridad es Cristo quien ama y sirve a Cristo. Porque si es verdad que todo lo que se hace a un hermano lo hacemos a Él, es también cierto que sin él no podemos hacer nada.
Los santos Joaquín y Ana, los padres de la Virgen, según la escena de la Concepción de Ana de la iconografía bizantina, se nos ofrecen como figuras del carisma de la vida conyugal y familiar. Se abrazan en el gesto de la comunión corporal y fecunda de los esposos, con la fuerza del amor. Y Ana, en un gesto gozoso de danza, parece empujar a Joaquín hacia el centro del misterio. Es la vocación espiritual de la mujer respecto al hombre.
Finalmente Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, con su hábito pardo de carmelita, devorada y ya casi quemada por llamas, con el vestido hecho ya carbón ardiente y en cenizas, abraza la zarza ardiente que es también "llama de amor viva", en la que se ve entrelazado el alambre que evoca el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau donde fue quemada en el holocausto que la unía a su pueblo. Su mente ancha y su mirada profunda nos hablan de su sabiduría y de su ardiente búsqueda de la verdad. Es una digna representante del carisma de la virginidad y de toda la vida consagrada.
En lo alto, y siempre con la forma alusiva de un mosaico blanco con destello dorado y plateado, se insinúa el icono de la Dormición de María. Recostada en su lecho en la tierra, acogida como una niña por Cristo en la gloria, es imagen y profecía de la glorificación final de la Iglesia y del cosmos. Con ese juego característico de los dos iconos que se iluminan. El de la Madre de Dios que acoge a Cristo, el Verbo Encarnado, como un Niño, y el de la Dormición de María en el que Cristo acoge a la Madre como una niña. Si el cielo es acogido en la tierra con la Encarnación, la tierra es acogida en el cielo con la Asunción gloriosa de la Virgen, primicia e icono escatológico de la Iglesia.
La compleja escena de la Parusía: la recapitulación de todo en Cristo.
El tercer muro, que queda a nuestras espaldas entrando, en una aglomerada y compleja acumulación de imágenes. Y es más difícil de descifrar a primera vista.
Nos ofrece la clave de comprensión en el centro de la pared, el Cristo Pantocrátor que viene a nosotros con la estola sacerdotal, el vestido blanco y las llagas gloriosas en su costado, en sus manos y en sus pies. Es el que viene siempre a su Iglesia desde la gloria. En torno a El se concentra, como Alfa y Omega de la historia, el pasado, el presente y el futuro.
En el presente histórico Cristo sigue viniendo y haciéndose presente a su Iglesia, ya que parusía significa presencia; viene siempre, misteriosamente, sacramentalmente, realmente en el altar de la palabra y de la Eucaristía. Es promesa del nuevo jardín de la vida eterna, con la cruz eslava con dos travesaños, plantada en un Edén que es profecía de la renovación del cosmos, de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Y a ambos lados Adán y Eva. Por eso se representa a Cristo que sale de un círculo intensamente rojo con ráfagas de luz dorada y está encima del altar. A su lado derecho el evangelista Marcos, con el Evangelio de Pedro en sus manos, nos habla de la Palabra; a su izquierda el apóstol Felipe con el cáliz en las manos nos sugiere el misterio de la Eucaristía y del culto espiritual del sacerdocio de los fieles.
Con la mirada en la historia de la salvación antigua, el pasado que tiene su cumplimiento en Cristo y en su misterio pascual, reconocemos a nuestros progenitores Adán y Eva, como hemos dicho en actitud orante. Dos escenas majestuosas del Antiguo Testamento hacen alusión a la pascua y al bautismo, al misterio pascual vivido y actualizado por Cristo: Noé con el arca en medio del océano con plantas y animales dentro y fuera, con la paloma que anuncia el final de la tempestad. Y Moisés con los brazos extendidos en forma de cruz que hace retroceder las olas impetuosas del mar rojo, mientras él atraviesa por la parte seca el camino abierto por Dios para su Pueblo. Noé y Moisés son figuras de Cristo. Son también tipologías de Jesús, a ambos lados, José de Egipto con las gavillas de espigas y sus sacos rebosantes de trigo y también Jonás y la ballena, que precipita en el mar azul; son una tipología de la resurrección de Cristo.
Está presente en la majestuosa y compleja simbología de esta pared en la que las piedras del mosaico son más grandes y más desordenadas, el misterio del mal y del infierno. Miguel, el Arcángel de la justicia de Dios, lleva en sus manos la balanza en la que pesa más el plato de la misericordia divina que el de los pecados del hombre, pero sin escatimar el misterio del infierno, con la imagen de un diablo negro precipitado en el abismo. Un paño rojo cubre piadosamente el misterio para que nadie intente juzgar quiénes están o van a ir al infierno.
Los profetas Daniel e Isaías con sus sentencias bíblicas en sendos rótulos que llevan en sus manos, nos aseguran la fidelidad de Dios hasta el final y la promesa de la resurrección de la carne: "Te has acordado de mí, no has abandonado a los que te aman" ( Dn.14,38); " Toda carne verá la salvación" Is. 40,5 (texto griego - 52, 10)..
Cristo da al futuro toda la esperanza aleccionadora. La tierra, al final de los tiempos, en el momento de la última y definitiva venida del Señor, devuelve a los muertos, que se encaminan como en una procesión de los resucitados hacia el Cristo Glorioso. Todos los resucitados, según la tipología del Apocalipsis, llevan vestidos blancos, lavados con la sangre del cordero. Todos llevan el signo rojo de la cruz-Tau, sello de posesión de Cristo; todos, como Jesús, por eso se parecen a Él, llevan las manos, los pies y el costado llagados con los estigmas gloriosos del amor: amor recibido de Dios, amor transmitido los hermanos. Tenemos varias topologías que son en parte autorretratos de los autores de la Capilla. El pintor artista vuelve con la paleta de colores en su mano; la ayudante artesana de la programación lleva un ordenador portátil; el profesor escritor lleva sus libros; un niño juega con un balón; el trabajador tiene en sus manos el martillo y un compás; un sacerdote – Juan Pablo II – con una maqueta de la iglesia en sus manos expresa su servicio eclesial; el esposo, la esposa y un hijo juntos vuelven a Dios. Es el premio que Dios ofrece a todo lo que por amor se ha hecho en esta tierra.
A ambos lados laterales en los ángulos superiores, en la típica imagen de la Deisis, María, la Esposa Madre, vestida de un manto rojo, y Juan el Bautista, el amigo del Esposo, con gesto de intercesión orante, piden que se cumplan misericordiosamente los designios de Dios, mientras detrás de ellos interceden los mártires de todos los tiempos y de todas las iglesias, representados por dos mártires de los primeros siglos, Esteban y Práxedes y cuatro de nuestro tiempo, hijos de diversas iglesias. Tras la Virgen María y Esteban tenemos a María Sveda, una joven ucraniana asesinada en Leópolis 1984 por guiar a un sacerdote clandestino a celebrar la eucaristía en una casa, y Pavel Florenskij sacerdote ortodoxo ruso, padre de familia, grande científico, filosofo y teólogo, muerto en un "gulag" de Rusia en 1937. Detrás del Bautista y la mártir Práxedes, vemos a Christian de Chergé, trapense francés, asesinado por extremistas del Islam en Argel en 1996 y a Elisabeth Von Tadden una noble luterana alemana muerta en los campos de concentración nazis. Los dos últimos mártires de cada escena, Pavel y Elisabeth, alargan sus brazos para indicar la gran procesión de los mártires que siguen y seguirán. Sus nombres están escritos en la lengua original de sus respectivas naciones, porque también las culturas entrarán en el Reino.
En la cima de la escena de la Parusía, contemplamos la Transfiguración del Señor, con Moisés y Elías, en mosaico blanco, como en los casos anteriores de la Natividad del Señor y la Dormición de la Madre de Dios, al final del brazo de la cruz que parte del Pantocrátor de la bóveda; es como el icono profético de la participación de todo y de todos en el misterio de la glorificación de Cristo anticipada en la luz y en la "metamorfosis" del Monte Tabor.
En la parte inferior,, junto al trono del Papa, se destaca la imagen sacerdotal de Pedro, con su vestido blanco y su estola. Es el que abre con la llave del Reino la puerta del paraíso en la que se destacan tres círculos entrelazados que simbolizan la Trinidad.
La Jerusalén celestial: el misterio de la comunión de los Santos
Idealmente esta imagen de Pedro que abre la puerta del paraíso, nos lleva a contemplar la pared central, la que el visitante ve delante de sus ojos cuando entra en la Capilla. Con la imagen central de la Virgen, Madre del Redentor, que en su majestuosa y tierna presencia es la sede de la sabiduría y nos ofrece a su Hijo sentado sobre sus rodillas. A sus pies dos ríos de agua viva que brotan de la fuente celestial del cordero.
En torno a ella, en el escenario de la Jerusalén celestial, con doce murallas y doce puertas, con cuatro columnas en las que están representados los símbolos de los cuatro evangelistas, dispuestos en grupos de tres, como un reflejo de la Trinidad, doce grupos de tres santos y santas cada uno, que hacen un total de 36 santos de Oriente y de Occidente, en representación de todos los santos del cielo. La comunión de los Santos de Oriente y de Occidente está marcada por la simetría; a veces son dos orientales y un occidental, otras dos occidentales y un oriental.
Los santos representados de arriba abajo y de izquierda a derecha de quien contempla la Jerusalén celestial. Son de diversas épocas y naciones. Se reconocen por su iconografía clásica o por algún detalle ornamental. Están como sentados en las mesas del banquete. Su colocación ha seguido varios criterios de unidad y de contraste. A veces por la afinidad de vocación carismática como Francisco, Clara y Serafín de Sarov, a veces por el contraste de las doctrinas reconciliadas como en el caso de Tomás de Aquino y Gregorio Palamás. Notamos sólo las nacionalidades menos conocidas:
Domingo de Guzmán, Pacomio y Juan de Rila (Bulgaria)
Vladimir (Rus de Kiev) Edwige (Polonia), Wenceslao (Rep. Checa)
Isabel de Rusia, Tomás Moro, Catalina del Sinaí
Gregorio Magno, Nicolás de Mira, Juan Crisóstomo
Cirilo apóstol de los eslavos, Agustín de Hipona, Ambrosio de Milán.
Juan Damasceno, Tomás de Aquino, Gregorio Palamás
Francisco y Clara de Asís, Serafín de Sarov
Basilio el Grande, Benito, Sergio de Radonez,
Antonio el Grande, Juan Clímaco, Jerónimo
Juan de la Cruz, Dionisio Areopagita, Teresa de Lisieux
Melania, José Moscati (médico napolitano) Catalina de Siena
Gregorio Iluminador (Armenia) Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola.
Una escena magnífica, casi petrificada en el silencio de la contemplación, con una fuerza estática y colores menos vivos que los del resto de la Capilla. Toda la escena está coronada por lo que es la fuente y la meta de todo, el misterio de la Trinidad, representada por los tres Ángeles que aparecieron a Abraham en el encinar de Mambré, según la visión mística del pintor ruso Andrej Roubliëv. El paraíso está abierto y un serafín en la puerta da acceso a todos los llamados.
Arte y LiturgiaLa Capilla pontificia Redemptoris Mater está pensada para las celebraciones pontifícias, restringidas en número, pero con la posibilidad de acoger hasta un centenar de personas que pueden estar cómodamente sentadas en hermosas sedes de terciopelo blanco. Está prevista para la celebración de la eucaristía y de los sacramentos, de la liturgia de las horas y de la liturgia de la palabra, así como para los ejercicios espirituales y los sermones para la Curia romana de Adviento y Cuaresma.
Hay una unidad convergente entre el misterio que se celebra y la gama icnográfica de los misterios de Cristo y de la Virgen que se representan. Hay abundancia de presencias trinitarias, cristológicas y, marianas.
Aunque todo lleva el sello de la Trinidad se insinúa el misterio de las tres personas divinas en el Bautismo, en Pentecostés, en los tres Ángeles que presiden desde los alto la Jerusalén celestial.
Cristo aparece en la bóveda como Pantocrátor, en el Nacimiento y la Presentación en el templo como Niño, en el Bautismo y en la Cruz como el Redentor, sumergido en las aguas de la muerte con los ojos cerrados, obediente a la voluntad del Padre. Es salvador del hombre y de la mujer en su vida pública en el episodio de la cananea, en la mesa de los pecadores con la Magdalena y junto a Pedro en el Cenáculo, junto a la mesa del lavatorio de los pies y de la Eucaristía. Está representado en el esplendor de la luz en la Transfiguración; como Señor glorioso en el descenso a los abismos, Resucitado junto al lago de Tiberíades, como cabeza de la Iglesia en la Ascensión-Pentecostés, como "Erchómenos", el que viene, en la Parusía, como Hijo glorificado y glorificador cuando acoge a la Madre en el cielo, en la escena de la Dormición.
La Virgen María está representada ocho/nueve veces: en la Anunciación, Nacimiento, Presentación en el templo y junto a la Cruz, en Pentecostés y en la Dormición ( dormida y en los brazos del Hijo), en la Deisis de la Parusía y en el centro de la Jerusalén celestial como Madre del Redentor.
San Pedro está presente en el lavatorio de los pies, en la escena del lago de Tiberíades, en Pentecostés y abriendo las puertas de paraíso.
Todo tiene una fuerte connotación cósmica. Una salvación que nos llega a través de la presencia de Dios en la creación (humanidad y cosmos) y una creación que vuelve transfigurada al Padre.
La Capilla nos ayuda a comprender como todo tiene su fulcro en el misterio pascual, en la clave de la salvación como misterio del Dios que se hace hombre para que el hombre quede divinizado. Todo está presente en cada fragmento y cada fragmento remite a la compleja y rica presencia del misterio total que va de la Trinidad a la Trinidad.
Con los ojos iluminados lo que la palabra proclama y el misterio hace presente en la fe, la iconografía de la Capilla lo acerca a los ojos en ese misterio de visibilidad que es la liturgia, celebración del misterio que nos lleva de lo visible a lo invisible. Todo está presente en la Palabra del ambón, en la plegaria de la sede, en la eucaristía del altar.
Conclusión.-Ya hay quien llama a este monumento la Capilla Sixtina del siglo XX, por la cercanía a la Capilla de Miguel Angel en los mismos palacios vaticanos y por representar ciertamente una espléndida obra original que recoge la teología de finales del siglo XX con proyección hacia el tercer milenio en el diálogo fecundo entre Oriente y Occidente. Esta Capilla es ciertamente un don hecho al Papa y un don que el Papa ha hecho al pueblo de Dios.
En la presentación del volumen de la Capilla, Mons. Piero Marini ha querido recordar que así como en el siglo V el Papa Sixto III quiso dedicar la Basílica de Santa María Mayor con sus espléndidos mosaicos del Arco de Triunfo al pueblo de Dios ("plebi Dei") así también esta Capilla en mosaico, dedicada a la Madre del Redentor, es un don permanente y un monumento de belleza para la gloria de la Trinidad y para la edificación y el gozo del pueblo de Dios.