El pasado medieval inspiró al romanticismo musical y a su vez generó un movimiento de reforma en el ámbito de la Iglesia Católica Romana llamado cecilianismo, en honor de Santa Cecilia, patrona de la música. Uno de sus postulados fue recuperar la tradición del canto a capella (de voces sin acompañamiento instrumental) y del canto gregoriano.
La admiración por estas texturas antiguas llevó a la composición de obras religiosas, aunque no destinadas a lo eclesiástico, sino para ser interpretadas en conciertos públicos.
En el siglo XIX aún había compositores que creaban misas y motetes, pero poco a poco se impuso una visión más moderna, asimismo perduró la tendencia a la dramatización con componentes operísticos.
La popularidad de los oratorios de Haydn produjo un entusiasmo que derivó en el auge de este arte, en especial en Inglaterra y Alemania. La característica principal de los oratorios del siglo XIX fue el empleo del coro. Los compositores más destacados fueron Eybler, Stadler, Beethoven (Cristo en el Monte de los Olivos), Schneider, Spohr (El Juicio Final), Loewe y, especialmente, Mendelssohn, con sus oratorios sobre Paulus y Elias, completaban un tríptico con la obra inacabada Cristo. También los oratorios El Paraíso y la Peri y El peregrinaje de la rosa de Schumann, La leyenda de Santa Isabel de Hungría y Christus de Liszt, y en Francia el Oratorio para la coronación de Le Sueur, La infancia de Cristo de Berlioz, La Redención de Gounod, el Oratorio de Navidad de Saint-Sáens o Las Beatitudes de Franck.