por Sergio Arturo » Mar Nov 19, 2013 10:04 pm
LA JERUSALÉN QUE VIO JESÚS
Por Joaquin González Echegaray*
JESÚS DE NAZARET aparece en los evangelios vinculado profundamente a su tierra natal. Él, como buen judío, era un gran patriota, que amaba el paisaje, las gentes y la cultura del país que recorrió varias veces a lo largo de su vida. Especialmente enraizado en el complejo y fascinante mundo galileo, veía, no obstante, a la ciudad de Jerusalén como símbolo religioso y cultural de su pueblo, y la amaba apasionadamente de acuerdo con la frase del salmo 137, que tantas veces él había recitado: «Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías».
Los numerosos viajes de Jesús a la ciudad santa, que el evangelio de Juan registra con toda precisión, debieron ser motivo de una gran satisfacción para el maestro, que una vez más haría suyas las palabras del salmo 122: «Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén». Pero es el evangelista Lucas quien señala en la compleja psicología de Jesús la mezcla de dos sentimientos: su exaltado amor a la ciudad con el barrunto de los oscuros presagios sobre su trágico fin. «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz. Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos" (Lc 19,41-42). Jerusalén no sólo estaba destinada a sufrir la prueba del asedio y destrucción, sino que además iba a ser el dramático escenario de los últimos días del maestro. «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará» (Mc 10, 33-34).
Pero ¿cómo era la Jerusalén de los tiempos de Jesús? La ciudad que vio el maestro fue la gran urbe que había creado Herodes el Grande en su apasionado y obsesivo afán por el urbanismo y las grandes construcciones. Por lo menos desde el año 20 ó 19 a. C., cuando comienza a construirse el templo, y probablemente ya varios años antes, el rey había planificado una nueva y grandiosa Jerusalén, disponiendo al efecto de abundantes recursos materiales y de personal técnico especializado para llevar a cabo la gran empresa. De toda la larga historia de la ciudad (cuyos comienzos no pueden reducirse a la efeméride de la conquista de David, como han pretendido recientemente por intereses políticos las autoridades israelíes, la Jerusalén de Herodes, es decir la de Jesús, era, sin lugar a dudas, la de mayor extensión, de edificios más deslumbrantes, y de un trazado más planificado, en el que se había previsto no sólo la belleza urbana, sino también la disponibilidad de servicios. Realmente era una ciudad importante en el imperio romano, que contaba incluso con edificaciones, como el templo, difícilmente superables por ninguna otra.
Es cierto que Herodes el Grande murió en el año 4 a. C. sin haber concluido todo su plan, y que, por ejemplo, las obras del templo continuaron hasta el año 62 ó 64 d. C., justamente seis u ocho años antes de su destrucción a manos de las tropas romanas. Pero en la época de la muerte de Jesús, probablemente el año 30 d. C., ya estaban levantados los más importantes edificios de la ciudad y sólo faltaban por rematar y ampliar algunas otras obras.
1. El recinto amurallado
Jerusalén se levanta sobre la línea de cumbres de la cordillera palestina que recorre el país de norte a sur, la cual en ese tramo recibe el nombre de Montaña de Judá. La ciudad actual se extiende por un área evidentemente mucho más amplia que la antigua. Esta última, en la época de Jesús, se asentaba sobre cuatro cotas elevadas con sus vaguadas intermedias. Se hallaba a una altura media de unos 760 m. sobre el nivel del Mediterráneo. Por el levante la ciudad estaba flanqueada por un barranco profundo, el torrente Cedrón, y ocupaba sucesivamente de norte a sur el extremo meridional de la altura llamada Bézatha, el Monte del Templo y el Ofel. Por el sur el límite era otro barranco, llamado Hinnom o Gehenna, lo mismo que por el poniente, si bien aquí el caserío de la ciudad se asentaba sobre la elevación del terreno que presenta la cota más alta. Por eso esta zona es conocida con el nombre de Ciudad Alta y su parte sur con el nombre -por cierto que muy impropiamente- de Monte Sión. Entre las alturas del levante y la del poniente se encontraba una vaguada llamada Tyropéon. Por el norte el límite de la ciudad era más impreciso, pues no se ajustaba a una configuración topográfica definida; de ahí que ésta fuera la zona natural de expansión urbana y también la parte que debía ser mejor defendida, dada su vulnerabilidad.
Cuando Herodes el Grande accedió al trono, Jerusalén tenía ya un buen sistema de defensas, que había sido recientemente bien reconstruido por los reyes asmoneos, principalmente por Juan Hircano, hacía algo menos de cien años. El Monte del Templo y el Ofel con su prolongación hacia el sur tenían ya su vieja muralla que les rodeaba por todos lados. La vaguada del Tyropéon y la Ciudad Alta que en un tiempo lejano formaron parte de la urbe habían sido recuperados y encintados con una nueva y magnífica muralla. A Herodes sólo le faltaba por resolver el problema de defender la zona norte, por donde se había extendido ya un nuevo barrio extramuros, llamado Mishneh, así como embellecer y rematar el resto de los muros.
Flavio Josefo es quien mejor nos describe la situación (Bell. Iud. V; 142-155). Con el nombre de Muro I designa el antiguo recinto, mientras que a la nueva muralla herodiana del norte la llama Muro II. Dice que partía de la Puerta llamada Gennath del Muro I, cerca del Palacio de Herodes, y desde aquí se dirigía hacia la Torre Antonia en el ángulo noroeste del templo. Aunque el historiador no lo dice de forma expresa, es evidente que esta muralla no seguía una línea recta, sino que hacía un recorrido envolvente para de esta manera poder abarcar todo el barrio nuevo, extremo este último sí consignado por Josefo. Todos los indicios arqueológicos parecen favorecer la tesis de que esta muralla llegaba por el norte hasta la actual Puerta de Damasco [1], dejando fuera al oeste lo que hoy es iglesia del Santo Sepulcro. Poco más allá de esa puerta, el muro se retraía hacia el sur hasta empalmar con la Antonia, dejando fuera el actual Barrio Musulmán.
El Muro III, del que nos habla igualmente Josefo, no fue construido hasta tiempos de Herodes Agripa I, hacia el 42 d. C., y su objetivo fue tanto reforzar el peligroso norte de la ciudad, como dar cabida en su interior a otro barrio que ya se había formado más allá del Muro II, y que se llamaba Bézatha, del nombre de la colina. Llegaba hasta algo más allá de la actual Ecole Biblique. Esta muralla, cuyos cimientos y primeras hiladas de sillares que aún se conservan [2] anunciaban ya lo que estaba destinado a ser. La defensa más colosal de la ciudad, no llegó a concluirse, pues la obra no fue del agrado del emperador Claudio. Sólo en los tiempos de la guerra contra Roma, a partir del 67 d. C., el muro fue rematado de forma rápida y descuidada para hacer frente a la amenaza de que la ciudad fuera sitiada, como ocurrió de hecho el año 70 d. C.
En la época de Jesús, hacia el año 30, no existía, pues, el Muro III, aunque ya abundaban las casas en algunas zonas extramuros de la Muralla II. El recorrido total del recinto urbano en su parte externa era de unos 5 Km., lo que supone un área de extensión de la ciudad de aproximadamente unas 100 has.
Es muy difícil el cálculo del número de habitantes de Jerusalén en esa época. Entre los extremos, tanto maximalistas que hablan de más de un millón, como los minimalistas que no admiten una cifra superior a los 25.000 ó 30.000 personas -tal es el caso de Jeremias [3]-, optamos por una postura intermedia. Broshi ha calculado la población en unos 82.500, a base de estudios sobre la densidad urbana [4]. Para nosotros incluso nos parece razonable una cifra que pudiera sobrepasar los 100.000 habitantes [5]. Nos basamos en la amplitud del área urbana, a que antes nos hemos referido, y en las formas de habitación en las ciudades antiguas. En nuestro caso, si bien una buena parte de la ciudad estaba ocupada por monumentos, especialmente el templo, hay que tener en cuenta el hecho, ya consignado, de que las viviendas se extendían más allá del recinto mural. Uno de los datos que suele aportarse para los cálculos es la concentración de peregrinos en la ciudad durante la Pascua. La cifra aparece consignada en Flavio Josefo. En una ocasión habla del fabuloso número de unos tres millones entre peregrinos y habitantes (Bell. Iud. II, 280). En otra, de 2.700.000 (Bell. Iud. VI, 422). Al referirse a los muertos y prisioneros durante el sitio de Jerusalén da la cifra de 1.200.000 (Bell. Iud. VI, 420) .Por otra parte, Tácito (Hist. V, 13) habla de 600.000 personas sitiadas en la ciudad, cifra que, al parecer, está tomada de Josefo (Bell. Iud. V, 569).
Los complicados cálculos obtenidos por J. Jeremias sobre los datos de la Misná acerca de la inmolación de los corderos en el templo y de las dimensiones reales del espacio disponible, llevan a la cifra de unas 180.000 personas contando peregrinos y habitantes [6]. Cabe pensar, a nuestro entender, que el número de peregrinos pudiera doblar o triplicar la población estable. De cualquier manera, aún en la Pascua, la cifra de 300.000 almas supondría un tope máximo. Aunque es muy difícil el cálculo de habitantes para las ciudades antiguas, se supone, por ejemplo, que Roma estaría en torno al millón de habitantes en esa época, y que las grandes ciudades del oriente como Alejandría y Antioquía no pasarían del medio millón.
La Jerusalén herodiana, aparte de los edificios monumentales, debió ser una ciudad moderna, trazada con un verdadero sentido urbanístico. No estamos seguros de si los postulados de Wilkinson al respecto [7] pueden ser tomados en total consideración, pero, no cabe duda, que sus esfuerzos por descubrir el trazado de las calles de la ciudad nos llevan a la idea de que ésta se hallaba concebida dentro de un plan geométrico.
Por otra parte, en la Jerusalén de Jesús estaba muy cuidado el servicio de aguas. Hasta la época de Herodes la ciudad se abastecía o bien de sus dos fuentes: Gihon y Rogel, o de los numerosos aljibes que recogían el agua de la lluvia. También se construyeron algunos grandes estanques, en los que convergía el agua de los alrededores. Pero la idea de construir una gran traída de aguas, para abastecer todas las necesidades de la ciudad. Se debe a Herodes el Grande. El agua habría de venir de Artás al sur de Belén, lugar donde se iban a embalsar los arroyos originados al menos en tres fuentes. De aquí, a favor del desnivel natural, el agua canalizada mediante la construcción de un conducto cubierto llegaba a Jerusalén tras 21 km. de recorrido. Las obras fueron ampliadas después por el prefecto romano Poncio Pilato, remontando la captación en las cabeceras y renovando en parte los conductos. Esto permitió traer a Jerusalén el agua desde una distancia de 67 Km., con una diferencia de nivel entre los depósitos y el destino final de unos 30 m. [8]. La obra le costó serios disgustos a Pilato, pues para su financiación tuvo que recurrir al dinero del templo, principal beneficiario de la misma, pero cuyos dirigentes se opusieron a ello violentamente (Bell.Iud. II, 175-177). Esta traída de aguas es una construcción que, con las debidas modificaciones, ha estado en uso hasta mediados del siglo XX.
Junto a las obras de captación, conducción y depósitos del agua, la Jerusalén herodiana contaba también con obras de saneamiento y alcantarillado, al menos en algunas zonas de la ciudad, como, por ejemplo, bajo la calle del Tyropéon, que bordeaba el muro occidental del templo [9].
2. Grandes edificios
Entre las más importantes edificaciones de la Jerusalén herodiana sobresalía por su belleza y extraordinario lujo el palacio de Herodes, construido en la Ciudad Alta, justamente donde ahora se encuentra el Barrio Armenio, prácticamente nada se conserva en la actualidad de dicho edificio, pues fue arrasado en la conquista de Jerusalén del año 70 d. C. y sobre él fueron edificados los cuarteles de invierno de la Legión X Fretensis. En realidad, lo único que ha llegado hasta nosotros y que ha sido últimamente descubierto (años 1962-1971) es la plataforma artificial sobre la que se levantaba el palacio. Esta se estima en unas dimensiones de 330 x 130 m. [10]. Pero al norte del palacio había unas fortificaciones relacionadas con él, de las que quedan restos importantes. De ellas hablaremos después.
El palacio era el mejor edificio de Jerusalén después del templo, y, para nosotros, tiene una especial importancia por estar íntimamente relacionado con Jesús de Nazaret. Se trata, sin duda, del pretorio donde fue juzgado y condenado. En la época de Jesús los prefectos romanos, que habitualmente residían en la capital civil de la provincia, es decir, en Cesarea del Mar, cuando subían a Jerusalén se alojaban en el fastuoso palacio de Herodes, que, por tanto, se convertía en pretorium. Los datos de que disponemos, tanto históricos como arqueológicos, convergen en este sentido, hasta el punto de que hoy se da ya entre los estudiosos, como un hecho prácticamente aceptado por todos [11].
Para saber algo acerca de un edificio tan importante, como hoy en día inexistente, no tenemos otra opción que recurrir al historiador Josefo, quien nos lo describe con estas palabras: «El palacio del rey sobrepasaba toda descripción. En efecto, no le faltaba nada de la más extrema magnificencia y del más perfecto condicionamiento. Estaba completamente rodeado de muros de 30 codos de alto, y, a intervalos, igualmente jalonado de torres ornamentales, de vastas salas de banquetes y de casi un centenar de aposentos para los huéspedes. Ellas contenían una indescriptible variedad de piedras, pues allí se encontraba reunido en cantidad lo que en otros sitios se considera más raro. Había techos admirables por la largura de sus vigas y el esplendor del artesonado. Una cantidad enorme de habitaciones, con formas infinitamente variadas y todas dotadas de un mobiliario completo, donde dominaban, según los casos, los elementos de plata y oro. Un circuito de numerosos pórticos permitía comunicar los edificios entre sí, con columnas de orden arquitectónico distinto para cada edificio. Todos los espacios abiertos de estas construcciones tenían zonas verdes con bosquecillos de árboles con esencias variadas, atravesados por largos paseos bordeados de arroyos profundos. En todas partes, estanques adornados alrededor con figuras de bronce por las que salía el agua, y en torno a las láminas de numerosos palomares para palomas domésticas. Pero es imposible dar la descripción que merece este palacio» (Bell. Iud. V; 176-182).
Al norte de tal esplendoroso edificio se encontraba, al parecer, un pequeño cuartel, destinado a la guardia, así como dos piscinas. Ello venía a coincidir con el ángulo de la muralla, donde se elevaban tres torres magníficas. Todo el recinto amurallado estaba jalonado de torres. Sesenta tenía el Muro I, catorce el Muro II y noventa llegó a tener el Muro III. Pero ninguna de ellas poseía la altura y belleza de las situadas al norte del palacio, con el que formaban un conjunto arquitectónico. Las dos más cercanas al palacio eran las antiguamente edificadas por los reyes asmoneos, ahora reformadas, de las que sólo quedan en la actualidad restos embebidos; en la compleja estructura de la Ciudadela. La tercera, que correspondía también a una torre originariamente asmonea, fue rehecha de nuevo. Aún quedan numerosas hiladas de los sillares de esta torre, llamada hoy Torre de David, que llegó a tener una altura de 80 codos, según Josefo (Bell. Iud. V; 163-165), es decir, unos 35 metros. Es de planta rectangular y en la parte superior presentaba dos pisos bien diferenciados. Herodes la había dado el nombre de Híppico, en memoria de su amigo ya fallecido.
Más al oriente se levantaban sendas torres, de las que nada queda hoy, pero que, según la descripción de Josefo (Bell. Iud. V; 166-171), eran un modelo de belleza y un alarde de lujo, con logias de columnas y estancias señoriales en el interior. La primera y la más alta de todas se llamaba Fasael, nombre del hermano fallecido de Herodes, y recordaba al célebre faro de Alejandría; la segunda, sin embargo, era la más ostentosa y recibía el nombre de la reina Mariamme, a quien su marido Herodes adoraba, pero a la que no dudó en asesinar, lo mismo que haría con tres de sus hijos.
Además de este palacio, existía entonces en Jerusalén el viejo palacio de los Asmoneos, también en la Ciudad Alta, pero en dirección hacia el templo. Prácticamente nada sabemos de él, y es posible que fuera la residencia de Herodes Antipas, cuando en tiempos de Jesús subía a Jerusalén por las fiestas. Lógicamente en él debería haberse desarrollado la escena de la vista del juicio de Jesús narrada en Lc 23,6-12.
Otro de los edificios públicos, que conocemos por las fuentes, era el Xystus, de que nos habla Josefo (Bell. Iud. V; 144; VI, 354). Estaba situado ya cerca del muro occidental del templo, sobre la ladera inferior de la Ciudad Alta. Aunque la palabra significa propiamente «gimnasio», se trataba más bien, al parecer, de una pequeña plaza porticada, en cuyas alas se encontraban las oficinas de la municipalidad, y donde probablemente se hallaba la bouléo concejo, en la que se reunía el sanedrín. Parece que esta sala corresponde a la que actualmente se llama «sala masónica», que se conserva con bastante integridad en las dependencias de la sinagoga contigua al Muro de las Lamentaciones, junto al arco de Wilson [12]. Es muy posible que se trate del lugar donde Jesús fue condenado por el sanedrín en la madrugada del Viernes Santo (Mt 27,1; Mc 15,1; Lc 22,66).
También hemos de citar aquí la Torre Antonia, construida sobre el ángulo noroccidental de la explanada del templo y que corresponde a lo que en época asmonea se llamó Torre de Baris. Como en el caso del Palacio de Herodes, nada se conserva hoy en día de ella, salvo su basamento. Tras las últimas investigaciones arqueológicas, hay que advertir al lector que huya de las reconstrucciones ideales de este edificio, que aparecen en obras de divulgación e incluso en la famosa maqueta del Hotel Holy Land de Jerusalén. Todas ellas se fundan en los estudios realizados hace cincuenta años, en los que no pudieron distinguirse los restos de la Aelia Capitolina en tiempos del emperador Adriano (siglo II), de los de la Jerusalén herodiana del siglo I [13]. Hoy sabemos que la fortaleza Antonia no era tan grande, ni tan lujosa como se suponía, ni por su interior pasaba calle alguna. Se trataba más bien de un cuartel de planta rectangular, con cuatro torres en los ángulos, algo mayor la del sureste, y, si bien se hallaba convenientemente acondicionada como se desprende de la descripción de Josefo (Bell. Iud. V, 238-246), no era el lugar adecuado para residencia del gobernador, y, por consiguiente, no podía ser el pretorio de que hablan los evangelios. En los tiempos de Jesús era simplemente el cuartel de la cohorte romana, que servía de guarnición a la ciudad, y desde el cual podía vigilarse y dominar la explanada del templo, donde se producían los acontecimientos más importantes de Jerusalén, por tratarse de la ciudad santa del judaísmo.
Ya nos hemos referido a la existencia de varias piscinas o depósitos de agua en la ciudad. Citemos la llamada Strution junto a la Torre Antonia, la de Israel al oriente de esta torre, destinada al consumo del templo con una capacidad de 120.000 m3 de agua, la de las Torres al nordeste de las grandes torres antes descritas, la de las Serpientes al oeste de la ciudad en el Hinnom y el pozo de Salomón en el Cedrón, todas ellas extramuros. Pero había también piscinas convertidas en balnearios públicos, rodeadas de bellas construcciones, cuyos restos han sido reconocidos por las excavaciones o estudios arqueológicos [14]. Es el caso de la doble piscina de Bethesda o piscina Probática al norte de la de Israel, de la que habla el evangelio (Jn 5,2-3) y la de Siloé en el extremo sur de la ciudad, al final del Tyropéon (Jn 9,7).
Por Josefo (Ant. XV; 8, 1) sabemos que Herodes mandó construir un teatro griego en Jerusalén, aunque ignoramos el lugar. También construyó un hipódromo, pero se supone que debió estar fuera del recinto hacia el sur. Las reconstrucciones de Jerusalén, que sitúan ambos elementos arquitectónicos en el Tyropéon, no tienen visos de probabilidad [15].
En cambio, conocemos bien algunos barrios residenciales de la ciudad, con casas particulares de todo lujo, con peristilos, grandes habitaciones de estuco pintado, mosaicos en el suelo, baños, etc., que en nada tienen que envidiar a las de cualquier otra gran ciudad del imperio. En la Ciudad Alta frente al templo, dentro de lo que hoy es el Barrio Judío, se han excavado siete de estas casas [16], una de ellas, llamada «mansión palaciega», tiene 600 m2 con patio central. También han aparecido otras en la zona alta, llamada Monte Sión [17].
No mencionaremos aquí los numerosos monumentos funerarios que existían en las afueras de la ciudad, algunos de los cuales eran de aspecto muy noble. Destacaba el monumento a Herodes el Grande, que se encontraba al noroeste de la Puerta de Damasco, descrito por Josefo (Bell. Iud. V, 108 y 507) y cuyos restos se hallaron a finales del siglo XIX. Era de planta circular y poseía probablemente una galería de columnas a gran altura del suelo.
3. El templo
En contra de lo que mucha gente piensa, el templo que construyó Herodes era notablemente mayor y más esplendoroso que el que levantó en su día el rey Salomón. En realidad, se trataba de la obra maestra de un loco por la construcción y los grandes edificios, como así puede llamarse con justicia a Herodes el Grande. Nada en toda Palestina podía compararse con el templo de Jerusalén, y, aún entre las demás ciudades del imperio romano, pocos edificios podían competir con la grandiosidad de este templo. Por otra parte, era el edificio que daba sentido a Jerusalén como ciudad santa y el centro de atención religiosa y política de todo el pueblo judío para entonces ya en buena medida disperso por el mundo conocido. Por eso, se constituía en lugar de peregrinación en las grandes fiestas, principalmente en la Pascua. El templo era, además, el gran banco de la nación judía, donde se depositaba para su custodia el dinero y las joyas. Finalmente la autoridad municipal de Jerusalén era precisamente el Consejo del Templo, el Sanedrín, presidido por el Sumo Sacerdote, pues se trataba de lo que entonces se llamaba una ciudad-templo con una administración teocrática. Hasta la policía urbana era la guardia del templo, dirigida por un sacerdote comisario, que se llamaba el sagan, segundo en dignidad después del Sumo Sacerdote, que en las fuentes griegas aparece con el nombre de strategos tou ierou [18]. En la época de Jesús, no obstante, un batallón de soldados romanos (una cohorte auxiliar) al mando de su tribuno militar vigilaba desde lo alto de la Torre Antonia la situación política de la ciudad, dispuesto a intervenir ante cualquier tumulto de carácter más o menos nacionalista, recordando a los habitantes de la ciudad santa, que ésta seguía siendo parte integrante del imperio romano.
Antes de proceder a una descripción del templo jerosolimitano hay que recordar que el papel de la arqueología de hoy queda limitado sólo al exterior del edificio, pues el hecho de que la explanada con sus dos mezquitas de la Roca y El Aksa sea considerada por los musulmanes zona sagrada, impide allí cualquier excavación. Los elementos para una reconstrucción de lo que fue la obra herodiana proceden o de fuentes literarias de la época, como Josefo (Bell. Iud. V; 184-237; Ant. XV; 11) y la Misná (Mid. I-V), o están en relación con el hallazgo de piezas sueltas, por ejemplo monedas con la efigie del templo, o finalmente se deducen del estudio e investigación de los muros exteriores del edificio y la excavación en sus alrededores, lo que constituye en la actualidad la fuente más importante para el conocimiento de lo que fue este singular edificio [19].
La obra herodiana, como ya hemos dicho, comenzó hacia el año 20 a. C. desmontando y ampliando lo que era el templo jerosolimitano de época postexílica para convertir todo el conjunto en una nueva obra armónica y de proporciones colosales. La explanada sobre esa altura conocida como Monte del Templo fue ampliada notablemente por oeste y por el sur, en este caso prolongándola hasta 32 m. lineales [20], dato éste que puede comprobarse claramente sobre el muro oriental que da al Cedrón, donde se percibe la discontinuidad del aparejo entre la primitiva obra asmonea y la herodiana.
Esta ampliación no fue realizada mediante un simple relleno o terraplén en la falda del monte, sino llevando a cabo una complicada infraestructura de grandes bóvedas, que en las zonas más abruptas se superponen hasta en tres pisos sucesivos. La construcción, con algunas reformas, ha llegado a nosotros con el nombre popular de «Caballerizas de Salomón». Así, la superficie plana que constituye el piso del complejo templario llega a 14,4 has., siendo un rectángulo, más bien casi un romboide, de más de medio kilómetro de largo. Está rodeada de un enorme muro de contención, el cual se prolongaba en altura hasta formar una verdadera muralla que enmarcaba el edificio. El aparejo de este colosal muro, del cual el llamado «muro de las lamentaciones» es una pequeña parte, está formado de imponentes sillares, cuidadosamente labrados en sus márgenes al estilo herodiano. Algunos de tales sillares, especialmente los situados en las zonas más bajas y en los esquimales, llegan a tener hasta 12 m. de largo, por 3 de alto y 4 de profundidad, con un peso que puede calcularse en unas 400 toneladas. El muro, por su cara exterior, tenía diferente altura según la topografía de la base, pero en algunos tramos llegaba hasta más de 30 m. y es de presumir que en su zona más alta poseyera algún tipo de ornamentación arquitectónica. En los ángulos debía de tener una especie de torretas. Concretamente junto al ángulo suroeste apareció una inscripción en hebreo, que alude al toque de la trompeta. Probablemente los sacerdotes anunciaban allí, desde lo alto, a toda la ciudad la entrada del sabbat y las fiestas, tocando la trompeta.
Por la cara interior que daba al templo, el muro que venimos describiendo poseía una altura mucho menor a causa de la elevación natural del terreno, y en él se apoyaba una hilera de pórticos con columnas que rodeaban todo el perímetro de la explanada. En el ala sur dicho pórtico se veía convertido en una gran basílica de estructura muy alargada, con tres naves y 162 enormes columnas de orden corintio. Es el llamado Pórtico Real.
Las investigaciones arqueológicas son particularmente relevantes en lo que se refiere a las entradas del recinto del templo a través del muro descrito. Comenzando por el oeste, diremos que al pie de dicho muro había una amplia calle, en realidad una avenida, de 10 m. de anchura, pavimentada con grandes losas, algunas de 2 x 2 m., y rematada en ambos lados con bordillos. En el lado frente al muro del templo, tenía una serie de tiendas o comercios de estructura muy regular, en piedra de sillería, abovedadas, que convertía la calle en un verdadero centro comercial o zoco. Un poco más al norte la calle se dividía en dos, una que seguía el muro del templo y otra que ascendía por el Tyropéon hacia la Puerta de Damasco.
Desde esa calle se entraba al templo, en primer lugar viniendo del norte, a través de la llamada Puerta de Warren, que probablemente daba acceso a los sótanos y era más bien una entrada de servicio. Algo más al sur se encontraba la Puerta de Wilson, que corresponde al arco de este nombre (semejantes denominaciones hacen alusión a conocidos arqueólogos del siglo XIX). Esta puerta estaba situada en la parte superior del muro y se accedía a ella mediante un puente o paso sobreelevado por encima de la calle, el cual corresponde al actualmente llamado Arco de Wilson. Daba directamente al pórtico occidental. Algo más al sur aparece otra gran puerta al nivel de la calle, solo muy parcialmente excavada, conocida con el nombre de Puerta de Barclay. Al parecer, mediante un paso subterráneo se llegaba desde ella hasta la explanada del templo. Es posible que se trate de la llamada en tiempos de Jesús Puerta de Coponio, probablemente del nombre de uno de los gobernadores romanos. Acaso servía de acceso para los extranjeros que, con la debida autorización, visitaban la parte del templo no prohibida a los paganos, es decir, los pórticos y la zona de la explanada contigua a ellos. Todavía más al sur se hallaba la Puerta de Robinson, a la que, como en el caso de la de Wilson, se llegaba mediante un paso superior, aunque en este caso se ha podido comprobar que podía subirse hasta él desde la calle mediante una gran escalinata que doblaba dos veces en ángulo recto. Aún se conserva el arranque desde el muro del gran arco, que era una obra verdaderamente colosal, con unos 15 m. de espesor. Por ese acceso se llegaba directamente a la basílica y, dado el carácter comercial de la calle como punto de partida, y la finalidad de las basílicas precristianas en el mundo romano (lugares de contratación y negocios) como destino, cabe pensar que aquí encaja perfectamente la escena, narrada por los cuatro evangelios, de la llegada de Jesús al templo con la consiguiente expulsión de mercaderes y cambistas (Mt 21,12-13; Mc 11,15-18; Lc 19,45-46; Jn 2,13-21).
Por el flanco sur, en el recinto de la explanada del templo se abrían dos puertas, llamadas Puertas de Hulda, situadas sobre una plataforma alargada. Estas eran la Puerta Doble más hacia poniente a la cual se accedía mediante una amplia escalinata de 65 m. de anchura, descubierta durante las excavaciones, y la Puerta Triple más a levante, con una escalinata, al parecer más estrecha, de la que apenas queda algo, debido a las construcciones posteriores realizadas en esa zona en época bizantina. Ambas puertas, cuyos vestigios son hoy perfectamente visibles en el muro, conducían hacia la explanada del templo mediante pasajes subterráneos primorosamente decorados con ornamentación de motivos vegetales, a juzgar por los restos hallados. Estos pasillos atravesaban el subsuelo de la basílica y mediante peldaños subían hasta el empedrado de la explanada. Parece que la Triple Puerta, de acceso paradójicamente más modesto, debió de servir de entrada, mientras que la Doble Puerta, con la gran escalinata, sería el lugar de salida tras un recorrido por el templo en sentido derecha-izquierda. En todo caso, las puertas de Hulda serían el lugar de acceso al templo para la gente piadosa que acudía al santuario para orar, mientras que la Puerta de Wilson y sobre todo la de Robinson serían la entrada de la gente que iba preferentemente a comprar y vender, aunque en relación con los sacrificios del templo, o a realizar otros servicios, entre los que no se puede olvidar la misión bancaria que ejercía el templo de Jerusalén, a la que ya nos hemos referido.
De acuerdo con los evangelios, Jesús no sólo entró por donde lo hacía la gente relacionada con el comercio, sino también y preferentemente por donde entraban y salían los judíos piadosos, es decir, por las puertas de Hulda. Allí, junto a estas puertas, había numerosos pobres, lisiados y ciegos, que pedían limosna. Tal vez los cojos y ciegos no tenían acceso al interior del templo (2 Sm 5,8; Mt 21,14), pese al silencio de la Misná al respecto. De cualquier manera, cuando en una ocasión sale por allí Jesús, devuelve la vista a un ciego (Jn 8,59; 9,1-7), y, al entrar Pedro y Juan, curan a un paralítico (Hch 3,1-10), que estaba en la Puerta Triple, la cual, según nuestra interpretación, sería la «Puerta Hermosa» del texto y no la Puerta Corintia de acceso al atrio interior del templo, ni la llamada Puerta de Oro, que no existía con este nombre ni en la forma actual en la época de Jesús. En esta zona sur del templo había también otros accesos subterráneos, no visibles y destinados únicamente a los sacerdotes, que, impuros por cualquier eventualidad, debían acceder al interior del templo a través de unos túneles (mesibot), que conducían a unos baños rituales. Dichos pasajes subterráneos han sido también recientemente descubiertos.
Por el este la gran explanada del templo tenía dos puertas, la más al sur llamada del Chivo Expiatorio, a través de la cual se sacaba el cabrito que debía ser conducido al desierto (Lv 16,10). Esta puerta, aunque no conducía directamente a la plaza o explanada del templo, sino a los sótanos, debía poseer una escalinata alta, pues por esta zona exterior del Monte del Templo el desnivel es muy fuerte, debido a que se trata ya de la ladera del torrente Cedrón. La segunda puerta más al norte era la Puerta de la Vaca Roja, posiblemente a la altura del cuerpo central del santuario. Es discutible si ésta coincidía exactamente con la actual Puerta Dorada, ni si se trataba de la que los textos llaman Puente de Susa, que también podría ser, según algunos, la de acceso al Atrio de las Mujeres dentro ya del templo. Como se sabe, la cremación de la vaca roja (Nm 19,2-4) se llevaba a cabo sobre el Monte de los Olivos.
Por el norte pudo estar la Puerta de Taddi, destinada exclusivamente a servicios, si es que realmente se hallaba en uso en la época de Jesús. Resumiendo pues: el acceso público al templo se hacía por el sur y por el suroeste, en este último caso a través de los pasos superiores por encima de la calle.
Pasemos ahora a descubrir el interior del inmenso patio del templo, en medio del cual se levantaba el santuario son sus atrios. Aquí, como hemos dicho, entramos más de lleno en el terreno de las suposiciones, al faltarnos en buena medida los elementos arqueológicos directos [21].
En medio de la explanada, ligeramente desplazada hacia el norte, había una zona algo sobreelevada y acotada con una especie de valla, más allá de la cual estaba prohibido el tránsito, bajo pena capital, a cualquier persona que no fuera un fiel de la religión judaica. La prohibición estaba claramente señalada en inscripciones griegas, dos de las cuales han aparecido, una completa y otra fragmentaria. El texto dice así: «Ningún extranjero entrará dentro de la balaustrada del templo o del recinto, y cualquiera que sea sorprendido será el responsable de la muerte que en consecuencia le sobrevendrá». Sobre estas inscripciones nos habla también Josefo (Bell. Iud. V; 193; VI, 125; Ant. XV; 11, 4), y el Nuevo Testamento señala un caso de falsa infracción del precepto, atribuida a uno de los acompañantes de San Pablo (Hch 21,27-29).
Dentro de esta área se encontraba propiamente el santuario precedido de unos atrios, que pasamos ahora a describir. La orientación de todo este conjunto arquitectónico era este-oeste. Por una puerta, que algunos creen que pueda ser la «Puerta Hermosa» y otros la llaman la «Puerta Corintia», se entraba a un gran patio con columnas, cuya planta presentaba una forma próxima a la cruz griega con escaso desarrollo de sus patas, debido al hecho de que en los ángulos de este edificio rectangular había cuatro estancias, que sobresalían invadiendo parcialmente el patio. Se trataba del lugar más frecuentado del templo, adonde se acudía a orar, a depositar las limosnas, a recibir la bendición de los sacerdotes... El hecho de que fuera común a los fieles de ambos sexos es la causa de que reciba el nombre de Atrio de las Mujeres. Varias escenas del evangelio han de localizarse aquí (Mc 12, 41- 44; Lc 1, 21-22; 2,22-38; 18, 9-13; 21,1- 4).
Al fondo se encontraba una gran puerta que daba paso hacia el verdadero santuario. A ella se accedía por una escalinata de planta en forma de semicírculo. Esta puerta, que recibía el nombre de Puerta de Nicanor por el de su donante, era muy suntuosa y con columnas. Como prácticamente toda la arquitectura del templo, se acomodaba al estilo griego entonces en uso, probablemente con capiteles corintios. A esta portada se asomaban los sacerdotes,
después de la ofrenda, para bendecir al pueblo (Lc 1, 21-22). Tras ella había otro patio pequeño, llamado el Atrio de Israel, al que accedían sólo los israelitas de sexo masculino, que iban a presentar ofrendas y sacrificios. Junto a él se encontraba el gran altar, una plataforma cuadrada muy alta, con cuatro cuernos en las esquinas, a la que se subía por una rampa desde el sur. En esta área del altar de los sacrificios sólo podían estar los sacerdotes. Aquí se encontraban también el estanque de bronce para las purificaciones y las mesas para descuartizar a las víctimas. Sobre el altar había permanentemente fuego encendido en el que se quemaban las ofrendas, y el humo ascendía al cielo en los días serenos, mientras que, cuando azotaba el viento, se extendía por el templo.
Por fin, aquí aparecía el singular edificio del verdadero templo. Era una pieza arquitectónica extraña con una fachada de igual altura que anchura, unos 60 m, lo que daba la impresión de una inmensa mole maciza. El aspecto de esta fachada y su puerta es tema de controversia entre los estudiosos que cotejan las fuentes antiguas. Para algunos la fachada tenía cuatro grandes columnas, al menos las de los extremos, adosadas. Todas llegaban casi hasta la cornisa del edificio, mientras que la puerta carecía de columnas y aparecía enmarcada por varias molduras adinteladas, coronadas por un frontón. Para otros, la descrita estructura de esta puerta era la que caracterizaba toda la fachada, pues las cuatro columnas se encontrarían ya dentro de la estructura, para dar acceso a la verdadera puerta, ésta retranqueada en el interior. Había una monumental parra de oro, cuyos racimos colgaban sobre la puerta, sin que se sepa si correspondía o no a la misma fachada externa. Dicha puerta estaba parcialmente tapada por un espléndido cortinón. El tejado del edificio, al menos en su frente, estaba cubierto de una especie de pinchos o púas metálicas, artísticamente labradas, que descansaban sobre pequeñas y contiguas pirámides, lo cual impedía el reposo sobre él de aves, que pudieran contaminar la santidad del lugar.
Ya en el interior, había en primer lugar un vestíbulo muy ancho y poco profundo (el ulam), con sendas cámaras en los extremos, donde se guardaba el instrumental para descuartizar los animales destinados al sacrificio. Tras él, se penetraba ya en el santuario propiamente dicho (el hekal), de planta rectangular y ricamente adornado en sus paredes con planchas de oro. Aquí se encontraban el altar del incienso, la mesa de los panes y el candelabro de siete brazos (menorah), piezas todas ellas de oro. Un descomunal cortinaje ricamente adornado separaba este santuario del «Santo de los Santos» (el debir), cuya planta era un cuadrado. Esta cámara supersagrada correspondía al lugar en el que se había depositado el Arca de la Alianza en el primitivo templo de Salomón, pero en el templo de Herodes era una cámara completamente vacía, recubierta de oro, a la que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año, el día de la fiesta de la Expiación.
El edificio en la parte correspondiente al Santuario y al Santísimo era algo más estrecho que en la fachada principal que correspondía al vestíbulo, y estaba rodeado de una serie de 38 estancias distribuidas en tres pisos, cámaras destinadas a la guarda de los vasos sagrados y del tesoro del templo. De todos modos, la parte central del edificio, donde se hallaba el santuario y el santísimo, era mucho más alta que la correspondiente a estas cámaras, ya que aquella mantenía la misma altura del vestíbulo. Para ello, sobre los dos lugares santos existía otra cámara superior vacía.
Si quisiéramos dar un paso más y tratáramos de ambientarnos en lo que fue realmente el templo de Jerusalén, tendríamos que hablar de los sacerdotes, de los sacrificios, de la vida diaria en el templo. Aún así, para una persona occidental de nuestros días, acostumbrada al culto en las iglesias e incluso al de las sinagogas y mezquitas, le es muy difícil hacerse una idea cabal del ambiente de un lugar sagrado antiguo al estilo del templo jerosolimitano. Quien tenga experiencias de ceremonias religiosas muy distintas a las nuestras, como las que se realizan en los templos de la India o del Tibet, quizá esté más preparado para entender lo que era uno de estos templos antiguos, como el de Jerusalén, con su característico trasiego de gentes, ofrendas, músicas... aunque aún así se le escape la experiencia de lo que suponían los sacrificios cruentos.
En todo caso, junto a la descripción del templo que hemos presentado y a la contemplación de las actividades en él desarrolladas, que hemos supuesto, sería necesario hacer un esfuerzo suplementario para tratar de ambientarnos más, aplicando, además de la vista, otros sentidos. En el templo de Jerusalén de la época herodiana la música era un elemento importantísimo, que se destacaba incluso por encima del griterío de la inmensa multitud, que con frecuencia abarrotaba las distintas dependencias del lugar sagrado. Ante todo, destacaba el sonido grave y penetrante de las trompetas, tanto metálicas como de cuerno de cápridos (sofar), que hacían sonar los sacerdotes durante las celebraciones litúrgicas. Además había coros de levitas que entonaban bellas canciones vocales, muchas veces acompañadas por multitud de instrumentos de cuerda (cítaras, arpas...), así como por otros de percusión, tanto tamboriles y panderos, como címbalos o platillos.
Pero quizás esta visión apoteósica de monumentales edificios recubiertos de oro, con vistosas ceremonias sacerdotales, sonidos de trompetas y cánticos, tendría que atemperarse con otras sensaciones, menos gratas para nuestros gustos occidentales. El santuario debía despedir hacia el exterior un fortísimo olor
a incienso. En el interior y durante las oblaciones de la mañana y de la tarde, la humareda provocada por la quema del abundante incienso sobre el altar no sólo tenía que dañar la garganta de los sacerdotes oferentes, sino incluso provocar en ellos mareos a veces con la pérdida del conocimiento, lo que favorecía las posibles visiones sobrenaturales, de las que nos hablan las fuentes literarias de la época, como Josefo (Ant. XIII, 10,3) y los evangelios (Lc 1,5-23).
Por el exterior del santuario, tanto en el Atrio de los Sacerdotes y de Israel, como incluso en el de las Mujeres, debía extenderse un repulsivo olor a sangre de tantos animales descuartizados, así como el no menos desagradable olor a carne quemada. Téngase en cuenta, por ejemplo, que en la Pascua el número de víctimas sacrificadas, según nos cuenta Josefo, se elevaba a más de 250.000 (Bell. Iud. VI, 422). Aunque, como sucede con las cifras dadas por este autor, debamos restringirlas dividiéndolas por 10 para llegar a un número más verosímil, ello supone en cualquier caso que el templo era escenario de una verdadera carnicería con todas sus consecuencias. Esto no sólo provocaría olores no gratos para nuestra sensibilidad, sino la consiguiente concentración de verdaderos enjambres de moscas, sobre todo en verano, plaga que no se vería suficientemente compensada por la abundancia de humo que, a su vez, molestaría los ojos y la garganta de las innumerables personas concentradas en el templo.
Estas consideraciones y otras que pudiéramos añadir, constituyen el contrapunto realista del fantástico espectáculo del templo de Jerusalén en la época de Jesús. Sería también necesario estudiar el conjunto de sensaciones de todo tipo, que provocaría nuestra estancia no sólo en el templo, sino en otros lugares de la Jerusalén herodiana. Todo, como un esfuerzo de aproximación integral a la ciudad que amaba Jesús, con sus luces y sombras, con su espectacular grandiosidad y con sus insoslayables miserias. Tras innumerables estudios y experiencias cada vez estamos en mejores condiciones para comprenderlo y para retroceder virtualmente en el tiempo y situar a Jesús en su verdadero ambiente histórico. Lo que aquí hemos intentado dibujar no es más que un esbozo que ayude a descubrir la Tierra de Jesús en los días en que el Maestro predicaba el evangelio, destinado a cambiar la faz del mundo y el rumbo de la historia hace ahora 2.000 años.