Tomás Melendo
1. La paradoja de la felicidad humana
Sociedad del bienestar, ¿sociedad feliz?
Entre las denominaciones que recibe la sociedad contemporánea, existe una muy difundida y altamente reveladora respecto al problema que pretendemos acometer. Me refiero a su calificación como «sociedad del bienestar» Porque es cierto que, en líneas generales, y al menos en lo que respecta a Occidente, la civilización contemporánea ha alcanzado unas cotas de satisfacción de las necesidades materiales ineludibles, y un grado tal de satisfacción de las superfluas, que, desde su propia perspectiva, nunca hasta el presente se había dado una situación tan favorable para la instauración universal de la felicidad. Sin ninguna duda, cabría matizar el cuadro; podría objetarse, por ejemplo, que existen hoy amplísimos sectores de la población a los que la abundancia general apenas si llega, que las desigualdades entre los hombres se han acentuado, también, en proporciones no alcanzadas en ningún otro momento histórico. Pero mucho más significativo resulta comprobar que incluso aquellos a los que alcanzan todas las ventajas de la civilización actual, incluso aquellos que gozan de todos los privilegios del mundo presente... distan mucho de sentirse dichosas.
¿Índices generales de infelicidad en nuestra cultura?
En primer término, el incremento espectacular del número de suicidios, particularmente en los países que se consideran más desarrollados.
Después, el progresivo y a veces galopante aumento de los divorcios: favorecido sin duda por un relajamiento de las leyes que impedían la disolución del vínculo y por un cierto descrédito de la misma institución conyugal, pero exponente claro, en cualquier caso, de que una altísima proporción de los casados no encuentran la felicidad en aquel ámbito en el que, primordialmente, pensaban deberla obtener: en el seno del matrimonio.
En tercer lugar, la indudable proliferación de enfermedades psíquicas, muchas de ellas según explica y comprueba la moderna psiquiatría producidas precisamente por una suerte de hastío ante la vida, por una especie de desilusión perenne y pronunciada, que Viktor Frankl ha tipificado como «vacío existencial».
Por fin, y la enumeración en ningún momento ha pretendido ser exhaustiva, el recurso indiscriminado al sexo con todas las posibles variantes antinaturales y de promiscuidad y a la droga: manifestaciones especialmente reveladoras por cuanto en ellas se pretende conseguir, justamente, una especie de lenitivo, un escape a la propia desdicha, o, si se prefiere expresarlo de forma positiva, un sustituto más o menos artificial de la felicidad inalcanzada.
Porque, obsérvese bien: lo más característico de todas estas situaciones, y de otras muchas que podrían describirse, es que con ellas se persigue, de manera explícita y directa, y en ocasiones obsesiva y enconada, precisamente la consecución de la felicidad. Como veremos, no siempre ha sido así. Ha habido épocas históricas mucho menos preocupadas enfermizamente preocupadas por la propia dicha. Por eso decíamos que la denominación de «sociedad del bienestar» resulta tan reveladora. Porque los síntomas a que acabamos de referirnos proliferan, justamente, en una cultura que, como pocas, se empeña en una lucha obstinada por conquistar la propia fortuna.
De ahí que el diagnóstico no acabe de ser acertado hasta que no ponga de manifiesto que, en el mundo contemporáneo coexisten, de forma más o menos pacífica pero siempre desgarrada, una pasión por la felicidad desconocida hasta el presente, y una generalizada insatisfacción sólo comparable, en intensidad y difusión, a la misma magnitud con que se rastrea el bienestar.
La pregunta que surge es evidente: ¿no existirá alguna relación entre la obcecada fijación en la búsqueda del placer y el desencanto imperante en numerosísimos exponentes de la sociedad que nos acoge?
Una paradoja comprobada
La filosofía tradicional podría ayudarnos a responder a este interrogante. Porque, en relación con el tema que nos ocupa, hace ya muchos siglos que formuló dos leyes antropológicas elementales. La primera en la actualidad mal interpretada, como veremos se remonta por lo menos hasta Aristóteles, y sostiene que todo hombre aspira naturalmente a ser feliz: todos, con independencia de la propia condición, edad o rango social, deseamos, invariablemente, ser felices.
La segunda verdad, mucho más interesante para nuestro propósito, es menos conocida. En términos estrictamente filosóficos cabría formularla así: ni la felicidad, ni la dicha, ni el gozo, el placer o cualquiera de esas realidades que gratifican nuestra existencia, pueden constituirse en objetivo real expreso y directo de una intención humana. Es decir, que ni la felicidad ni ninguno de sus hermanos menores, como la alegría o el deleite, pueden eficazmente buscarse por sí mismos, sino que han de sobrevenir, siempre, como algo añadido, como un venturoso corolario, como una consecuencia.
¿Siempre?
La verdad es que no. Lo que cabría calificar como placeres más menudos y materiales esos que nos presenta incesantemente la sociedad de consumo pueden, en efecto, ser provocados y convertidos en un término explícito de una intención. Ése es el motivo cardinal del ofuscamiento de nuestros contemporáneos, ése es el gran espejismo.
Efectivamente, deleites como los de la comida o la bebida, o los derivados de la acumulación de enseres, responden al mecanismo del «estímulo respuesta»: la incitación artificial se pasa a la satisfacción también inducida, para de nuevo comenzar el ciclo. Pero, vamos a reconocerlo: la fruición engendrada por este sistema resulta bastante efímera y superficial. Además, y ésta sería la clave de todo el asunto, el procedimiento de la «búsqueda directa» falla estrepitosamente conforme nos elevamos en la jerarquía de los gozos y venturas: ¿quién no ha fracasado, por ejemplo, al intentar recuperar, «a fuerza de brazos», la más elemental de las alegrías, cuando lo embargaba un sentimiento de tristeza o, simplemente, estaba de mal humor?
¡Pues no digamos nada si lo que se procura, así, sin más, es ser feliz!
Al advertirlo, no deberíamos sentir extrañeza, pues esta paradoja no resulta exclusiva de la felicidad y sus aledaños. Muchas otras realidades humanas obedecen a la misma ley fundamental y rigurosa: sólo se consiguen cuando explícitamente no se las persigue. Entre los casos más obvios, y cada día por desgracia más frecuentes, se cuenta el sueño en una noche de insomnio: la mejor manera de nunca llegar a conciliarlo consiste en fijar obsesivamente la atención en nuestra desdicha, y empeñarnos por todos los medios en caer en los brazos de Morfeo. En la misma línea, el fracaso más rotundo acompañara a un tartamudo o a una persona tímida cuando pretendan a toda costa ocultar sus balbuceos o impedir que se le suban los colores. Veremos más adelante, por seguir con los ejemplos, que algo muy semejante ocurre con el deleite sexual cumplido. E incluso cabria enumerar, entre las realidades del mismo tipo, a los beneficios en cualquier empresa económica; también ellos son una «venturosa consecuencia», más fácilmente alcanzable cuando se centra el interés, y los esfuerzos, en otros factores, como la exquisita atención al cliente, la promoción humana de los propios trabajadores o la acentuada calidad del producto.
La felicidad, recompensa no buscada
Pero volvamos a la felicidad y a la alegría. Y no sólo porque constituyen nuestro objeto de consideración, sino porque quizá en ninguna otra realidad humana se encarna con mayor rigor la índole y condición de consecuencias no perseguidas, de efectos secundarios no buscados, de estrictas e inmerecidas recompensas. Josef Pieper, filósofo alemán contemporáneo, ha sabido expresarlo con extrema claridad: «Puesto que nos movemos hacia la felicidad en una ciega búsqueda escribe, siempre que llegamos a ser felices nos sucede algo imprevisto, algo que no podíamos prever y que, por tanto, permanece sustraído a toda planificación y proyecto. La felicidad es esencialmente un regalo.»
Irá quedando claro, conforme avancemos en nuestro escrito, el sentido en que debe entenderse que la búsqueda de la felicidad es ciega. Por ahora nos basta advertir, de acuerdo con la experiencia más universal y cotidiana, que los hilos del propio contento no se encuentran por completo en nuestras manos; que con la propia dicha nos enfrentamos como con esos objetivos que no dependen directamente de nuestro esfuerzo; que muchas veces no sabemos determinar, ni siquiera de forma aproximada, los motivos de nuestro regocijo o, en el extremo opuesto, de nuestros malhumores, depresiones o desánimos. Pero, sobre todo, me interesa subrayar, apelando de nuevo a lo que experimentamos de continuo, que, especialmente en los estados de exaltación más hondamente humanos, en las alegrías más entrañables y profundas, el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como algo radicalmente gratuito, como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos merecer.
Que es lo que, de manera extremadamente intuitiva y sin duda bellísima, dejó escrito Pedro Salinas en La voz a ti debida, el más grande poema amoroso del siglo XX:
«Y súbita, de pronto, porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso, vino.
Tan vertical, tan gracia inesperada, tan dádiva caída, que no puedo creer que sea para mí.»
Lo confirma la psiquiatría
Mas no se trata sólo de poetas o filósofos. En los últimos tiempos las verdades a que me vengo refiriendo han obtenido un refrendo decisivo por parte de la psiquiatría más avanzada. Por ejemplo, como fruto de numerosos trabajos experimentales, y de un dilatado y fecundo ejercicio de su profesión, Viktor Frankl, ex discípulo de Freud y creador de la logoterapia, pudo sostener:
«El placer no puede intentarse nunca como fin último y en sí mismo, sino que sólo llega a producirse, propiamente hablando, en el sentido de un efecto, de forma espontánea, es decir, justo cuando no es directamente buscado. Al contrario, cuanto más se busca el placer en sí, más se pierde.»
A lo que añade un eminente psiquiatra español contemporáneo, Cardona:
«La felicidad, en cualquiera de sus formas, desde la más sensitiva, como el placer, a las más trascendentes, como el éxtasis, es consecuencia de una actitud vital no directamente polarizada hacia ella mediante un afán y búsqueda intencional. La cualidad autotrascendente de la existencia humana da lugar a un hecho que el clínico puede observar día tras día, esto es, que el principio del placer es en realidad autodestructor.
En otros términos, la búsqueda de la felicidad es autodestructora: constituye una contradicción en sí misma. Me atrevo a decir que precisamente en la medida en que el individuo empieza a buscar directamente la felicidad o a esforzarse por conseguirla, exactamente en la misma medida no puede alcanzarla. Cuanto más se esfuerza por lograrla, tanto menos la consigue.»
Desventuradamente, y como antes sugeríamos, toda una categoría de neuróticos lo tiene bien experimentado: con el mismo ahínco con que hacen de su bienestar enfermizo el objetivo, supremo y explícitamente perseguido de toda su existencia, en esa misma proporción, digo, se transforman en unos perennes descontentos, en unos eternos desgraciados.
¿No tiene nada que aprender, con todo ello la sociedad contemporánea? ¿No dependerá en buena parte su innegable falta de salud mental, el galopante incremento de los trastornos psíquicos, del desenfreno impenitente con que hoy se persigue el placer y la felicidad? ¿No serán éstas las mismas causas radicales de los otros síntomas que al principio apuntábamos: divorcio, suicidio, recurso in extremis al sexo y a la droga? No olvidemos que, en los ultimísimos tiempos, una de las corrientes más significativas del pensamiento contemporáneo la filosofía postmoderna ha propuesto seriamente, como ideal de vida, el «egoísmo racional».
¿No significa nada esta invitación? Acaso haya llegado por contraste la hora de que todos reflexionemos detenidamente sobre las conocidísimas palabras de Sorën Kierkegaard:
«Por desgracia, la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro»; quien se empeña en empujar en ese sentido sólo consigue cerrarla con más fuerza; «la puerta de la felicidad se abre hacia fuera», hacia los otros.
2. Para deshacer la paradoja
El «efecto» felicidad
Acabamos de comprobar cómo la conquista humana de la felicidad entraña una notable paradoja: cuanto más se empeña uno en conseguirla, transformándola en objeto explícito e inmediato de afanosa búsqueda, más parece alejarse de nuestras manos y convertirse en término de nostalgia siempre insatisfecha. Corresponde ahora esclarecer los motivos de esta especie de contradicción: averiguar las razones que hacen de la propia dicha una realidad escurridiza; más, justamente, cuanto más estrechamos el cerco en torno a ella.
En este caso, comenzaremos acudiendo al testimonio de los psiquiatras, para después investigar las claves filosóficas del problema. Y apelaremos con frecuencia al placer sexual, porque éste por razones obvias, si atendemos a la configuración de la civilización en que vivimos es el campo donde con más insistencia se han estudiado los «mecanismos» del placer.
Al respecto, sostiene de nuevo Viktor Frankl:
«En la experiencia clínica diaria se advierte una y otra vez que es cabalmente la desviación del fundamento de la felicidad lo que impide a los neuróticos sexuales alcanzar la felicidad. En vez de hacer me el placer sea lo que debe ser, si se quiere que llegue a producirse, es decir, un resultado un efecto secundario que surge del sentido cumplido y del ser encontrado, se convierte en objetivo único de una intención forzada, de una hiperintención. Pero en la medida en que el neurótico se preocupa del placer, pierde de vista el fundamento del placer, y ya no puede darse el efecto placer.»
Lo que esta cita revela patentemente es que la felicidad y el placer son un «efecto», y que ese efecto tiene un «fundamento». Y además éste sería el punto clave, que el efecto sólo se consigue a través del fundamento. Cualquier otro procedimiento resulta inútil. En la vida de relación sexual que es, repito, el ámbito donde nuestro problema ha sido más extensamente estudiado, la cuestión no puede ser más evidente. Porque y queremos que quede claro la situación descrita por Frankl no sólo es aplicable al más o menos restringido grupo de los neuróticos. Ni mucho menos. La vida sexual entre no perturbados se rige por leyes esencialmente idénticas: en la proporción en que se persigue el afán autogratificante de demostrar la propia capacidad o el surgimiento a ultranza del placer, las relaciones no funcionan; e incluso pueden llegar a inhibirse los mecanismos psicofisiológicos y desactivarse los resortes neurovegetativos que, llevando a cumplimiento la unión, habrían de producir ¡como consecuencia, reitero, como una especie de añadidura! el deleite.
Esto resulta hasta tal punto cierto que, según se desprende de variados análisis experimentales realizados en Estados Unidos, un alto porcentaje de las personas que padecen frigidez o impotencia generan su propio mal por un proceso que los expertos denominan «hiperintención» o «hiperreflexión»: es decir, por una excesiva solicitud, por un empeño desproporcionado, en la prosecución del bienestar.
Como es obvio, la cuestión no se limita al dominio de las relaciones corporales íntimas. En todos los ámbitos en los que gravita la felicidad se encuentra vigente la misma y fundamental ley: lo que la psiquiatría contemporánea ha demostrado experimentalmente es que, si nos obsesionamos por alcanzar la dicha, en cualquiera de sus manifestaciones, jamás la conseguiremos.
En un libro fundamental para nuestro asunto <i>La depresión, psicopatología de la alegría</i>, comentando las ideas de Frankl antes citadas, se insiste en que la felicidad se obtiene siempre per effectum, como un corolario inesperado, y nunca per intentionem, como término directo de una búsqueda.
Y explica los motivos de este hecho. La clave, como sugeríamos, consiste en advertir que el advenimiento del gozo, de cualquier deleite de cierta envergadura, pasa necesariamente por la consecución de ese estado de plenitud que se configura como su fundamento. Eliminado éste, no resulta posible la llegada de aquél; sustraído el principio, desaparece inevitablemente la consecuencia: pues ambas realidades se encuentran trabadas como el efecto que deriva naturalmente de un principio, y sólo de él, y esa misma causa que lo genera. Teniendo esto ante los ojos, no resulta difícil explicar por qué, al perseguir directamente la dicha, ésta se escapa de nuestras manos: como la felicidad no se identifica con su causa, y como los esfuerzos humanos se polarizan forzosamente en una única dirección, en la medida en que dirijo mi atención y mis ansias hacia la delectación o el placer, no puedo encaminarlos hacia su fundamento, hacia su insoslayable origen; sino que, al contrario, me aparto de ellos; y entonces, es imposible que se produzca como un resultado, que es la única manera de producirse el efecto felicidad.
El «fundamento» de la felicidad
Todo esto podría llevamos a pensar que basta con dejar de perseguir expresamente la propia felicidad para que ésta llame con insistencia a nuestras puertas; que sería suficiente con no obstinarse en ser feliz, con olvidarse de la propia dicha, para efectivamente lograrla. Más adelante expondré cuánto pudiera haber de cierto en semejante planteamiento. Por ahora, parece necesario enfrentarse con la cuestión dando un rodeo. Admitido como hay que admitir que la felicidad sea una consecuencia, alguien tendrá que explicarnos: consecuencia... ¿de qué? Lo que, expresado con terminología más cercana a cuanto hemos analizado hasta el momento, equivaldría a lo siguiente: ¿cuál es el fundamento de la felicidad?
En el intento de contestar a este interrogante, acabaremos de desentrañar la paradoja en la que, por lo que atañe a nuestro tema, se debate la civilización contemporánea. Y, para ello, como anunciábamos, acudiremos de nuevo a la filosofía. En relación al tema que nos ocupa, la mejor tradición del pensamiento occidental, representada egregiamente por Santo Tomás de Aquino, distinguía entre dos elementos fundamentales:
1) por una parte, la perfección que alcanza el ser humano, en los distintos ámbitos en que se despliegue su existencia, cuando consigue un determinado bien o fin;
2) por otra, el gozo o delectación que se deriva de semejante conquista. Lo primero la perfección constituye un bien que, al menos desde determinado punto de vista, cabría calificar como objetivo o, mejor, como ontológico o constitutivo. Lo segundo el placer, en sus más variadas modalidades: desde el deleite fisiológico hasta la felicidad más espiritual y plena no es sino la resonancia subjetiva de la perfección conquistada: nada más.
Perfección objetiva, por tanto, y consecuente delectación subjetiva: tal vez esta distinción filosófica nos ayude a entender, con mayor profundidad que hasta el momento, lo que antes considerábamos desde la perspectiva de la psiquiatría. El deleite, cualquier placer, no puede conseguirse de manera directa porque, por su misma índole, se configura como la «secuela», subjetivamente experimentada, de una cierta plenitud. De manera semejante a como el dolor fisiológico constituye un síntoma, una suerte de aviso de que algo anda mal en nuestro organismo, el gozo también el espiritual es una especie de señal de que se ha alcanzado un bien: la impresión subjetiva que resulta de la perfección conquistada. Es evidente, entonces, que la delectación va a remolque del bien objetivo, de la perfección. Por consiguiente, empeñarse en generarla de forma directa, prescindiendo de la plenitud de que deriva, es condenarse, irremediablemente, al más rotundo de los fracasos. Incluso en el caso de que, de manera más o menos artificial la droga, por ejemplo, lograra suscitarse el placer, se estaría caminando directamente contra el orden de la naturaleza: se introducirla una radical contrahechura en lo más intimo de la esencia humana, y el resultado final no podría ser otro que la destrucción del mismo ser del hombre, manifestada frecuentemente por medio de perturbaciones psíquicas, y siempre, por una fundamental infelicidad. Invertir la secuencia de las relaciones entre perfección y dicha o, mejor, intentar engendrar esta segunda prescindiendo del bien que la provoca, o sustituyéndolo por un bien sólo aparente es, en el más estricto de los sentidos, obrar contra natura. Y esto no puede hacerse impunemente.
El refrendo de la ciencia
A este respecto, las más modernas investigaciones realizadas por los científicos a propósito de la droga resultan sumamente ilustrativas. Cuando Cardona resume los fundamentos fisiológicos de la adicción a la droga, se refiere a una extraña paradoja, que él mismo califica así «El placer, causa del dolor.»
Explica después y cito casi textualmente que el cerebro humano está integrado por dos hemicerebros:
a) el cerebro primigenio, o paleocórtex, que constituye el núcleo regulador de la vida emocional y afectiva, y en el que se encuentra lo que podríamos denominar «centro del placer»; y b) el otro hemicerebro, el neocórtex o cerebro nuevo, que es el específico del ser humano, y que interviene instrumentalmente en la elaboración del pensamiento racional y en la volición.
El centro del placer lo que ahora nos interesa puede ser activado de dos modos: directa o indirectamente.
La acción de la droga constituye el paradigma de estimulación directa: la substancia química impregna de forma inmediata los núcleos del placer, y casi instantáneamente se producen la euforia y el bienestar interiores; pero la estimulación continuada, sin pausa y sin mesura de este centro lleva a su agotamiento y exige cantidades cada vez mayores de estupefacientes o drogas cada vez más fuertes, hasta llegar a la saturación y ruina de las estructuras nerviosas.
La otra vía de estimulación la indirecta es más fisiológica y natural. El estímulo parte del cerebro propiamente humano y, a través de las conexiones que los unen, llega hasta el paleocórtex o cerebro primigenio, donde activa el centro de recompensa cerebral (y ahora sí que puede hablarse propiamente de recompensa). Todos los nobles esfuerzos humanos —profesionales, artísticos, deportivos, religiosos..., cuando desembocan en «misión cumplida», emiten al cerebro inferior estímulos que alcanzan y hacen resonar el centro de recompensa cerebral: y éste responde proporcionando el gozo genuinamente humano de la satisfacción tras las realización física, intelectual o incluso espiritual.
Comparemos estas dos vías de producción de deleite: la directa e inmediata de la droga, y la indirecta y más larga, consiguiente a un esfuerzo noble y legítimo. A primera vista, esta última lleva la peor parte, por su más difícil despliegue y porque exige un forcejeo previo. La droga, en cambio, conmociona y hace vibrar de inmediato los centros del placer. Pero a medio y a largo plazo la situación se invierte pues, agotados por la acción del tóxico, los núcleos de gratificación se tornan también incapaces de vibrar por las vías normales de inducción desde el cerebro superior. Por eso el drogadicto pierde la capacidad de «ser recompensado» por cualquiera de los grandes deberes o creaciones espirituales que proporcionan satisfacción al hombre. Todos los intereses humanos significan poco para él, o por lo menos no le causan el gozo que le podrían producir, porque esa remuneración de la «tarea cumplida» la logran, acrecentada, con el tóxico y sin esfuerzo alguno. Para el drogadicto, por estos mecanismos fisiopatológicos que describimos, el trabajo, el estudio, la lucha por la vida, «no le merecen la pena»; la satisfacción que le podrán dar y que ya no pueden darle la tienen al alcance de la mano simplemente con un pinchazo de heroína o una toma de hachís. Sólo que esa toma repetida del tóxico agotará y anulará a la larga el placer, y lo sumirá en un infierno de incapacidad para el goce, en el más completo deterioro de salud y en una profunda tristeza.
El gran equívoco
Las más modernas investigaciones científicas confirman, pues, lo que intuía ya la filosofía de siempre: que la búsqueda directa del deleite encierra un contrasentido y acaba por transformarse en su contrario: la desdicha. Y, de manera más o menos expresa, esos estudios distinguen también entre el fundamento del gozo y el gozo mismo, derivado de la realización de ese fundamento. Referidos más en concreto al problema de la felicidad como bien sumo, encontramos en Santo Tomás de Aquino, matizados, esos dos mismos componentes:
1) en primer término, la consecución de un bien, que ahora por tratarse específicamente de la felicidad o dicha consumada será el bien o fin último, radical;
2) en segunda instancia, la satisfacción subjetiva que sigue esa plenitud, y que ahora, consecuentemente, será la dicha máxima, absoluta, sin mezcla alguna de aflicción.
Pero lo que más me interesa resaltar, por la importancia intrínseca y porque, sin duda, producirá extrañeza en quienes me leen, es que, para los pensadores clásicos, la felicidad no estaba esencialmente constituida por el segundo de estos elementos que ellos denominaban delectatio o gaudium, y que nosotros traduciríamos como gozo, delectación, dicha o placer, sino por el primero: la perfección. Aunque pueda parecernos asombroso, al hablar de un hombre feliz ni Tomás de Aquino ni sus contemporáneos aludían directa o inmediatamente de manera esencial a la dicha de una persona, sino a su plenitud en cuanto hombre. No a ese «estar bien en su propia piel», hoy tan traído y llevado, sino a su progreso objetivo como persona humana.
Primordialmente, la felicidad consistía en la adeptio boni seu ultimi finis, en la conquista del bien o fin último y, por consiguiente, en la propia perfección terminal, por cuanto el último fin era ese bien perfecto que «completaba» a quien lo conseguía (bonum perfectum et completivum sui).
Hoy no. Hoy las cosas han cambiado radicalmente, como consecuencia del profundísimo proceso de, inmanentización o subjetivización a que se ha visto sometida nuestra cultura en los tres o cuatro últimos siglos. Hoy, cuando una persona se queja de que no es feliz, apela normalmente a un estado subjetivo de insatisfacción más o menos acentuada: la vida que lleva, el trabajo que realiza, las personas con quienes se relaciona, los bienes que consume y de los que disfruta, no consiguen proporcionarle el placer, la dicha, a los que tiene derecho.
Porque ésta seria una segunda gran diferencia entre el planteamiento tradicional y el contemporáneo. Cuando los discípulos medievales de Aristóteles hablaban de la tendencia natural de todo hombre a ser feliz, entendían la conquista de la perfección última como un deber que afecta naturalmente a cualquier ser humano, obligándole a dirigir todos sus esfuerzos hacia el logro de la plenitud en que la felicidad esencialmente consistía. En la actualidad, lo que se reivindica de continuo es el derecho a ser feliz, dichoso; y toda la existencia se encamina en pos de la felicidad, entendida como gozo. Pero se olvida por completo la índole de efecto que corresponde a esa delectación. Y como tampoco se considera seriamente la obligación de perfeccionarse, resulta imposible que sobrevenga esa dicha que, según su naturaleza más íntima, no constituye sino una consecuencia de la propia mejora.
Y no es eso lo peor. Por una parte, al concebir la felicidad placer como un «derecho natural», debido a toda persona por el simple hecho de serlo, el no conseguirla se vivencia como «injusticia», y genera un continuo sentimiento de frustración, que incrementa ulterior e inevitablemente la propia infelicidad. Por otra, y esto sería lo más decisivo, la persecución del propio gozo como objetivo supremo resulta como veremos más adelante frontalmente incompatible con la efectiva conquista de la plenitud real, constitutiva: de esa que colma al hombre como hombre; en consecuencia, en la medida en que nuestros conciudadanos persiguen de forma directa su dicha, descuidan inevitablemente o incluso impiden el logro de la propia perfección y, por ende, la satisfacción que de ella se derivaría.
De esta suerte, el gran equívoco de la civilización contemporánea consiste en haber tergiversado el sentido radical de la felicidad, que ya no alude directamente a un estado de perfección, consecutivo a la conquista de un bien, sino a una impresión subjetiva, que pretende alcanzarse con independencia del propio progreso. Hasta qué punto este planteamiento trastocado resulte lesivo para la consecución del objetivo que se propone vivir dichosos, es algo que están experimentando dolorosamente, en su propia carne, una buena porción de nuestros contemporáneos.
3. Amor y perfeccionamiento humano
El fin último del hombre
Emboquemos nosotros un camino distinto. Y, puesto que las enseñanzas de los clásicos nos acaban de demostrar que, para resolver con eficacia el problema de la felicidad, tal como lo entienden nuestros conciudadanos, es necesario interrogarse previamente por la cuestión del perfeccionamiento humano, planteemos con decisión la tradicional pregunta: ¿cuál es el fin último del hombre?, ¿cómo alcanza éste su plenitud conclusiva y por qué medios se acerca a ella?
Desde el punto de vista teológico, estos interrogantes tienen una respuesta muy clara: el amor. Ése es el destino terminal de toda persona humana. «Para este fin de amor somos creados», afirma escueta y tajantemente San Juan de la Cruz. Y lo mismo podría colegirse desde la perspectiva estrictamente filosófica, acudiendo al análisis más radical que cabe llevar a cabo para dilucidar nuestro asunto: el del objetivo último y definitivo de la creación, considerada en su conjunto.
La mejor filosofía de todos los tiempos nos enseña que, siendo Dios la plenitud autosubsistente de Ser y de Perfección, nada propio podía ganar al conferir existencia al conjunto de las criaturas. Pero, no teniendo posibilidad de incrementar su propio bien, lo único que podía moverle era el bien ajeno, el bien de lo creado. Y como buscar el bien de los otros es en el sentido más cabal del término amarlos, fue necesariamente el amor lo que impulsó a Dios a extraer de la nada, con su potencia infinita, la armonía pluriforme que constituye nuestro mundo. Pero acabamos de ver que en este contexto, como en cualquier otro, amar no es sino buscar el bien para el amado. En el caso de Dios, autosuficiente y omnipotente, amar significaba, en primer término, conferir la existencia a aquellos seres a los que deseaba comunicar su bondad; y, después, hacerles partícipes, de su propia plenitud y de su propia dicha, en la mayor medida en que esto fuera posible.
Ahora bien, siguiendo con esta lógica la del amor infinito y sobreabundante, compartir al máximo la propia beatitud equivalía a crear realidades personales, es decir, libres y, por eso, capaces de amar. Pues, en efecto, el mayor don que Dios puede transmitir a una criatura es el de introducirla en esa corriente de Amor infinito que constituye formalmente el mismo Ser divino; con términos más sencillos: la máxima perfección y la más completa ventura que alguien puede conseguir es la de amar en plenitud a lo más digno de ser amado, es decir, a Dios. En consecuencia, y sin que esto signifique poner en entredicho la absoluta libertad de la actuación divina creadora, habrá que decir, con San Agustín y Santo Tomás: supuesta en Dios la libre voluntad de crear, era muy conveniente que diera el ser a realidades capaces de elevarse hasta Él por el conocimiento y el amor, era «necesario» que creara personas.
Pero estas observaciones aparentemente generales nos sitúan ante la clave que permite discernir, junto con su naturaleza más íntima, el destino terminal del ser humano, lo que lo colma plenamente y constituye, en consecuencia, la raíz de su felicidad. En efecto, lo más definitorio del hombre, lo que explica las fibras más hondamente constitutivas de su ser, radica en su capacidad de ser amado
¡Dios lo ha considerado digno de su amor infinito! y, más aún, en su correlativa capacidad de amar. Por consiguiente, la mejor manera de esclarecer el fin radical ontológico de la persona humana, la raíz de su perfección última y cabal, consiste en advertir que el Absoluto ¡todo un Absoluto! la ha conceptuado digna de su amor, destinándola, al crearla, a ser un interlocutor del Amor divino por toda la eternidad Ahí se encuentra, repito, el fondo más cardinal y la explicación postrera y definitiva de lo que constituye a la persona humana. El hombre es, radical y terminalmente, un serpara el Amor. En el amor encuentra su cumplimiento último, su perfección decisiva... y el fundamento de su felicidad.
Con la profundidad y el vigor que le caracterizan, Carlos Cardona ha resumido toda esta doctrina, al escribir: «Dios obra por amor, pone el amor, y quiere sólo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad (... ). Así, al Deus caritas est del evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa.» Dios es Amor. Y el hombre, creado a su imagen y semejanza, encuentra toda su razón de ser en el amor. Proviene del amor: del Amor divino, que le da amorosamente el ser, que lo crea. Se dirige al amor: al Amor de Dios, como fin último de toda su existencia. Crece, se perfecciona en cuanto hombre, por el amor: por el amor a Dios y a los hombres, sus semejantes, también ellos principios y términos de amor. El hombre es desde el Amor, por el amor y para el Amor. El hombre es, particularmente, amor.
El amor, constitutivo radical del ser humano
Esta conclusión reviste tal importancia para nuestro estudio, que quizá sea conveniente apuntalarla desde otra perspectiva: la que esclarece la naturaleza específica del hombre contraponiéndolo al resto de los animales. Dentro del planteamiento a que antes nos hemos referido, Santo Tomás afirma que «la felicidad es el bien propio del hombre»: analizar lo peculiar y característico del ser humano, lo que lo eleva sobre los meros irracionales, representa, por consiguiente, una manera inmejorable de introducirnos hasta el corazón mismo de los resortes que le aseguran la dicha.
Acudiremos, para descubrirlos, a doctrinas conocidas, que enlazan a Aristóteles y la tradición medieval aristotélica con la antropología fenomenológica de nuestro siglo: Gehlen y Plessner, por citar sólo dos nombres. Estos últimos han expresado la discrepancia entre el hombre y los animales diciendo que el animal tiene perimundo (Umwelt), mientras que el hombre tiene mundo (Welt). Con palabras muy sencillas, que no pueden evitar por completo los tecnicismos filosóficos, esto quiere decir que el animal es radicalmente incapaz de conocer aquellas realidades, y aquellas facetas de la realidad, que carecen de un significado inmediato para su dotación instintiva, al no resultarle ni beneficiosas ni dañinas. No se trata sólo de que no «le interese», sino que ni tan siquiera percibe cuanto no se relaciona de forma directa con su bienestar.
Es decir, capta sólo algunos de los seres que lo rodean y, dentro de, ese ámbito limitado, sólo advierte los aspectos que, como decía, guardan alguna correlación con su haz de instintos (y esa doble limitación determina su perimundo).
El animal es, así, una realidad totalmente dominada por sus instintos. Y esto configura cardinalmente su conducta, tornándolos si se me da licencia para utilizar este antropomorfismo constitutivamente egoístas. Los animales irracionales se moverán siempre en pos del propio bien, del de cada uno de ellos, e intentarán evitar ¡exclusivamente! el propio mal (también el de cada uno de ellos). Pero el bien en sí o en cuanto tal y, consecuentemente, el bien de los otros en cuanto otros es algo que de ningún modo puede influir en su comportamiento, excepto en la medida misma en que se encuentre incrustado en su propia carga de instintos, configurándose, de esta suerte, como un nuevo bien o mal propios, particulares, puntiformes. Insisto: desde el punto de vista ontológico, el animal queda definido por su condición estrictamente «egoísta».
No sucede lo mismo al ser humano. El hombre, tal como lo caracterizan radicalmente San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino, es un ser capaz de captar al ente como tal o, si se prefiere, a la realidad como es en sí y no forzosamente en dependencia del daño o provecho que a él pueda ocasionarle. Por eso afirman estos autores que es capax entis, apto para aprehender la condición de realidad «objetiva» que constituye a cuanto lo circunda (y a él mismo). Pues bien y nos estamos acercando a la conclusión absolutamente decisiva para todo cuanto llevamos entre manos, a ese rasgo que configura al hombre como tal, distinguiéndolo de los demás animales y señalando el camino de su perfección y de su felicidad: en la misma medida en que resulta capax entis, el ser humano se configura también como capax boni como «abierto» al bien real, objetivo: relativizando o poniendo entre paréntesis el bien propio y privado que reclaman sus «instintos», el ser humano puede conocer y querer el bien en cuanto tal, el bien en sí y, por ende, el bien del otro en cuanto otro. Y no sólo puede percibirlo y quererlo, sino procurarlo positivamente y, si se puede hablar así, «construirlo», darle vida.
Constitutivamente, en oposición al animal, el hombre es altruista, está abierto e inclinado hacia el bien de los otros: es decir, sabe y tiende a amar.
En consecuencia, <i>cuando ama, el ser humano se afirma o perfecciona en cuanto hombre, como persona; </i>cuando no ama, cuando no persigue eficazmente el bien de los otros, se embrutece y cosifica, se reduce a una condición cuasianimal. Sólo en el amor, por tanto, encontrará el hombre, junto con su perfección específica y definitivamente humana, su más radical felicidad.
Querer el bien para otro
Ahora bien, nada de esto sería cierto si nos empeñáramos, como hoy se hace, en concebir el amor en el contexto de un sentimentalismo más o menos romántico, de una especie de sensiblería hueca y facilona, o todavía menos en el del placer y el egoísmo. En su sentido más sublime el único apto para asegurar la perfección y la consecuente felicidad, el amor es el acto supremo de la libertad, la actividad reciamente humana por la que una persona elige y realiza el bien de otro en cuanto otro. Refiriéndose a esta modalidad culminante, y como ya hemos sugerido, Aristóteles dice en su Retórica que amar es «querer el bien para otro». Tres elementos primordiales definirían, pues, el auténtico amor, el único capaz de hacemos dichosos.
a) En primer lugar, el querer. Querer, acabo de insinuarlo, es un acto lúcido de la voluntad, que elige libremente; no es, como bien sabemos, el resultado de una apetencia sensible ni, tampoco, de una conveniencia: de un «me gusta», «me apetece», «me interesa». Estas últimas expresiones son más propias de lo que acaece en el animal, en una realidad que —como antes sugeríamos— queda plenamente definida por sus instintos.
El hombre, por el contrario, es capaz de conjugar el «yo quiero» o, en su caso, el «no quiero», también impregnado muchas veces de humana nobleza. Y el querer, aunque no necesariamente esté reñido con esas pulsiones a las que acabo de definir como más propias del hombre en cuanto animal que de sus dimensiones exclusivamente humanas, surge de las facultades que configuran estrictamente al hombre como hombre, como persona: de la inteligencia y de la voluntad. Amar querer es un acto exquisitamente humano, el más humano que cabe efectuar, un acto inteligente, voluntario y responsable, muchas veces esforzado y siempre generoso, liberal, libre.
b)Por otro lado, lo que el amor busca es el bien. Aunque inmediatamente volveremos sobre este punto, dejemos ya constancia de que el bien que se persigue es el bien real, objetivo. Lo que efectivamente perfecciona a la persona a quien se ama. Lo que la torna más hombre, más persona, más libre. Lo que hace predominar en ella lo específicamente humano sobre lo meramente animal: lo que la enseña a amar, a orientar toda su existencia hacia la consecución del bien en sí y del bien de los otros. Lo que la encamina decididamente hacia su destino terminal de amor en el Absoluto.
c)Por fin, el amor busca el bien del otro en cuanto otro. En esta reduplicación en cuanto otro reposa la piedra de toque del verdadero amor: el índice de que efectivamente estamos queriendo bien. Buscamos y realizamos el bien del otro no por motivos subjetivos, personales; sino por él porque es digno de amor. No, por tanto, porque «me apetece» o porque «me interesa»; ni siquiera porque así y sólo así me hago yo bueno, me perfecciono. No. Sólo por ellos, por los demás: porque son merecedores de mi amor. Y lo merecen, esto ya lo sabemos, porque Dios los ha dotado de una capacidad intrínseca de amar, de relativizar sus instintos; porque los ha destinado a mantener con Él, eternamente, un coloquio de Amor infinito.
El amor nos permite descubrir este título sublime de insondable grandeza, hace posible que apreciemos la eminente excelsitud del otro. Y así, un análisis inicial y somero aunque riguroso de ese amor en el que el hombre alcanza su plenitud, su perfeccionamiento como persona, nos pone ya en el camino de lo que asegura su dicha definitiva: la importancia primordial concedida al tú, a los otros, el olvido de sí.
AMOR Y OLVIDO DE SÍ
Esa preeminencia cardinal del otro fundamento inconcuso de la propia felicidad, según veremos acaba de ponerse de manifiesto al analizar con cierto detalle los tres elementos constitutivos del amor. Considerémoslos sucesivamente, comenzando por el primero.
Momento inicial: corroboración en el ser
Preguntábamos antes implícitamente: ¿qué bien hemos de querer para la persona amada? Respondemos ahora de forma sintética: todos los beneficios que deseamos a quienes queremos pueden reducirse a dos: que esa persona sea, y que sea buena; o, si se prefiere, que viva y que alcance la perfección.
Querer bien a alguien, amarlo, supone en primer término la voluntad de que posea el bien primordial, requisito ineludible para cualquier bien ulterior: la vida. Josef Pieper ha expresado con gran hondura y atractivo cómo la manifestación inicial de cualquier amor entre los hombres, el inicio más neto de la existencia de un verdadero querer, consiste en la aprobación, en la confirmación del ser de la persona a quien se quiere. El primer sentimiento que alguien despierta en quien lo ama, la prueba más clara de que está enamorado, podría expresarse con los siguientes términos: «es bueno, muy bueno, que tú existas»; «yo quiero, con todas las fuerzas de mi alma, que tú existas»; «¡qué maravilla que tú hayas sido creado!».
Me interesa poner de manifiesto que semejante confirmación dista mucho de constituir una simple veleidad. Porque el amor hacia la persona querida tiene, efectivamente, la virtud de tornarla «realmente real» para nosotros, de hacer que no nos resulte indiferente, que nos importe, que nos incumba. Para el egoísta, para quien no ama, el resto de las personas es «como si no existieran»; y la cerrazón en el propio yo puede llegar a tanto que, en efecto, elimine a esos «otros» del reino de lo que existe: lo confirman, por desgracia, el exterminio cada vez más frecuente del hijo «no deseado», a través del aborto, el uso generalizado de contraceptivos o los lacerantes casos de eutanasia.
Está claro: si se considera de una manera radical, no amar a una persona equivale a excluirla del banquete de la vida, del reino de los existentes, en lo que a mí atañe ignorándola o en absoluto. Amarla, por el contrario, es confirmarla en su ser, hacer de ella un tú consistente, dotado de densidad, de peso específico.
Conclusión: ya desde su mismo nacimiento, la fuerza irrefrenable del amor obliga a inclinar la balanza en favor de la persona amada, del tú, de los otros.
Segundo momento:deseos de plenitud
Pero decíamos antes que el amor no aspira exclusivamente a que el ser querido viva, sino, en el mejor sentido de la expresión, a que viva bien, a que llegue a la plenitud del propio ser, e alcance su perfección. En este afán, que sean buenos, se resumen todos los bienes que quienes se aman de verdad se desean recíprocamente.
En realidad, atendiendo a la situación con un punto de hondura, el movimiento voluntario por el que se afirma el ser de una persona querida y aquél con el que se desea que obtenga su acabamiento perfectivo son uno y el mismo. Hablando con propiedad, no se puede ratificar el ser de una persona humana sin que —eo ipso— lo estemos deseando, con el mismo vigor con que la confirmamos en la existencia, que adquiera las perfecciones que harán de ella un hombre, una mujer, cabales, cumplidos. Es el mismo acto de amor el que ratifica en el ser a la persona querida y el que la impulsa a avanzar en el camino de su perfección.
Y tampoco ahora se trata de una metáfora. En primer término, el amor hace ver cuál puede ser esa conclusión perfectiva. Por eso, frente a la afirmación popular de que el amor es ciego dotada, sin duda, de cierto fundamento, que todos comprendemos, hay que sostener que el amor personal auténtico agudiza la propia capacidad de conocer: nos permite penetrar cognoscitivamente hasta los entresijos ontológicos de una persona y descubrir las maravillas acumuladas ¡siempre! en el fondo de su ser.
Pero hay más. Como recuerda Max Scheler, y según insinuábamos, el amor no sólo nos lleva a percibir al objeto de nuestros anhelos como actualmente es, sino que —en sus líneas fundamentales— es capaz de anticipar su proyecto perfectivo futuro, haciendo presente ante nosotros lo que la persona amada puede llegar a ser. Y, puesto que el amor busca el bien de quien se ama, y el bien es la perfección, la misma fuerza del querer en la medida en que sea hondo y auténtico— nos impulsa a «afirmar» al amado no sólo en lo que es, sino también en la grandeza que puede y, por eso mismo, debe alcanzar. Sin palabras, con su sola presencia, el amor exige esa perfección; y, como de rechazo, puesto que se trata de un querer genuino, el que ama tiende a poner todos los medios a su alcance para que la persona querida logre esa integridad conclusiva a que se encuentra destinada y que, en virtud del amor, ha descubierto. En eso consiste, radical y terminativamente, buscar el bien de una persona y, en consecuencia, amarla: en luchar por extraer todas las virtualidades contenidas en ella, por «sacar de ti tu mejor tú», como escribió el poeta. La importancia del tú, del otro, se intensifica y madura conforme crece y se acrisola el afecto.
Tercer momento: entrega
Constituye el elemento terminal o conclusivo, la culminación, del amor auténtico. La cuestión podría explicarse así: iluminados y hechos más penetrantes por el amor, los ojos de la persona que ama descubren toda la dignidad y la grandeza del ser querido; lo advierten como alguien «realmente real», dotado de autonomía propia y encaminado, por la misma plenitud intrínseca a que tiende su ser, a conquistar una perfección terminal que hará de su vida entera un prodigio de excelencia. Quien ama percibe al otro —al tú— como una apasionada aventura perfectiva, digna de vivirse; y hasta tal punto aprecia su nobleza y queda prendado de ella, que se siente impulsado a exclamar: «¡Vale la pena que me ponga plenamente a tu servicio, a fin de que tú te eleves hasta las cimas del amor perfeccionador a que te encuentras llamado, llamada!» En ese mismo instante surge, como corolario natural, la entrega: marcado y refrendo, sello soberano, del amor verdadero.
Justo en ese momento, y en proporción precisa al vigor del propio cariño, el yo tiende a desaparecer: dejamos de tener ojos para nosotros mismos, y sólo sabemos mirar a la persona querida. Lo ha conseguido expresar, con palabras certerísimas, Charles Moeller «En el amor auténtico hay salida de sí hacia un país nuevo, que nos hará verdaderamente forasteros, que se apoderará de nosotros por completo y nos lanzará a esa gran aventura que consiste en hacer que el ser al que amamos sea verdaderamente él mismo. Ante ese ser no podemos hacer más que estar a su servicio, desaparecer nosotros y decir: “no yo: tú”, con las palabras de Dimitriu en su novela Incógnito.»
La conclusión no puede ser más evidente. Un análisis riguroso de la naturaleza del amor humano nos lleva a sostener lo que sigue: no hay manera de comprender —¡ni de vivir!— el verdadero afecto mientras se plantee en términos de «yo»; por el contrario, todo deviene inteligible —¡y fecundísimo!— en cuanto se concibe en referencia al «tú», a «los otros». Amar es desaparecer, olvidarse de sí, en beneficio radical del «otro».
Entrega y perfeccionamiento humano
Me interesa muchísimo subrayar que nos estamos moviendo en el plano de la más estricta filosofía: no en el de una presunta ascética sin fundamento, hueca e inconsistente, compuesta sólo por buenas intenciones; ni tampoco en el de una moral desgajada de todo soporte metafísico, una simple «moralina». En efecto, y como hemos visto, la mejor antropología de todos los tiempos señala que la radical diferencia entre el hombre y el animal consiste, precisamente, en que el ser humano puede olvidarse de sí mismo y atender al bien de los otros. Así demuestra su infinita superioridad respecto a los seres irracionales, y así conquista su perfección definitiva.
Cuanto hemos analizado a propósito de los tres momentos del amor confirma este resultado. Pero el asunto reviste tal trascendencia, que vamos a intentar demostrarlo por una vía argumentativa de estricta raigambre metafísica (aun cuando esto implique un cierto incremento de dificultad en relación con el tono general de nuestro escrito).
Según explica Tomás de Aquino, existen dos tipos fundamentales de operaciones: una, por la que quien actúa busca su propio acabamiento, o su simple conservación; y una segunda, más noble, que atiende de forma expresa al bien ajeno. La primera es propia de los agentes imperfectos; la segunda, de quienes gozan ya de una cierta plenitud. En términos coloquiales, esta distinción podría resumirse diciendo que dar es más perfecto que recibir; que perseguir el bien de otro implica mayor categoría ontológica que andar en pos del propio beneficio.
Si quisiéramos adentramos hasta los fundamentos últimos de semejante verdad, tendríamos que hacer ver que la energía constitutiva de los seres inferiores —una planta o un animal, pongo por caso— es tan tenue, y de tan escasa categoría, que casi todo su vigor tiene que «reservarlo» para mantener y acrecentar su propia perfección íntima, configuradora. De ahí que, al obrar, busquen necesariamente su propio provecho.
Por el contrario, las realidades personales —el hombre, entre ellas— pueden atender a la confirmación en el ser de otras personas, pueden amar, en la estricta medida en que su elevada excelencia ontológica tiene ya «resuelta» de algún modo la propia conservación y cumplimiento perfectivo. Y así, en el hecho de poder «relativizar» esa atención a si mismo que en las realidades inferiores viene exigida por la misma pobreza de su ser, demuestran las personas su peculiar nobleza intrínseca. Porque son más —cabría sostener—, se encuentran ya suficientemente «aseguradas» en sí mismas, y poseen la capacidad de ocuparse del bien de los otros, de quererlos: pueden dar y darse.
Como es lógico, esto sucede de manera eminentísima y primigenía en el seno de la Santísima Trinidad, donde la vida de cada Persona se halla originaria y plenamente dirigida hacia las Otras dos, en una donación absoluta y constitutiva: el Padre engendra al Hijo, y ambos dan origen, por expiración, al Espíritu Santo. Lejos de «confirmar» o «perfeccionar» su propio Ser —lo cual sería una muestra de indigencia ontológica—, cada una de las Personas divinas es Relación constituyente respecto a las otras dos: el Padre «afirma» al Hijo, y ambos al Espíritu Santo, y viceversa.
El hombre, ciertamente, es una criatura; y por eso tiene necesidad de perfeccionarse, a través del obrar. Pero es una criatura nobilísima, imagen y semejanza del propio Dios; y de ahí que su progreso más característico —el que le compete en cuanto persona— sólo resulte posible en virtud de aquellas operaciones que guardan una estricta similitud con el obrar divino. Por ser creado, el hombre no encuentra su perfección terminal ya dada con el propio ser, sino que ha de conquistarla mediante su operación. Pero por su excelsa categoría como espíritu, una actividad volcada sobre sí mismo —similar a la de las plantas y animales— resultaría incapaz de perfeccionarle. Sólo el modo superior de obrar, el que procura el bien de los otros —el amor, en una palabra—, posee la consistencia suficiente para mejorar al hombre en cuanto persona; y sólo la entrega, en la que el amor culmina, «cierra» y otorga el resello definitivo al ser humano.
Encierran, por tanto, una profundísima verdad antropológica y metafísica las palabras de la Gaudium et spes, mediante las que la Iglesia afirma, con todo el peso de su autoridad magisterial: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.» A lo que Juan Pablo H añade: «El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejan za de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir ´para´ los demás, a convertirse en un don.»
Y, por si alguien echara de menos el testimonio de la ciencia, he aquí lo que sostiene Juan Bautista Torelló, psiquiatra con largos años de experiencia en la Europa Central: «La madurez afectiva depende de la capacidad de amar, y es el egocentrismo lo que incapacita para el amor. Para madurar es necesario salir del vivir para mí —egocéntrico— y alcanzar el vivir para tí»
CONCLUSIÓN
Resta sólo sacar las sumas de lo visto. Sabemos ya por qué la búsqueda expresa de la felicidad resulta estéril, y no engendra más que desdicha. Conocemos los motivos de semejante «fracaso». Y estamos en condiciones de apreciar la profunda verdad de las siguientes palabras: «Esencial y radicalmente no he de querer ser feliz, sino bueno. Y es así como además (subrayo además) seré feliz.»
La clave de la felicidad, la respuesta a quienes —como la mayoría de nuestros contemporáneos— hacen cábalas y cálculos sobre la manera más eficaz de asegurarse la propia dicha, consistiría en cambiarles radicalmente la perspectiva, animándoles a que se olviden de sí. Porque ese «ser buenos» al que aluden las palabras de Carlos Cardona que acabo de consignar ni siquiera significa —lo hemos ya mostrado— buscar la propia perfección: significa, en sentido estricto, esforzarse en amar a los demás... por ellos mismos, por su valía intrínseca
No se trata, pues, de rechazar la propia mejora y la propia dicha; eso sería obrar contra la naturaleza y encerraría un muy rebuscado —por dialéctico— amor de sí. Podemos —e incluso debemos— esperar la felicidad: como plenitud y como gozo. Lo que no hemos de hacer es transformarla en objeto expreso de nuestras pretensiones. Ni perseguirla desaforadamente, ni repudiarla; más bien, si cabe, «ignorarla»: dirigir toda nuestra capacidad de amar hacia el bien de los otros. Que es, me parece, el único sentido que, en la práctica, admite la máxima del olvido de sí.
A este respecto, las palabras que ahora transcribo podrían muy bien haber figurado al comienzo de este escrito, puesto que, en realidad, inspiran todos y cada uno de mis pasos. Si no las cité antes fue para no exonerarme, con la fuerza de su autoridad, de las exigencias de la argumentación racional estricta. Lo que he expuesto pretende situarse en el ámbito de la demostración filosófica, antropológica. Se sostiene —o cae— en virtud de su intrínseco vigor probativo. Dicho lo cual, considero de justicia dejar constancia agradecida de una deuda: la de todas las reflexiones que preceden respecto a una idea que, con ligeras variantes, escuché repetidas veces de labios del Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei: "La entrega a los demás, como el olvido de uno mismo, es de tal eficacia, que Dios la premia con una humildad llena de alegría"
Participación en el FORO
1.¿Podríamos decir que nuestra sociedad es feliz? ¿Qué índices en nuestra cultura nos muestran esta situación?
2.El autor del artículo habla de una “paradoja”, ¿a qué se refiere?
3.¿Podemos deshacer esta paradoja? ¿en qué manera el autor sugiere lograrlo?
4.¿En qué sentido el autor propone el “amor” como un medio adecuado para lograr la felicidad?
Tutores del curso:
P.Alberto Mestre, LC
amestre@legionaries.org
Roxanna Solano
rsolano@consultores.catholic.net
Estoy a sus órdenes
acmargalef@catholic.net
Ana Cecilia Margalef