por Damares » Lun Abr 14, 2014 10:02 am
1.¿Podríamos decir que nuestra sociedad es feliz? ¿Qué índices en nuestra cultura nos muestran esta situación?
Entre las denominaciones que recibe la sociedad está la de «sociedad del bienestar» Porque, en líneas generales, y al menos en lo que respecta a Occidente, la civilización contemporánea ha alcanzado unas cotas de satisfacción de las necesidades materiales ineludibles, y un grado tal de satisfacción de las superfluas, que, desde su propia perspectiva, nunca hasta el presente se había dado una situación tan favorable para la instauración universal de la felicidad. Pero también existen hoy amplísimos sectores de la población a los que la abundancia general apenas si llega, que las desigualdades entre los hombres se han acentuado, también, en proporciones no alcanzadas en ningún otro momento histórico. Pero mucho más significativo resulta comprobar que incluso aquellos a los que alcanzan todas las ventajas de la civilización actual, incluso aquellos que gozan de todos los privilegios del mundo presente... distan mucho de sentirse dichosas.
¿Índices generales de infelicidad en nuestra cultura?
En primer término, el incremento espectacular del número de suicidios, particularmente en los países que se consideran más desarrollados.
Después, el progresivo y a veces galopante aumento de los divorcios: favorecido sin duda por un relajamiento de las leyes que impedían la disolución del vínculo y por un cierto descrédito de la misma institución conyugal, pero exponente claro, en cualquier caso, de que una altísima proporción de los casados no encuentran la felicidad en aquel ámbito en el que, primordialmente, pensaban deberla obtener: en el seno del matrimonio.
En tercer lugar, la indudable proliferación de enfermedades psíquicas, muchas de ellas según explica y comprueba la moderna psiquiatría producidas precisamente por una suerte de hastío ante la vida, por una especie de desilusión perenne y pronunciada, que Viktor Frankl ha tipificado como «vacío existencial».
Por fin, el recurso indiscriminado al sexo con todas las posibles variantes antinaturales y de promiscuidad y a la droga: manifestaciones especialmente reveladoras por cuanto en ellas se pretende conseguir, justamente, una especie de lenitivo, un escape a la propia desdicha, o, si se prefiere expresarlo de forma positiva, un sustituto más o menos artificial de la felicidad inalcanzada.
Porque, obsérvese bien: lo más característico de todas estas situaciones, y de otras muchas que podrían describirse, es que con ellas se persigue, de manera explícita y directa, y en ocasiones obsesiva y enconada, precisamente la consecución de la felicidad. No siempre ha sido así. Ha habido épocas históricas mucho menos preocupadas enfermizamente preocupadas por la propia dicha. Por eso decíamos que la denominación de «sociedad del bienestar» resulta tan reveladora. Porque los síntomas a que acabamos de referirnos proliferan, justamente, en una cultura que, como pocas, se empeña en una lucha obstinada por conquistar la propia fortuna.
De ahí que el diagnóstico no acabe de ser acertado hasta que no ponga de manifiesto que, en el mundo contemporáneo coexisten, de forma más o menos pacífica pero siempre desgarrada, una pasión por la felicidad desconocida hasta el presente, y una generalizada insatisfacción sólo comparable, en intensidad y difusión, a la misma magnitud con que se rastrea el bienestar.
2.El autor del artículo habla de una "paradoja", ¿a qué se refiere?
Una paradoja comprobada
La filosofía tradicional hace ya muchos siglos que formuló dos leyes antropológicas elementales. La primera en la actualidad mal interpretada, como veremos se remonta por lo menos hasta Aristóteles, y sostiene que todo hombre aspira naturalmente a ser feliz: todos, con independencia de la propia condición, edad o rango social, deseamos, invariablemente, ser felices.
La segunda verdad, mucho más interesante para nuestro propósito, es menos conocida. En términos estrictamente filosóficos cabría formularla así: ni la felicidad, ni la dicha, ni el gozo, el placer o cualquiera de esas realidades que gratifican nuestra existencia, pueden constituirse en objetivo real expreso y directo de una intención humana. Es decir, que ni la felicidad ni ninguno de sus hermanos menores, como la alegría o el deleite, pueden eficazmente buscarse por sí mismos, sino que han de sobrevenir, siempre, como algo añadido, como un venturoso corolario, como una consecuencia.
¿Siempre?
La verdad es que no. Lo que cabría calificar como placeres más menudos y materiales esos que nos presenta incesantemente la sociedad de consumo pueden, en efecto, ser provocados y convertidos en un término explícito de una intención. Ése es el motivo cardinal del ofuscamiento de nuestros contemporáneos, ése es el gran espejismo.
Deleites como los de la comida o la bebida, o los derivados de la acumulación de enseres, responden al mecanismo del «estímulo respuesta»: la incitación artificial se pasa a la satisfacción también inducida, para de nuevo comenzar el ciclo. Pero, vamos a reconocerlo: la fruición engendrada por este sistema resulta bastante efímera y superficial. Además, y ésta sería la clave de todo el asunto, el procedimiento de la «búsqueda directa» falla estrepitosamente conforme nos elevamos en la jerarquía de los gozos y venturas: ¿quién no ha fracasado, por ejemplo, al intentar recuperar, «a fuerza de brazos», la más elemental de las alegrías, cuando lo embargaba un sentimiento de tristeza o, simplemente, estaba de mal humor?
¡Pues no digamos nada si lo que se procura, así, sin más, es ser feliz!
Al advertirlo, no deberíamos sentir extrañeza, pues esta paradoja no resulta exclusiva de la felicidad y sus aledaños. Muchas otras realidades humanas obedecen a la misma ley fundamental y rigurosa: sólo se consiguen cuando explícitamente no se las persigue. Entre los casos más obvios, y cada día por desgracia más frecuentes, se cuenta el sueño en una noche de insomnio: la mejor manera de nunca llegar a conciliarlo consiste en fijar obsesivamente la atención en nuestra desdicha, y empeñarnos por todos los medios en caer en los brazos de Morfeo. En la misma línea, el fracaso más rotundo acompañara a un tartamudo o a una persona tímida cuando pretendan a toda costa ocultar sus balbuceos o impedir que se le suban los colores. Algo muy semejante ocurre con el deleite sexual cumplido. E incluso cabria enumerar, entre las realidades del mismo tipo, a los beneficios en cualquier empresa económica; también ellos son una «venturosa consecuencia», más fácilmente alcanzable cuando se centra el interés, y los esfuerzos, en otros factores, como la exquisita atención al cliente, la promoción humana de los propios trabajadores o la acentuada calidad del producto.
3.¿Podemos deshacer esta paradoja? ¿en qué manera el autor sugiere lograrlo?
La conquista humana de la felicidad entraña una notable paradoja: cuanto más se empeña uno en conseguirla, transformándola en objeto explícito e inmediato de afanosa búsqueda, más parece alejarse de nuestras manos y convertirse en término de nostalgia siempre insatisfecha.
Acudiendo al testimonio de los psiquiatras, para después investigar las claves filosóficas del problema. Y apelaremos con frecuencia al placer sexual, porque éste por razones obvias, si atendemos a la configuración de la civilización en que vivimos es el campo donde con más insistencia se han estudiado los «mecanismos» del placer.
Al respecto, sostiene Viktor Frankl:
«En la experiencia clínica diaria se advierte una y otra vez que es cabalmente la desviación del fundamento de la felicidad lo que impide a los neuróticos sexuales alcanzar la felicidad. En vez de hacerme el placer sea lo que debe ser, si se quiere que llegue a producirse, es decir, un resultado un efecto secundario que surge del sentido cumplido y del ser encontrado, se convierte en objetivo único de una intención forzada, de una hiperintención. Pero en la medida en que el neurótico se preocupa del placer, pierde de vista el fundamento del placer, y ya no puede darse el efecto placer.»
Lo que esta cita revela patentemente es que la felicidad y el placer son un «efecto», y que ese efecto tiene un «fundamento». Y además éste sería el punto clave, que el efecto sólo se consigue a través del fundamento. Cualquier otro procedimiento resulta inútil. En la vida de relación sexual que es, repito, el ámbito donde nuestro problema ha sido más extensamente estudiado, la cuestión no puede ser más evidente. Porque y queremos que quede claro la situación descrita por Frankl no sólo es aplicable al más o menos restringido grupo de los neuróticos. Ni mucho menos. La vida sexual entre no perturbados se rige por leyes esencialmente idénticas: en la proporción en que se persigue el afán autogratificante de demostrar la propia capacidad o el surgimiento a ultranza del placer, las relaciones no funcionan; e incluso pueden llegar a inhibirse los mecanismos psicofisiológicos y desactivarse los resortes neurovegetativos que, llevando a cumplimiento la unión, habrían de producir ¡como consecuencia, reitero, como una especie de añadidura! el deleite.
Según se desprende de variados análisis experimentales realizados en Estados Unidos, un alto porcentaje de las personas que padecen frigidez o impotencia generan su propio mal por un proceso que los expertos denominan «hiperintención» o «hiperreflexión»: es decir, por una excesiva solicitud, por un empeño desproporcionado, en la prosecución del bienestar.
Como es obvio, la cuestión no se limita al dominio de las relaciones corporales íntimas. En todos los ámbitos en los que gravita la felicidad se encuentra vigente la misma y fundamental ley: lo que la psiquiatría contemporánea ha demostrado experimentalmente es que, si nos obsesionamos por alcanzar la dicha, en cualquiera de sus manifestaciones, jamás la conseguiremos.
En un libro fundamental para nuestro asunto La depresión, psicopatología de la alegría, comentando las ideas de Frankl antes citadas, se insiste en que la felicidad se obtiene siempre per effectum, como un corolario inesperado, y nunca per intentionem, como término directo de una búsqueda.
Y explica los motivos de este hecho. La clave, como sugeríamos, consiste en advertir que el advenimiento del gozo, de cualquier deleite de cierta envergadura, pasa necesariamente por la consecución de ese estado de plenitud que se configura como su fundamento. Eliminado éste, no resulta posible la llegada de aquél; sustraído el principio, desaparece inevitablemente la consecuencia: pues ambas realidades se encuentran trabadas como el efecto que deriva naturalmente de un principio, y sólo de él, y esa misma causa que lo genera. Teniendo esto ante los ojos, no resulta difícil explicar por qué, al perseguir directamente la dicha, ésta se escapa de nuestras manos: como la felicidad no se identifica con su causa, y como los esfuerzos humanos se polarizan forzosamente en una única dirección, en la medida en que dirijo mi atención y mis ansias hacia la delectación o el placer, no puedo encaminarlos hacia su fundamento, hacia su insoslayable origen; sino que, al contrario, me aparto de ellos; y entonces, es imposible que se produzca como un resultado, que es la única manera de producirse el efecto felicidad.
4.¿En qué sentido el autor propone el "amor" como un medio adecuado para lograr la felicidad?
Para resolver con eficacia el problema de la felicidad, tal como lo entienden nuestros conciudadanos, es necesario interrogarse previamente por la cuestión del perfeccionamiento humano, planteemos con decisión la tradicional pregunta: ¿cuál es el fin último del hombre?, ¿cómo alcanza éste su plenitud conclusiva y por qué medios se acerca a ella?
Desde el punto de vista teológico, estos interrogantes tienen una respuesta muy clara: el amor. Ése es el destino terminal de toda persona humana. «Para este fin de amor somos creados», afirma escueta y tajantemente San Juan de la Cruz.
La mejor filosofía de todos los tiempos nos enseña que, siendo Dios la plenitud autosubsistente de Ser y de Perfección, nada propio podía ganar al conferir existencia al conjunto de las criaturas. Pero, no teniendo posibilidad de incrementar su propio bien, lo único que podía moverle era el bien ajeno, el bien de lo creado. Y como buscar el bien de los otros es en el sentido más cabal del término amarlos, fue necesariamente el amor lo que impulsó a Dios a extraer de la nada, con su potencia infinita, la armonía pluriforme que constituye nuestro mundo. Amar no es sino buscar el bien para el amado. En el caso de Dios, autosuficiente y omnipotente, amar significaba, en primer término, conferir la existencia a aquellos seres a los que deseaba comunicar su bondad; y, después, hacerles partícipes, de su propia plenitud y de su propia dicha, en la mayor medida en que esto fuera posible.
Ahora bien, siguiendo con esta lógica la del amor infinito y sobreabundante, compartir al máximo la propia beatitud equivalía a crear realidades personales, es decir, libres y, por eso, capaces de amar. Pues, en efecto, el mayor don que Dios puede transmitir a una criatura es el de introducirla en esa corriente de Amor infinito que constituye formalmente el mismo Ser divino; con términos más sencillos: la máxima perfección y la más completa ventura que alguien puede conseguir es la de amar en plenitud a lo más digno de ser amado, es decir, a Dios.
¡Dios lo ha considerado digno de su amor infinito! y, más aún, en su correlativa capacidad de amar. Por consiguiente, la mejor manera de esclarecer el fin radical ontológico de la persona humana, la raíz de su perfección última y cabal, consiste en advertir que el Absoluto ¡todo un Absoluto! la ha conceptuado digna de su amor, destinándola, al crearla, a ser un interlocutor del Amor divino por toda la eternidad Ahí se encuentra, repito, el fondo más cardinal y la explicación postrera y definitiva de lo que constituye a la persona humana. El hombre es, radical y terminalmente, un ser para el Amor. En el amor encuentra su cumplimiento último, su perfección decisiva... y el fundamento d
Aristóteles dice en su Retórica que amar es «querer el bien para otro». Tres elementos primordiales definirían, pues, el auténtico amor, el único capaz de hacemos dichosos.
El querer
Lo que el amor busca es el bien. .
El amor busca el bien del otro en cuanto otro.
«Esencial y radicalmente no he de querer ser feliz, sino bueno. Y es así como además (subrayo además) seré feliz.»
Josemaría Escrivá: "La entrega a los demás, como el olvido de uno mismo, es de tal eficacia, que Dios la premia con una humildad llena de alegría"
El amor, va de más a menos, desde el amor a Dios hasta...; desde lo más cercano (Dios) hasta ... y el "hasta": que las emociones agradables se acaben, somos un cúmulo de falsedades -perdón, soy- vivimos como nos marcan los demás, violando todo tipo de acuerdos, leyes (empezando por las de Dios), reglamentos, etc. Decimos y tratamos de como mejorar nosotros mismos, de como mejorar el mundo; acabando en un mucho de enfermedades y un planeta tierra más destruida y contaminada.
Porque, que hacemos ante un pobre indigente alcohólico y desarrapado: obsequiarle nuestra lástima, darle una moneda, aventarle una migaja de pan; culpar a las autoridades, a la Iglesia, a la sociedad, al estado o a nosotros mismos. y aún así quieren autorizar o legalizar la droga.
Ahora y siempre ha sido "poderoso caballero es 'don' dinero.
Eres feliz, felicidades, dale a otro lo que quieras para tí.