5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

En este curso, haremos un viaje en el tiempo para situarnos en los orígenes del monacato cristiano. Conoceremos las distintas órdenes monásticas, a sus fundadores, sus monasterios, su arte, cultura, forma de vida y su importancia para la civilización a través de la historia hasta la actualidad.

Fecha de inicio:
11 de agosto de 2014

Fecha final:
27 de octubre de 2014

Responsable: Hini Llaguno

Moderadores: Catholic.net, Ignacio S, hini, Betancourt, PEPITA GARCIA 2, rosita forero, J Julio Villarreal M, AMunozF, Moderadores Animadores

Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor juaman2003 » Jue Abr 09, 2015 9:40 pm

SANTA CLARA DE ASÍS.
LA HERMANA CLARA O LA LEALTAD
por Daniel Elcid, o.f.m.
. Quizá extrañe que, hablando de las virtudes o actitudes que caracterizan al franciscanismo, ponga entre ellas -y la primera- la lealtad. Lo juzgo, sin embargo, necesario. La lealtad, en un sentido, las comprende todas, y, en otro, le da a cada una su temple auténtico. La lealtad es el nombre más hermoso de la fidelidad y perseverancia en el amor. Aquí es la lealtad al ideal evangélico franciscano.
Y quien encarna esa lealtad mejor que nadie, en quienes imitaron la del Pobrecillo, no es ninguno de los suyos, sino la más suya: la hermana Clara. Huelga decir que estas páginas no son una biografía de ella, ni siquiera condensada; son sólo, en esta galería de modelos franciscanos, un simple esbozo de su retrato total: una escueta presentación de su lealtad al «Evangelio según San Francisco», como hilo conductor de su existencia toda. Para conocerla de cuerpo y alma enteros, también en este aspecto de su fidelidad acrisolada, hay muchos y buenos libros.
Siguiendo a FranciscoEncontrémonos con ella ya en su plena juventud. Hermosa, noble, rica, de buenas y generosas inclinaciones, temperamentalmente enérgica. Y más madura ella -psicológica y espiritualmente- que sus años. Con la capacidad de tomar una heroica determinación definitiva.
Quiso Dios que naciera en el mismo Asís y en la misma época que Francisco, trece años más joven que él. Cuando el hijo del opulento comerciante Pedro Bernardone le dio un vuelco evangélico a su vida y revolucionó la ciudad, esta primogénita de la alcurnia de Favarone Offreduccio sintió como una flecha divina en su corazón. Añadamos, en fidelidad biográfica, que la flecha la encontró con su diana vuelta en esa dirección. Desde niña venía formal, piadosa, reflexiva, hasta aficionada a la cruz por amor del Crucificado. Cuando los suyos le buscaron -y repetidamente- partido matrimonial con uno y otro prócer de la nobleza, una y otra vez supo ella decir rotundamente que no, porque -con tanta claridad como la de su nombre- veía que ése no iba a ser su camino (Leyenda de Sta. Clara 4).
Su camino iba a cruzarse con el de Francisco, y sin que lo hubieran buscado desde el principio ninguno de los dos. Aunque, bien miradas las cosas desde lo alto, alguien lo hubiera podido adivinar. En la pequeña ciudad habían ido creciendo dos famas: la del rico y fiestero mercader convertido en un pordiosero alegre y radical, y la de esta dama de la más alta nobleza que vivía para la piedad más que para las vanas grandezas mundanas. Sin que se diera cuenta él, ella lo seguía con los ojos de su admiración; sin que se diera cuenta ella, él intuía la buena novia que sería ella para el nuevo Amor que había encontrado él.
Adelantémonos ya con una circunstancia prologal. Este primer encuentro fue casi fortuito, y a distancia. Y resultó profético. Francisco se había metido a albañil de Dios, y, con sus manos y con el material recogido de limosna, estaba reparando la iglesia de San Damián, próxima a Asís, en un alto recodo del Subasio. Y allí se fue Clara un día con sus trece años adolescentes, acompañada de su hermanita Catalina, a verlo trabajar; quizá, también, por la curiosidad de verlo y conocerlo en acción. Pero la originalidad de Francisco, inspirado por su nueva juglaría divina, cambió aquel momento laboral en histórico. Clara lo rememorará en su Testamento cuarenta y seis años después, cuando la cercanía de la muerte ilumina con relieve los recuerdos imborrables. Merece la pena transcribir sus palabras: «Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián (...), profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumplió más tarde. Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, en lengua francesa y en alta voz decía a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda la Iglesia"» (Testamento de Clara 2; 2 Cel 13; TC 24).
Cuando escribía eso -y mucho antes-, Clara no dudó de que lo había dicho por ellas, que le oyeron esa gracia; entonces lo tomaría -y nada más- como una encantadora espiritual galantería. Pero en lo alto, desde el punto de mira de los planes divinos, el Arquero había lanzado la primera flecha que iba a unir para siempre aquellos dos destinos.
Pasarían más de tres años para que esas dos vidas empezaran a cruzarse de verdad. Creció Francisco en su nueva familia de discípulos, evangélicamente pobres como él, enamorados como él de Jesús pobre y crucificado. Creció Clara en la madurez opima de su juventud y en la ilusión de su amor virginalmente consagrado. Entre los que siguieron pronto a Francisco surgió uno de la misma estirpe de los Offreduccio, Rufino Scipione, primo suyo carnal; debió ser un fuerte tirón de ella hacia Francisco y su estilo de vida. Cada vez que oía hablar de ellos, o los veía transitar por la ciudad, gozosos y fervorosos mendigos voluntarios, el corazón y los ojos se le iban hacia Francisco, que había sido el imán de aquellas múltiples y sorprendentes conversiones. Y como Francisco se había metido también a predicador, y hasta en el púlpito de la catedral, ella no perdía ocasión de oírlo. Y el Arquero divino lanzaba otros tantos flechazos, suaves, ardorosos, irresistibles: a Clara le latía apresuradamente el corazón con el deseo de encontrarse y conversar con Francisco, para que también a ella la cautivara en el seguimiento total de Jesucristo; y a Francisco se le metió en el alma el propósito -voy a escribirlo con la expresión caballeresca de Celano- de «arrebatar tan noble presa al siglo malvado y conquistarla para el Señor».
Y vino el encuentro personal, se prodigaron los encuentros. Acompañada de una discreta y fiel amiga -Bona de Güelfuccio-, Clara atravesaba una u otra puerta de las murallas y bajaba al valle, hacia la Porciúncula, y allí, por las sendas y entre los árboles, se entrevistaba con Francisco. Aquellos diálogos sobre el Amor menudearon durante más de un año. Si el fuego de los corazones pudiera incendiar la selva, aquella arboleda de la Porciúncula hubiera ardido una y otra vez. Eran dos lealtades que se animaban al servicio perfecto de quien era el único Amor de los dos. En Clara, y a la luz de los consejos lúcidos y férvidos de Francisco, la lealtad virginal a Jesús se fue configurando también como lealtad a Jesús pobre y crucificado, como lealtad a la pobreza evangélica del hermano Francisco.
Y llegó al fin -como en una santa catálisis irresistible- la decisión, el acontecimiento increíble, el escándalo. Domingo de Ramos de 1212. Por la mañana, vestida con sus mejores galas, Clara asistió con el pueblo a la misa solemne de la catedral; aquella liturgia esplendorosa, y con el obispo entregándole llamativamente la palma, ha pasado a la historia con la belleza del primer rito de sus bodas con Cristo. Por la noche, con las mismas prendas suntuosas, se fugó de su palacio en compañía de Pacífica, hermana de Bona, y se dirigió con pies alados a la Porciúncula, donde la esperaban Francisco y los suyos, que iluminaban la senda con antorchas. Y allí, a sus dieciocho años floridos, nació la hermana Clara: cambió su rico aderezo por una túnica pobre como la de sus nuevos hermanos, y Francisco le cortó su hermosa cabellera, y, poniéndole un sencillo velo sobre la cabeza rapada, la consagró como esposa del Señor Jesús (Leyenda de Sta. Clara 5-8). Indescriptible la belleza elemental de aquellos desposorios. Y difícilmente se puede resumir mejor este momento cenital que con palabras de la misma Clara. Apliquémosle en primera persona lo que ella escribió veintidós años después a otra que le copió el gesto siendo princesa real, hoy Santa Inés de Bohemia: «Hubiera podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo. Y lo desdeñé todo, y, con alma entera y enamorado corazón, preferí la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndome con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo» (Cta. Cla I, 2).
El gesto de Clara fue una entrega y una ruptura. Y por aquí vino de inmediato el desgarro y la guerra familiar. Previéndolo, y antes del amanecer, Francisco puso su conquista a buen recaudo canónico, en el monasterio benedictino de San Pablo de Bastia, a cuatro kilómetros de Asís. Pronto lo averiguaron los linajudos y belicosos Offreduccio, los cuales, con el violento tío Monaldo al frente de la tropa familiar, se presentaron en el monasterio, resueltos a reparar el escándalo, decididos a volverla a su casa y a su vida social como fuera. El tío Monaldo le habló, le instó, le suplicó, la amenazó. Fue todo inútil, ante la entereza serena e inflexible de nuestra heroína. Y la razón de la estirpe dio paso a la furia de la sangre, y Monaldo se arrojó a tomar a Clara por la fuerza, pero Clara tuvo más rapidez y mejor valor que él: corrió al templo del monasterio, con sus perseguidores a un paso de sus pies descalzos, y, ya allí, se irguió, puso firme una mano sobre el altar, y con la otra se arrancó de un golpe el velo y les mostró desafiante su cabeza rapada. Sin palabras, con solo el gesto, electrizó y desarmó a los suyos: entendieron que la primogénita de Favarone no les pertenecía ya a los Offreduccio, sino a Cristo y a la Iglesia. Y se retiraron -en otra expresión de Celano- «con su orgullo vencido». Lealtad contra lealtad -lealtad de la sangre, lealtad al Espíritu-, había vencido la de Clara, que demostró en aquel momento crucial lo que iba a mostrar luego tantas veces: un sereno temple indomable (Leyenda de Sta. Clara 9).
No tardó en convertirse, al igual que Francisco, en imán de lealtades como la suya, empezando por la de su hermana Catalina. Detallarlo se sale de mi propósito.
El alma -las «almas»- de su lealtad
Recuerdo haber leído en K. Rahner que no conoce de verdad el celibato sino quien lo vive como amor y hasta el final; esto vale igual -o mejor- para la virginidad. Una virginidad consagrada -como la de Clara- es la expresión suprema de la belleza de la vida como lealtad.
La lealtad de Clara fue una y fue múltiple. Una, porque se reducía a lo que ella llamaba «ardiente anhelo del Pobre Crucificado» (Cta Cla I,2), amor de persona a Persona, un amor exclusivo y totalizante a Jesús. Múltiple, porque, además de ser ese enamoramiento de Jesús, era también amor apasionado a la pobreza evangélica como tal, y amor a quien se la enseñó, al que ella llamaba «nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador de Jesús» (Testamento de Clara 1 y 5).
Me he propuesto resistir a la tentación de convertir estas páginas en una biografía abreviada, o en una reflexión espiritual. Y podía -mas no lo voy a hacer- presentar como capítulos de su lealtad los que el biógrafo primitivo da como amor suyo a la Eucaristía, a Belén y al Calvario (Leyenda de Sta. Clara 28-31). Hay muchos y buenos libros que lo explican. Aquí me contento con afirmar su lealtad redondamente, y como la primera cualidad de su temperamento y de su personalidad puestos al servicio indeclinable de este Amor divino de su vida. Sólo voy a recordar -como botón de muestra y con la brevedad de un botón- una de sus anécdotas.
Como en el buen amor humano, tal lealtad es una belleza entre dos. En 1240 -Clara, cuarenta y seis años- las tropas de Federico Barbar roja asediaron Asís, y un pelotón de sus huestes sarracenas comenzó el asalto a la ciudad por el indefenso monasterio de San Damián, alto y fuera de las murallas. La rabia bereber escaló los muros, penetró en el recinto, saltó al mismo claustro interior, ebrio de sangre y desatado de turbia pasión. Las sores, desde que los sintieron, temblaban como hojas en un vendaval. Clara, no. Clara, enferma y casi inválida, se hizo conducir a la misma puerta del patio claustral, «llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, con el Cuerpo del Santo de los Santos». Y allí se conjugaron prodigiosamente dos lealtades: la de Clara confiando sin vacilación en su Amor divino que lo podía todo, y la de este Jesús que no quiso dejarse vencer en lealtad por Clara. Ella, postrándose de bruces ante El, le dice:
-- ¿Te place, mi Señor, poner en las manos de unos infieles a estas desvalidas servidoras tuyas, a las cuales yo he sustentado con tu amor? ¡Guarda, Señor, te lo suplico, a estas siervas tuyas, pues yo ahora no las puedo defender!
Clara lanzó al Señor en aquel patio, cuando ya se abalanzaba sobre ellas la patrulla sarracena, el guante de su amor entregado y confiado. Y el Señor lo recogió: del seno de marfil y plata que guardaba su Presencia Real, salió una voz divinamente dulce:
-- Yo os guardaré siempre.
Clara, asegurada así de su lealtad correspondida, se atrevió a pedir más, latiendo también de fidelidad a su Asís amado:
-- Mi Señor: protege igualmente, si te place, a esta ciudad que nos alimenta por tu amor.
Y el Señor le aseguró:
-- Sufrirá dificultades, pero será defendida con mi fuerza.
Y Clara, ya sin miedo -la que no había perdido el valor-, miró a sus hijas con la fuerza de Dios y les dijo:
-- Hijitas mías, yo salgo fiadora de que no os sucederá nada malo. Basta que confiéis en Cristo.
Y los asaltantes, como por ensalmo, volvieron repentinamente, como impelidos por aquella mirada, por donde habían venido.
Él: «Yo os guardaré». Ella: «Yo salgo fiadora». A ellas: «Basta que os fieis de Cristo». Palabras y obras de una lealtad a toda prueba, hecha de divinos quilates (Leyenda de Sta. Clara 21-22).
* * *
De su amor fiel a la pobreza real no le va a quedar duda a quien lea el apartado siguiente. Ahora sólo voy a recordar un gesto suyo radical: «Lo primero que hizo al comienzo de su conversión fue vender la herencia paterna que le había tocado, y, sin reservarse nada para sí, la repartió entre los pobres». Y, en ese mismo párrafo, el biógrafo primitivo califica su sentido de la pobreza con dos expresiones que le encantaban a Santa Teresa de Jesús: «Procuraba que su monasterio fuera riquísimo en pobreza, y aseguraba que permanecería a despecho de los siglos si mantenía siempre enhiesta la torre de la pobreza» (Leyenda de Sta. Clara 13; Sta. Teresa, Camino de perfección, c. 2).
Sí, se puede afirmar que su amor a la pobreza constituía su alma, su inspiración, su espíritu, el sentido de su vida; un amor en el que comprometió toda su persona, porque era como la encarnación de su amor personal a Jesús hecho pobre por ella. Pero hay que escribir también que su amor a Cristo pobre y a la pobreza real por El se configuró de modo particular como lealtad suya a la persona y a la vida de Francisco. Su mejor nuevo apellido se lo dio ella misma: «plantita del benditísimo padre Francisco» (RCl 3; Test Cl 6); era consciente de que a él -después de Dios, a Dios por él- le debía toda su savia divina. Y pocas cartas entre dos que se aman habrán satisfecho tanto al corazón amante como este billete testamentario que Francisco escribió y envió a Clara poco antes de morir: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo, y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella, por enseñanza o consejo de quien sea» (Ultima Voluntad). Veremos pronto hasta qué punto Clara hizo honor a esta cláusula testamentaria. No la olvidó jamás, y, al final de su vida, la transcribió íntegra en su propia regla (RCl 18).
Yendo a lo anecdótico, es bonito recoger aquí el hecho de cómo, en un momento crucial para la vocación del Pobrecillo, la leal Clara le aclaró y animó en él la fidelidad a lo que Dios le pedía. Gracias a su consejo tenemos al San Francisco que tenemos. Nos consta por el testimonio de San Buenaventura, y lo conocemos al detalle por una doble narración, la de Actus y la de las Florecillas. Lo tomaré de éstas, por su característica candidez, y transcribo los párrafos que hacen a mi propósito (LM 12,2; Flor 16).
«El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad -que poseía en alto grado- no le permitía presumir de sí mismo ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:
-- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mí parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo.
Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Este, no bien la recibió, se puso al punto en oración. Mientras oraba, obtuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Él no lo ha llamado a ese estado solamente para sí, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.
Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios la misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco le llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo respondió:
-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta respuesta, se levantó al punto, lleno de fervor, y dijo:
-- ¡Vamos en el nombre de Dios!
Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Angel, dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del Espíritu...»
Aquél fue un momento histórico. En él brotaron las dos facetas que han hecho al Pobrecillo más amado, más célebre, más simpático: su amistad personal con los animales y su entrega a las gentes con simpatía y en empatía total. Llegando al azar a una aldea llamada Cannara, su férvida predicación arrastró a todo el pueblo -hombres y mujeres- a querer vivir como él; y allí nació la Fraternidad Seglar Franciscana (o Tercera Orden). Y siguió hacia Bevagna, y, en el camino, como si se hubieran juntado para escucharle también ellos un sermón, Francisco se encontró con una gran bandada de pajarillos, y Francisco, regocijado, yendo y viniendo entre ellos, y ellos escuchándole con el embeleso de sus ojos despiertos y de sus piquitos en suspenso, les dirigió la primera de sus maravillosas prédicas a las hermanas criaturas; y allí nació el poeta de la creación, el patrono de la ecología. En el nacimiento de ese nuevo Francisco, universal e inmarchito, había tenido parte decisiva nuestra hermana Clara. En aquella encrucijada vocacional, se lo podía haber quedado más para ella, como otra Santa Escolástica a otro San Benito; pero ella lo regaló, nos lo regaló a todos. Tenemos con ella esa deuda de gratitud. Se lo debemos a su clarividente lealtad al Espíritu del Señor, a su limpia lealtad al hermano Francisco y su carisma.
El privilegio de ser pobre
«Amo la pobreza porque la amó Cristo», proclamaba Pascal. No hay otra razón para escoger la pobreza con alegría y amor. Es también la única explicación del amor apasionado que le tuvieron San Francisco y Santa Clara.
He aquí el razonamiento de esta última, de largo y bello aliento literario: «Un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciable, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad del alimento celeste, se hicieran en El ricos por la posesión del reino de los cielos. Alégrate tú, y salta de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo, al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales...» (CtaCla I, 3). Clara se lo escribía a otra loca del amor evangélico como ella, princesa prometida a Enrique VII de Alemania, hijo del emperador Federico II; esa locura se la contagió Clara, como a ella se la había contagiado el Pobrecillo. Francisco fue testigo jubiloso de que a sus fieles discípulas enclaustradas «no les arredraban la pobreza, el trabajo, la afrenta, el desprecio del mundo, sino que, al contrario, tenían esas cosas como grandes delicias». Ellas, por su parte, se miraban en el espejo de Francisco: «Nuestro bienaventurado padre Francisco, siguiendo las huellas de Cristo (1 Pe 2,21), su santa pobreza -la que escogió para sí y sus hermanos-, en modo alguno se desvió de ella mientras vivió, ni con el ejemplo ni con la doctrina». Y Clara, que escribía eso, las exhortaba, sin cansarse: «Adheríos totalmente a la pobreza, hermanas amadísimas, y por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el sol» (RCl 17 y 20; TestCl 5).
Para muchos, difícil de entender. Pero es así: esta pobreza es puro y gozoso amor, pura y gozosa lealtad al amor de Jesús. Y es también -aunque también parezca raro- el eje de la rosa de los vientos franciscanos: de aquí -y no de otra raíz- brotan y parten la sencillez, la alegría, el olvido de sí, la simpatía en la entrega a los demás, y hasta el amor franciscano a las cosas: todas las virtudes que hacen encantador al franciscanismo.
Pero hablemos ya del privilegio. Fue un privilegio jurídico, mas no por eso menos bello. El nacimiento del franciscanismo -el de los hermanos y el de las hermanas- se encontró con un decreto terminante del Concilio IV de Letrán (1215), que prohibía que las nuevas fundaciones se procuraran regla propia, y les mandaba que adoptaran alguna de las ya aprobadas, aunque permitiéndoles constituciones peculiares. Francisco había tenido una suerte excepcional: por su simpatía única, había logrado que Inocencio III se la aprobara verbalmente en 1209. Pero los demás no: por ejemplo, Santo Domingo se acogió a la de San Agustín, y Clara a la de San Benito.
Aunque eso era más bien una cobertura jurídica -que no afectó sustancialmente a su tenor de vida en San Damián, pues se atenían a las normas evangélicas dadas por «su padre Pobrecillo»-, resultaba jurídicamente que la propiedad en común y otras normas monásticas -sancionadas en la regla benedictina- eran para ella como unos grilletes del espíritu. Y batalló por librarse totalmente de esas ataduras ajenas a su forma evangélica de vida. Y lo consiguió con un privilegio: «el Privilegio de la pobreza».
Y con el mismo Inocencio III, el papa del IV Concilio de Letrán. El papa no la desconocía; más, la apreciaba y admiraba. Clara aprovechó una oportunidad y lo solicitó. Inocencio III quedó conquistado por su fervorosa valentía femenil. Congratulándose de aquella gestión nada cancilleresca, le respondió:
-- Extraña petición. Nunca un privilegio semejante ha sido solicitado de esta Sede Apostólica.
Y él mismo, de su puño y letra, redactó el esbozo de aquel documento original.
Era en sí un privilegio jurídico, con fuerza de ley; más para Clara y las suyas era mucho más: el privilegio de ser pobre como su Jesús, de amar sin trabas lo que Él amó. Y guardó aquel documento como su alhaja más preciada. A Inocencio III le sucedió Honorio III, y Clara se apresuró a lograr que se lo confirmara. Y vino luego Gregorio IX, que ya antes, como cardenal Hugolino de Segni, había sido gran amigo de Francisco y de la misma Clara. Pero él, precisamente por lo mucho que la apreciaba, se resistió a confirmarle el Privilegio:
-- Avente, hermana, a tener algunas posesiones. Yo mismo te las procuraré, y con liberalidad, en previsión de eventuales circunstancias y por lo azaroso de los tiempos.
Clara le agradeció la intención, pero rehusó la oferta con firmeza. Pensó el Pontífice -miope él, en esta ocasión- que a ella le ataba la libertad su compromiso religioso. Y le dijo con solemne confianza:
-- Si temes por el voto, Nos te desligamos de él.
Era no conocer a Clara. Clara, en aquel momento crítico, recordó quizá con más fuerza que nunca la Última Voluntad de su padre Pobrecillo: «Estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de esta santísima vida y pobreza, por la enseñanza o consejo de quien sea». Ahora, y ante ella, este quien sea era el mismo Romano Pontífice. No importa. Ahora -quizá más que nunca- Clara fue lo que la definió Daniel Rops: «Hoja de acero templada, bajo el aspecto de una exquisita dulzura». Si recordó esa cláusula testamentaria de su padre y fundador, fue con la instantaneidad de un rayo. Porque inmediatamente, con firme y sonriente dulzura, le replicó:
-- Santísimo Padre: a ningún precio quiero ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo.
Y el Pontífice, amigo vencido, le confirmó su Privilegio de la pobreza con la máxima formalidad jurídica, en un documento que, por su belleza espiritual y su altura mística, I. Omaechevarría califica como «uno de los más curiosos y originales en la historia de la espiritualidad cristiana».
Pero ni con él descansaría Clara. Al largo pontificado de Hugolino le sucedió el de Inocencio IV. Y también con él buscó la confirmación de su Privilegio, y por Celano sabemos que lo consiguió. Así alcanza plenitud esta cláusula de su testamento: «Para mayor cautela, me preocupé de que el señor papa Inocencio (III), en cuyo pontificado comenzó nuestro género de vida, y otros sucesores suyos reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza, que prometimos al Señor y a nuestro padre, para que nunca y en modo alguno nos apartáramos de ella». Ejercicio alto y sin pausa de su una y triple lealtad: a su Amor Pobre, a la pobreza evangélica y a su pobrecillo padre (Leyenda de Sta. Clara 14 y 40; Test Cl 6).
Fiel... hasta el triunfo final
En la fidelidad a la pobreza evangélica -a la que el idealista Francisco llamaba «su dama» y la enamorada Clara «su privilegio»-, ésta no se contentó ni con esa garantía jurídica excepcional, convalidada por los cuatro papas que ella conoció. Dios quiso prolongarle la vida, y ella amplió hasta el máximo su ambición. Su Privilegio no la aseguraba del todo, ni a ella ni al futuro de su fundación: hasta Gregorio IX, su papa más amigo, estuvo a punto de quebrar su confirmación. Clara aspiró a lo que parecía un imposible: tener Regla propia, sancionada oficialmente por la Iglesia, que ya nada ni nadie se la pudiera arrebatar.
Clara fue una enferma habitual, años y años. Desde su pobre yacija, era el alma de San Damián y del centenar largo de monasterios que Dios fue haciendo germinar prodigiosamente de aquella primitiva semilla: más de sesenta en Italia, y unos cuarenta en las demás naciones de Europa. Los mismos frailes más fieles al ideal neto de Francisco, huérfanos de padre y sometidos a los vaivenes violentos de una gran crisis institucional, la visitaban, buscando en ella claridad y fuerza: la leal alentaba a la leal (Leyenda de Sta. Clara 45).
En su pobre yacija, Clara fue preparando y redactando su Regla con reflexión, con santa prudencia, con indeclinable amor. Incluyó en ella -como una gema engastada en el conjunto afiligranado de su ideal evangélico- el texto de su Privilegio. Nuclearmente, su regla era un traslado, en femenino claustral, de la regla de su padre Pobrecillo. Luego se ingenió y se esforzó por que se la aprobasen. Años y años, pues las normas de la curia romana se levantaban como un muro imposible de superar. Ella luchaba, suplicaba, esperaba. Hizo lo que le aconsejaba a su discípula de Praga: «Mira siempre tu punto de partida, retén lo que tienes, y jamás cejes. No asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos para que no cumplas tus votos con la perfección a la que el Espíritu del Señor te ha llamado» (CtaCla II, 3). Ella no dudaba de que su empeño estaba alentado y sostenido por ese Espíritu del Señor.
Once meses antes de su muerte, creyó que ya tocaba su dicha con las manos. La visitó el cardenal de Ostia, Protector de la Orden; y ella le urgió tanto y tan bien la aprobación pontificia de su Regla, que el cardenal se comprometió a poner en ese empeño toda su influencia. Y, a la semana de aquella entrevista esperanzadora, le escribió diciéndole, en nombre del señor papa, que considerase su regla como ya aprobada. La carta de este anuncio jubiloso estaba fechada el 8 de septiembre de 1252. Pero el refrendo de la bula papal no llegó a San Damián.
Quien sí llegó a visitarla fue, por la Pascua de 1253, el mismo Inocencio IV, con una deferencia cordial, humanísima. Pero ni él mentó la bula de la Regla ni Clara se decidió a recordarle lo que estaba en la mente de los dos, reverenciando su silencio. Una vez más, ofrendó su sacrificio al Señor, y siguió orando, moviendo otros hilos, esperando. Al más alto nivel, mantenía y ejercitaba su lealtad. En su larga agonía, suspiraba:
-- Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil.
Y, en un anhelo en que latía vehementemente su ilusión suprema, exclamaba:
-- ¡Poder besar un día la bula, y al día siguiente morir!
Diecisiete jornadas de inacabable agonía, como si el tiempo se estirara por la fuerza de su esperanza increíble. Y lo imposible se realizó. El papa -¡al fin!- firmaba la bula con fecha de 9 de agosto de ese 1253, un fraile la trajo el 10 en volandas a San Damián, y el 11 emitía ella su último suspiro. Su último beso ardiente, gozosísimo, fue a la bula que canonizaba definitivamente su ideal. Con la bula en sus manos la enterraron (Leyenda de Sta. Clara 44; Pro III, 32).
Hoy pululan las crisis vocacionales. Dicen que son crisis de identidad o de autorrealización. Son también, en algunos casos, crisis de lealtad. Mirar a esta hermana Clara puede ayudar a resolverlas. Muestra la valentía en las dificultades y el gozo único de ser fiel al Amor.
juaman2003
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor rosita forero » Mar Abr 21, 2015 1:43 am

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SAN FRANCISCO Y SANTA CLARA DE ASIS


Imagen

Francisco(†1226) y Clara (†1253), ambos de Asís, son dos de las más queridas figuras de la cristiandad.
Dos enamorados de nuestro señor Jesús!

................................................... ......... Imagen..
Imagen..

Clara y Francisco miraron en la misma dirección.. Contemplaron al mismo Dios, al mismo Señor Jesús, al mismo Crucificado, la misma Eucaristía, pero desde «ángulos», con dones y sensibilidad propios: los masculinos y los femeninos. Juntos percibieron más de lo que habrían podido hacer muchos.
Los dos unían tres grandes pasiones: por Cristo pobre y crucificado, por los pobres, especialmente los leprosos, y del uno por el otro. El amor por Cristo y por los pobres no disminuía en nada el amor fraterno que los unía.


El camino de Cristo pobre y crucificado que siguió santa Clara a ejemplo de san Francisco


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Para santa Clara, lo esencial es seguir el camino de Cristo pobre y crucificado, y en ello pone todo su ser y todas sus fuerzas,. Así se explica su opción por la pobreza, o mejor, la desapropiación, para quitar todo estorbo que impida o dificulte estar radicada en su centro, en su espejo: Cristo. Su opción por la contemplación y por la unión esponsal con él, persigue el mismo fin: vivir en él, unida a él, para reinar con él.


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A este respecto santa Clara contempla la pobreza de Jesucristo no sólo como condición de su vida histórica (Belén-Calvario), sino como rasgo esencial de todo el misterio de Cristo, desde su encarnación hasta su muerte en la cruz y resurrección. La pobreza de Cristo como expresión máxima de su entrega y servicio a los hombres, y manifestación cumbre del amor de Dios Padre. Así, para santa Clara, vivir como pobres no sólo es carencia de cosas, sino sobre todo entrega y servicio a Dios y a los hermanos. Su servicio a las hermanas, su oración intensa por los hombres y por su ciudad en medio del peligro.

................................... LA REGLA


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CLARA TUVO QUE SOMETERSE A LA REGLA DE SAN BENITO DESDE 1216, PERO SOLICITÓ AL PAPA EL “PRIVILEGIO DE LA POBREZA”. TANTO ESTE PRIVILEGIO COMO LA FORMA DE VIDA DE FRANCISCO QUEDAN INCORPORADOS EN EL CAPÍTULO VI, EL CORAZÓN DE SU REGLA Y VIDA DE ESPOSA DE CRISTO Y DE HERMANA POBRE.

Santa Clara ORA ANTE LA RESERVA EUCARÍSTICA


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EN 1240 LAS TROPAS SARRACENAS ASALTAN SAN DAMIÁN. AL AÑO SIGUIENTE EN 1241, VITAL DE AVERSA ASEDIA LA CIUDAD DE ASÍS. LA HERMANA CLARA ORA ANTE LA RESERVA EUCARÍSTICA QUE HACE LLEVAR AL COMEDOR: “SEÑOR, COMO VES, ESTOY IMPEDIDA PARA DEFENDER DEL ENEMIGO A ESTAS TEMEROSAS HERMANAS” EL SEÑOR DEJÓ OÍR SU RECONFORTANTE PROMESA: “YO SIEMPRE LAS DEFENDERÉ.” EN AMBAS SITUACIONES EL PODER DE LA ORACIÓN CONFIADA LOGRÓ LA PAZ.


Santa Clara EN FORMACION PERMANENTE

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A LAS HERMANAS SOBRE SU FORMACIÓN PERMANENTE LES DICE: “MEDITA CONTINUAMENTE SOBRE LOS MISTERIOS DE LA CRUZ. ORA Y VELA SIEMPRE. Y LLEVA A TÉRMINO CON EMPEÑO LA OBRA QUE HAS COMENZADO BIEN Y CUMPLE EL COMPROMISO QUE HAS ASUMIDO, EN SANTA POBREZA Y EN HUMILDAD SINCERA” (5ªCTACL 13-14)

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fuente; http://www.semperfiat.com/conozco-a-cri ... -asis/1848
http://www.ofscolombia.org/santos/36-sa ... -asis.html

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rosita forero
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor Faustinak » Dom Abr 26, 2015 9:29 pm

Faustinak
 
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