¿Por qué es tan importante el silencio para encontrarnos con Dios?Jamás escucharemos a Dios si estamos sumergidos en el oleaje de la palabrería, la dispersión, la agitación. El encuentro con Dios se da en el silencio del alma.
Todos conocemos el paso de Dios en la vida del profeta Elías: sopló un viento huracanado, pero Dios no estaba ahí; después hubo un terremoto y Dios no estaba ahí; se encendió un fuego y tampoco Dios estaba ahí; después “se oyó” el rumor de una brisa suave y Dios se manifestó al profeta, quien ante la presencia del Señor se cubrió el rostro con su manto (cf. 1 R 19, 11-13).
Jesús es muy claro cuando nos enseña la necesidad de la oración interior: “Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando recéis, no habléis mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagáis como ellos, porque el Padre que está en el Cielo sabe bien qué es lo que os hace falta, antes de que se lo pidáis” (Mt 6, 6-8).
Estas son palabras divinas que destacan la importancia del silencio para que la figura del Padre pueda resplandecer en nosotros.
Es por eso que Jesús aconseja: cerrar la puerta de la habitación, decir pocas palabras, o sea, permanecer en silencio ante su presencia.
El hoy Papa Emérito, Benedicto XVI, en una de sus catequesis del mes de marzo de 2012, nos expresa "la dinámica de la palabra y el silencio, que marca toda la oración de Jesús, y concierne también a nuestra vida de plegaria en dos direcciones: La primera es la disposición para acoger la Palabra de Dios. Es necesario favorecer el silencio interior y exterior para que dicha Palabra pueda ser escuchada. Con frecuencia, los Evangelios nos presentan al Señor que se retira solo a un lugar apartado para orar"…"el silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por Él penetre la mente, el corazón, y aliente toda la existencia. En segundo lugar, en nuestra oración nos encontramos ante el silencio de Dios, en el que puede advertirse un sentido de abandono o la sensación de que Él no nos escucha, ni responde. Pero este silencio, como le sucede a Jesús, no es señal de ausencia".
"…El cristiano sabe que el Señor está presente y escucha, aun en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús nos asegura que Dios conoce nuestras necesidades; nos conoce en lo más íntimo y nos ama. Y esto debe ser suficiente".
El Papa describió la experiencia de Jesús en la cruz, en la que el Hijo de Dios es obediente también en el silencio: "La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que también revela que Dios habla a través del silencio (…) Continuando en la obediencia hasta el último aliento de vida, en la oscuridad de la muerte, Jesús ha invocado al Padre. A Él se ha confiado en el momento del pasaje, a través de la muerte, a la vida eterna… la experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que reza y de la culminación de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos mesurarnos con el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina".
Al referirse a la necesidad del silencio, el Papa reconoce que esto es complicado en nuestro tiempo. "De hecho, la nuestra es una época que no favorece el recogimiento; es más a veces se tiene la impresión de que haya miedo a salirse, aunque sea por un instante, del río de palabras e imágenes que marcan y llenan los días".
"Este principio de que sin el silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra, este principio vale para la oración personal, especialmente, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, éstas deben también estar llenas de momentos de silencio y de acogida no verbal", explicó el Papa.
El Santo Padre aseguró luego que "un corazón atento, silencioso, abierto, es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce por dentro, más que nosotros mismos, y nos ama: saber esto debería ser suficiente".
Benedicto XVI recordó luego la historia de Job, que lo perdió todo y sin embargo nunca desconfió de la providencia divina.
"Esta extrema confianza que se abre al encuentro profundo con Dios ha madurado en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo, no porque puedes darme el cielo o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú".
El Papa dijo luego que es el mismo Señor quien enseña a orar, como es amigo, interlocutor y maestro. "En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial, que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a cumplir nuestras opciones, a reconocer y a aceptar nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cotidianamente su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia".
El Papa indicó luego que "a nosotros, a menudo preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que podemos lograr, la oración de Jesús nos indica que tenemos necesidad de detenernos, de vivir momentos de intimidad con Dios, ‘desconectándonos’ del ruido de cada día, para escuchar, para llegar a la ‘raíz’ que sostiene y alimenta la vida".
Finalmente el Santo Padre recordó "las palabras de San Pablo sobre la vida cristiana en general (que) valen también para nuestra oración: ‘porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor’".
Para concluir, el Papa alentó a "todos a aprender de Cristo el modo que tiene de dirigirse a Dios, para comprender mejor su voluntad y así llevarla a la práctica”.
Tomado de:
http://es.arautos.org/view/show/12154-e ... o-con-dioshttps://www.aciprensa.com/noticias/el-p ... a-ausente/¿Cómo debemos manejar el sufrimiento de cara a la Eucaristía?En el sacramento eucarístico confluyen la Cruz de Cristo con la pequeña cruz de cada cristiano. Es el sacrificio pascual del Señor, la actualización de la obra de la redención mediante la cual hemos sido salvados.
La Cruz de Cristo y su Pascua se hacen presentes en el altar, mediante el pan y el vino separados, su Cuerpo y su Sangre, que es fraccionado, repartido, entregado. Pero es que la Cruz misma de Cristo ilumina y sostiene la cruz que cada cual toma sobre sí en seguimiento diario del Señor.
La Eucaristía sostiene, ayuda, consuela, redime y da luz a la cruz personal, al sufrimiento, ofreciendo todo lo que se vive como oblación y uniéndola a la verdadera y santísima Oblación de Cristo. Hay una dimensión ofertorial de todo dolor y de todo sufrimiento para ser entregado a Cristo en favor de todo su Cuerpo. La Eucaristía requiere la propia ofrenda para unirla a la de Cristo.
Pero esta ofrenda personal de la cruz y del sacrificio de cada día recibe, por su parte, una iluminación: el sentido profundo de lo que se vive iluminado por el Misterio pascual del Señor. El sufrimiento no es estéril ni infructuoso, sino fecundo y sobrenatural, y lo descubrimos con una mirada sobrenatural en la Eucaristía celebrada y adorada.
Entonces, implicados personalmente en la obra de la redención de Cristo por el sufrimiento unido a la Cruz de Cristo, en la Eucaristía hallamos el consuelo, el sostén, el alimento, para proseguir, para vivir. La Eucaristía es, ciertamente, el viático para los que caminan, el alimento de los peregrinos. Y es también el alimento que fortalece cuando uno se va debilitando, como el Señor alimentó a Elías: "come, el camino es superior a tus fuerzas".
Vivir la cruz sobre nuestros hombros sólo será posible cuando, con espíritu de fe, descubramos el valor salvífico de la propia cruz con el prisma de la Eucaristía y cuando sea el sacramento de la Eucaristía el alimento y consuelo en los momentos arduos y duros.
¿Por qué podemos llamar a Maria "Nuestra señora del Santísimo Sacramento?El Papa San Juan Pablo II, en su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, nos brinda una hermosa catequesis de los motivos por los cuales podemos honrar a María con este título:
55…María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que Ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la Pasión y la Resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la Anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de Su Cuerpo y Su Sangre, anticipando en Sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.
«Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «Tabernáculo» –el primer «Tabernáculo» de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su Luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?
56. María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al Niño Jesús al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería «señal de contradicción» y también que una «espada» traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «Stabat Mater» de la Virgen al pie de la Cruz.
Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la Pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la Pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)? Aquel Cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo Cuerpo concebido en su seno!. Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el Corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que Ella había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.
57. «Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22, 19). En el «memorial» del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su Pasión y Muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: «!He aquí a tu hijo!». Igualmente dice también a todos nosotros: «¡He aquí a tu Madre!» (cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la Muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por Ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.
58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su Sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y « con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística».
Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se « enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su ‘diseño’ programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!
¿Por qué la Eucaristía da fuerzas para el martirio?Porque en la eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que murió mártir, y que nos llena de bravura, de fuerza para afrontar cualquier situación adversa. Quien comulga con frecuencia tendrá en sus venas la misma Sangre de Cristo, siempre dispuesta a entregarla y derramarla cuando sea necesario por la salvación del mundo.
Si hoy claudican tantos cristianos, si hay tanto miedo en demostrar que somos cristianos, si hay tanto cálculo, miramiento, cobardía en la defensa de la propia fe, si hoy se pierde con relativa facilidad la propia fe y se duda de ella o se pasa a sectas, ¿no será porque nos falta recibir con más conciencia, fervor y alma pura la eucaristía?
El efecto número uno de la eucaristía es la capacidad de sufrir cualquier cosa por Cristo.
En la Eucaristía-Sacrificio, Cristo se ofrece como don de amor al Padre por la Salvación de la humanidad y por la renovación de toda la Creación. Por tanto, al celebrar la Eucaristía, el cristiano esta invitado a unirse a Cristo en la ofrenda total y sacrificial de su vida hasta el don de sí mismo, incluso hasta el martirio, que es el acto más sublime y más fecundo: la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Sin embargo, no será posible el martirio si no existe el don de si en las situaciones ordinarias de la vida de cada día. Esto constituye el gran desafío para la misión de la Iglesia en el nuevo milenio. Por eso en la celebración eucarística el cristiano esta invitado a acoger a Jesucristo, fuente de vida y de amor, para hacerse capaz de transformar la propia vida en un don sin fronteras, que pueda llegar a integrar ese servicio martirial que Cristo pide a algunos en algún momento de la historia y que lo pide a tantos en el "martirio de cada día."