¿Por qué llamamos a la Eucaristía "Misterio de Fe”?
Porque la Eucaristía requiere y presupone la fe.
La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras. (CIC. 176).
La FE es una virtud que viene de Dios. El hombre solo no puede tenerla ni hacerla crecer. Es ante todo "un don sobrenatural, un don de Dios", hace que creamos lo que se nos dice, aunque no entendamos.
La Iglesia nos enseña el DOGMA DE LA EUCARISTÍA, que dice que en el pan y el vino de la misa están realmente el cuerpo y la sangre de Cristo. Sin embargo, no lo entendemos, no lo podemos probar porque nuestros ojos humanos ven pan y vino nada más. La FE es lo que hace que creamos que Jesús está de verdad en ese pan y en ese vino, sólo porque así se lo ha dicho Dios a la Iglesia en el Evangelio.
Jesús siempre exigió la fe en la eucaristía. Sólo con la fe y desde la fe, comulgando obtendremos los frutos que Él nos quiere dar. Si no, sólo recibimos un trozo de pan, pero sin ningún fruto.
La Eucaristía requiere un impulso de fe siempre renovado. Hay que dar un gran salto, de lo visible a lo invisible. Esto se da en cada Sacramento. Ese salto es la fe.
¿Cómo debe ser nuestra fe? Sencilla, sin complicarnos tratando de entender lo que no se puede entender. Recordando que Cristo dijo: ¨Bienaventurados los que no vieron y creyeron¨. No debemos limitar a Dios a nuestro entendimiento sino de permitir que nuestro entendimiento, por la revelación de Dios, se extienda más allá de sus limitaciones normales.
¿Por qué la Eucaristía es un acto de amor?
La Eucaristía es el gesto de amor más sublime que nos dejó Jesús aquí en la Tierra. A la Eucaristía se la ha llamado "el Sacramento del amor” por antonomasia.
Dios nos alimenta con el cuerpo y la sangre de su mismo Hijo Jesucristo, para que tengamos vida de Dios, y la tengamos en abundancia. Dios no se ahorra nada y nos da todo: cuerpo, alma, sangre y divinidad de su Hijo en la Eucaristía.
¡El amor es entrega y donación! Y en la Eucaristía, Dios se entrega y se dona completamente a nosotros.
¡Cuántos gestos de amor nos demuestra Cristo en la Eucaristía!
Gesto de amor: al invitarnos al banquete.
Gesto del amor fraterno: Ya en el banquete, formamos una comunidad, una familia, donde reina un clima de cordialidad, de acogida. No estamos aislados, ni en compartimentos estancos. Nos vemos, nos saludamos, nos deseamos la paz.
Amor delicado: El gesto de limpiarnos y purificarnos antes de comenzar el banquete, con el acto penitencial: "Yo confieso”, pone de manifiesto que el Señor lava nuestra alma y nuestro corazón, como a los suyos les lavó los pies.
Amor atento: Después, en la liturgia de la Palabra, Dios nos explica su Palabra. Se da su tiempo de charla amena, seria, provechosa y enriquecedora.
Amor generoso: Más tarde, en el momento de la presentación de las ofrendas, Dios nos acepta lo poco que nosotros hemos traído al banquete: ese trozo de pan y esas gotitas de vino y ese poco de agua. El resto lo pone Él.
Amor omnipotente, amor humilde: Nos introduce a la intimidad de la consagración, donde se realiza la suprema locura de amor: manda su Espíritu para transformar ese pan y ese vino en el Cuerpo y Sangre de su Hijo. Y se queda ahí para nosotros real y sacramentalmente, bajo las especies del pan y del vino. ¡Pero es Él!
No tiene reparos en quedarse reducido a esas simples dimensiones. Y baja para todos, en todos los lugares y continentes, en todas las estaciones. Independientemente de que se le espere o no, que se le anhele o no, que se le vaya a corresponder o no. El amor no se mide, no calcula. El amor se da, se ofrece.
Y, finalmente, en el momento de la Comunión se hospeda en nuestra alma y se hace uno con nosotros. No es Él quien se transforma en nosotros; sino nosotros en Él. ¡Qué misterio de amor! ¡Qué diálogos de amor podemos entablar con Él!
Amor con amor se paga.
¿Por qué se ha perdido la virtud de la esperanza entre los hombres?
La Esperanza es una virtud teologal. Es una fuerza del corazón que Dios despierta gracias a la cual el yo humano tiende hacia los invisibles bienes del futuro con paciencia y confianza. Lo venidero es ya presente, pero no está revelado; estamos seguros de ello, no porque lo veamos, sino porque lo creemos. Es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos.
«La esperanza cristiana ha de ser activa, evitando la presunción; y debe ser firme e invencible, para rechazar el desaliento» (R. Garrigou-Lagrange, o. c., p. 741).
Existe la presunción cuando se confía más en las propias fuerzas que en la ayuda de Dios y se olvida la necesidad de la gracia para toda obra buena que realicemos; o bien cuando se espera de la divina misericordia lo que Dios no puede darnos por nuestra mala disposición, como es el perdón sin verdadero arrepentimiento, o la vida eterna sin hacer ningún esfuerzo para merecerla. No es raro que de la presunción se llegue pronto al desaliento, cuando aparecen las pruebas y las dificultades, como si ese bien dificultoso, que es el objeto de la esperanza, fuera imposible de alcanzar. Este desaliento conduce al pesimismo primero y más tarde a la tibieza (Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 988), que considera demasiado difícil la tarea de la santificación personal, apartándose de cualquier esfuerzo.
La causa de la desesperanza no son las dificultades, sino la ausencia de deseos sinceros de santidad y de llegar al Cielo. Quien ama a Dios y quiere amarlo aún más, aprovecha las mismas dificultades para manifestarle que le ama y para crecer en las virtudes. Viene la falta de esperanza cuando se cae en el aburguesamiento, en el apegamiento a los bienes de la tierra, a los que se considera como los únicos verdaderos.
El tibio llega al desaliento porque ha perdido, por muchas negligencias culpables, el objetivo de su lucha por la santidad, por conocer y amar más a Dios. Las cosas materiales adquieren entonces para él un valor de fin absoluto en la práctica, aunque quizá no en la teoría. Y «si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas» (Cfr. F. Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 5ª ed., Madrid 1985, p. 95).
Debemos andar por la vida con los objetivos bien determinados, con la mirada puesta en Dios, que es lo que nos lleva a realizar con ilusión nuestros quehaceres temporales, costosos o no. Entonces comprendemos que todos los bienes terrenos (siendo bienes) son relativos y deben estar subordinados siempre a la vida eterna y a lo que a ella se refiere. El objetivo de la esperanza cristiana trasciende, de un modo absoluto, todo lo terreno » (Cfr. F. Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 5ª ed., Madrid 1985, p. 95).
Esta actitud ante la vida, mantenedora de la esperanza, supone una lucha alegre diaria, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es hacer de esta vida una ciudad permanente, estando en realidad de paso. La lucha interior bien definida en la dirección espiritual, el examen general diario, el recomenzar una y otra vez, con humildad, sin dar lugar al desánimo, es la mejor garantía para mantenernos firmes en la esperanza. El Señor nos ha prometido, según leemos en el Evangelio de la Misa, que siempre que acudamos en demanda de ayuda nos atenderá. (Tomado de
http://mariamediadora.com/Hablar.con.Dios/20.05.11.htm