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jaimealonso escribió:ESTRECHA RELACIÓN DE LA VIRGEN DE DON BOSCO (MARÍA AUXILIADORA DE LOS CRISTIANOS) Y LAS APARICIONES DE LOURDES A BERNARDETTE DE SOUBIROUS
(Páginas tomadas del gran periodista y ensayista Vittorio Messori en su libro: HIPÓTESIS SOBRE MARÍA. Hechos, indicios y enigmas, Edit. Libros libres, Madrid, 2007; págs.. 286-293)
Ya envié en otra ocasión una curiosa aportación. Se trataba del célebre sueño de don Bosco sobre la Iglesia: el sueño de las dos columnas, al que alude aquí también Vittorio Messori hacia el final del artículo. Creo que puede ser muy interesante conocer esta estrecha relación que señala Vittorio Messori entre la advocación mariana de Lourdes y la advocación de María Auxiliadora. Ciertamente, las cosas no suceden “porque sí”, ni aisladas las unas de las otras. La conexión es la alucinante historia de salvación que nuestro Dios y Señor concibió para salvar a la humanidad caída y elevarnos a la categoría de “hijos de Dios”, haciéndonos hijos suyos muy queridos.
CAPÍTULO XXX
(…)
A propósito de documentos que se refieren precisamente a Lourdes: quisiera hablar ahora de uno que no es inaccesible pero que seguro que es conocido por po¬cos, por lo menos fuera del ambiente salesiano. En efecto, estoy pensando en don Juan Bosco.
Todos saben que la vida de este gran santo sería impensable sin una presencia mariana que fue, para él, mucho más que una devoción; fue una experiencia concreta, cotidiana. Pero de momento no queremos adentrarnos demasiado, puesto que nos proponemos dedicar todo el capítulo siguiente a este tema. Por ahora, es suficiente recordar que, antes de convertirse en apóstol de la devoción a la Virgen, que quiso invocada, sobre todo, como Auxilium christianorum (en medio está Lepanto, cuyo nombre se encuentra en la fachada de la basílica de Valdocco), don Bosco fue partidario tenacísimo de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, llegando a ofrecer su vida para que se llegara a su definición. Quizás, las últimas dudas de Pío IX, que tanto lo estimaba, fueron superadas precisamente por sus exhortaciones a concluir, finalmente, un itinerario milenario.
En lo que se refiere a Lourdes, hay que sorprenderse: según las larguísimas Memorie Biografiche escritas por su secretario Giovanni Battista Lemoyne, y aún hoy consideradas como la mayor fuente histórica sobre su vida, ya la novena de la Inmaculada de 1858 tuvo como tema de la predicación a sus jóvenes, esas apariciones, la última de las cuales se había verificado a mitad del mes de julio precedente. Si las cosas son así (y no hay por qué dudarlo), es bastante probable que el instituto de Valdocco haya sido el primer lugar, y no sólo de Italia, donde se inició el culto a Nuestra Señora de Lourdes.
El santo le dedicará a Ella, a lo largo de los años, muchos opúsculos, muchos artículos e infinitas homilías y «pensamientos de buenas noches». En cuanto al documento que decíamos y que está en el antepenúltimo volumen, el diecisiete, de las Memorie Biografiche, lo veremos en las páginas siguientes.
CAPÍTULO XXXI
LA «SOCIA» DE DON BOSCO
Al final del capítulo precedente hablábamos de un episodio singular, práctica¬mente desconocido, que implicó a grandes nombres de la aristocracia inglesa y que une aún más a san Juan Bosco con Lourdes. Si escribimos «aún más» es por¬que, como hemos visto, según las Memorie biogmfiche de don J. B. Leymone, des¬de la novena de la Inmaculada de 1858, en Valdocco, la predicación del santo tu¬vo como objeto las apariciones a la «piadosa Bernardetta», como la llamaba. Precocidad realmente extraordinaria del culto, puesto que sólo en 1862 se tuvo el reconocimiento de la Iglesia de la verdad de Massabielle. Pero así ocurrió también en 1846, cuando los acontecimientos de La Salette habían encontrado inmedia¬tamente eco en la catequesis del entonces poco más que treintañero sacerdote de Castelnuovo.
Además, el ambiente católico de Turín era especialmente receptivo a lo que ocurría en la Francia vecina. Por ejemplo, considerando Lourdes y el «giro» de don Bosco éste pudo permanecer en la capital de los Saboya (en lugar de ser rele¬gado como vicepárroco a un pueblecillo de la diócesis subalpina, donde ya estaba destinado) gracias a la intervención de su extraordinario director espiritual, don (Giuseppe Cafasso. Aquel santo, para el joven sacerdote del que había intuido sus capacidades y su extraordinario temple espiritual, obtuvo un puesto de capellán en una de las instituciones recién fundadas, precisamente en Valdocco, por la gran fi¬gura que, en algún tiempo podremos, parece, ver finalmente en los altares: Juliette de Colbert, aristocrática vandeana, esposa del hombre más rico del reino de Cer¬ina, el marqués Cario Tancredo Falletti di Barolo.
Al no tener hijos, la pareja, religiosísima, invirtió gran parte de sus riquezas en una serie impresionante de obras benéficas o sociales como, por ejemplo, el nuevo cementerio de Turín para cuya construcción el Ayuntamiento no tenía dinero.
Entre las obras del matrimonio Barolo está la construcción de la gran y hermosa iglesia parroquial para el nuevo barrio turinés de Vanchiglia que se estaba construyendo con un proyecto de Alessandro Antonelli, el de la Mole.
El templo de Vanchiglia se dedicó, por voluntad unánime, a santa Julia, en ho¬nor de la benéfica marquesa. Pues bien, en la capilla que se abre al lado del altar mayor, todavía se honra una copia de la famosa estatua de la Inmaculada que está en la gruta de los Pirineos. Según la Tradición, confirmada por los documentos, ésta es la primera imagen de Nuestra Señora de Lourdes llegada a Italia y expuesta en una iglesia a la veneración de los fieles.
Un primado al que los turineses añadieron un privilegio considerable: en 1958, durante los grandes trabajos para el centenario de las apariciones, tuvo lugar la liberación de la gruta de Massabielle de todo elemento ajeno, para devolverla en la medida de lo posible a su aspecto primitivo. Entre las cosas que se quitaron estaba la gran valla de hierro construida por artesanos locales poco después del comienzo de las peregrinaciones y que cerraba el acceso al interior de la gruta. A aquellas rejas se habían agarrado, durante muchas décadas, millones de manos imploran¬tes. Ese metal había sido testigo mudo de manifestaciones imponentes de fe y también de prodigios.
Pues bien, el obispo del centenario, monseñor Pierre Marie Théas, impresio¬nado por la grandiosidad y el fervor de las peregrinaciones anuales de los trabaja¬dores de Fiat, decidió regalarle, precisamente a Turín, esa reliquia tan significativa y ambicionada por todas las diócesis del mundo. Desde 1960, la valla rodea a una estatua de la Inmaculada fundida expresamente, expuesta en la plaza de la antigua iglesia de Santa María del Monte que domina el Po y que los turineses llaman «Monte de los Capuchinos».
Volviendo a don Bosco: referimos, como hemos preanunciado, el episodio a él dedicado y que está en el capítulo antepenúltimo de las Memorie biografiche, continuadas por otro salesiano, don Eugenio Ceria, tras la muerte de Giovanni Battista Lemoyne.
El hecho lo relató el padre Cyril Martindale que, hijo de un ilustre lord in¬glés, se convirtió al catolicismo y se hizo jesuita. La familia Martindale estaba unida por parentesco con la familia del duque de Norfolk, una de las más anti¬guas e ilustres de Inglaterra y que fue siempre católica, pese a las amenazas y las violencias de la dinastía anglicana a lo largo de los siglos. Henry, decimoquinto duque de aquella casa, se casó en 1877 con lady Flora, baronesa de Donnington: tuvieron un solo hijo, pero nacido con una gran malformación y, desgraciadamente, también completamente ciego. Para obtener la gracia de una curación o, por lo menos, de la resignación, el ilustre matrimonio fue en varias ocasiones a Valdocco, para ver a ese don Bosco que admiraban y del que eran generosos be-nefactores. Todo el catolicismo inglés estaba ansioso: si el único hijo del duque de Norfolk —gran protector de la Iglesia romana del reino anglicano— faltara y si el duque no tuviera otros herederos, tanto las riquezas como los títulos pasa¬ rían a una rama protestante, hostil hacia los despreciados «personas que obedecen al Papa».
El padre Martindale testificó, según las Memorie biographiche, que referimos aquí: «La duquesa de Newcastle, gran dama inglesa, pariente de mis padres e ín¬tima de la duquesa de Norfolk, fue a Lourdes en 1877 para implorar, ella tam¬bién, la curación de ese único hijo, tan desgraciado, de su amiga. Mujer nada fácil a las emociones ni dotada de fervorosa fantasía, allí le ocurrió un fenómeno que le hizo temer estar alucinando. Mientras rezaba en la gruta, le pareció oír una voz que le decía: "¡Reza por la madre, no reces por el hijo!". Se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Pocos instantes después se le repitieron internamente esas mismas pa¬labras, de forma que quedó un poco impresionada y la impresión la acompañó hasta Turín, a donde fue para visitar a don Bosco».
Sigue el padre Martindale: «Llegada a la ciudad italiana, la duquesa de Newcastle obtuvo audiencia del santo. A su entrada en la habitación donde tra¬bajaba y recibía, el sacerdote escribía y siguió haciéndolo, sin atender a la visitan¬te, que no sabía explicarse semejante actitud en un hombre de Dios, tan estimado también por su exquisita cortesía hacia cualquiera que se acercara a él. Al final, don Bosco, dejando con calma la pluma, se dirigió a la noble y le dijo ex abrupto, pero en tono comedido: "Rece por la madre, no rece por el hijo". ¡Como en Lourdes! Asombrada y preocupada, la señora rezó en la iglesia adyacente de María Auxiliadora, como se le había aconsejado. Volvió a Londres y cuatro días después murió su amiga, la duquesa de Norfolk».
Como garantía de la veracidad del episodio, el padre Martindale se presentaba sencillamente a sí mismo y a su vocación. En efecto, el caso de los Norfolk fue, evidentemente, conocido y comentado en el ambiente aristocrático inglés y llegó a los oídos de la familia, anglicana, de lord Martindale. El joven Cyril quedó muy impresionado, hasta el punto de que ahí comenzó el esfuerzo que lo indujo a dejar la comunidad de Inglaterra y a hacerse, no sólo católico, sino también a entrar en la Compañía de Jesús. En ella, se encontró entre los miembros más activos y presti¬giosos, además de ser un religioso de obediencia impecable a la Regla.
Hay que estar agradecidos al padre Martindale por habernos conservado la memoria de un hecho que se presenta como mucho más que una anécdota edifi¬cante. En efecto, es como emerger de un misterio de «correspondencia» entre el Santo de los jóvenes y la Virgen que se apareció a la joven Bernadette; entre el santuario pirenaico y el subalpino de Valdocco. Una correspondencia que, lo sa-bemos, parece instaurarse inmediatamente: hemos visto cómo don Bosco no dudó en reconocer la verdad de Lourdes, hasta el punto de proponérsela a sus mucha¬chos poco más de cuatro meses tras el fin de las apariciones. Lo que hace que Valdocco haya sido ciertamente uno de los primeros lugares no sólo en Italia, sino en el mundo, donde, precediendo incluso al juicio de la Iglesia, se inició inmediata¬mente el culto de la Inmaculada «según Bernadette».
En todo caso, episodios como el «inglés» confirman lo que escribió su biógrafo, don Lemoyne: «Entre la Virgen y don Bosco había ciertamente un pacto...». Un «pacto» que (según el mismo interesado) lo llevó a ser instrumento de impulso de una devoción que se hizo, también, piedra y mármol.
«En efecto, el gran templo dedicado a María Auxiliadora y que se erige con sus cúpulas en las bajuras malsanas y mal afamadas de Valdocco no está ahí casual¬mente. En la zona en torno a una de las cúpulas ondean, en letras vistosas, las pa¬labras Hic domus mea, inde gloria mea, «aquí (está) mi casa, desde aquí (se difundi¬rá) mi gloria».
Son palabras que don Bosco atribuyó a la misma Virgen. En efecto, a partir de 1 844, una serie de sueños le habían preanunciado que tendría que edificar una igle¬sia «grandísima y altísima» en honor de María y cuyo incluso entrevio. Sólo más tarde comenzó a manifestarse un nuevo sueño, donde la Madre de Jesús, señalando precisamente ese terreno (que no casualmente, don Bosco llamó «el campo de los sueños») y marcando con un pie un lugar preciso, decía: «Aquí, donde los santos Avventore, Octavio y Solutore derramaron su sangre por la fe, quiero que mi nom¬bre sea venerado de forma especial». Después, el santo dirá haber divisado (y, esa vez, no en sueños, sino bien despierto y alerta) un globo luminoso que señalaba el lugar: vio surgir de la tierra la futura basílica con la cúpula encendida de luz.
Obviamente, don Bosco estaba de acuerdo con la etimología que quiere que Valdocco se derive del latín Vallis Occisomm, «valle de los asesinados»: los asesina¬dos eran los soldados huidos de la masacre de la Legión Tebea (compuesta por cristianos) y alcanzados, después, por los verdugos del emperador pagano. El lugar exacto del martirio — el señalado por la misma María, según la misteriosa vi¬sión — está marcado, en la basílica, con una cruz dorada sobre el suelo de la cripta de las reliquias, a la derecha para quien entra por la puerta principal.
También aquí hay una especie de nexo de unión con Lourdes: Massabielle y Valdocco no son elegidas por los hombres, sino por el Cielo mismo. Más aún, a vista humana, ambos lugares debían evitarse para la construcción de cualquier co¬sa: ¡imaginemos grandes santuarios!
En Lourdes, como se sabe, hubo que desviar el río y trabajar con dinamita para crear una base en la roca sobre la que posar el edificio de la primera iglesia. Pero también las que se siguieron —la del rosario y la subterránea excavada para el centenario— dieron grandes problemas a los arquitectos, por el agua que se filtra¬ba en profundidad desde el gave de Pau.
En Turín, las dificultades no eran menores: el terreno señalado por la Virgen no era de don Bosco y sus propietarios no pretendían cederlo. Además, precisa¬mente a mitad del edificio que la Virgen quería, pasaba una calle pública que la hostil y masónica administración municipal no tenía ninguna intención de cam¬biar de sitio. En todo caso, los técnicos advertían que la zona, igual que la de Lourdes, era pantanosa, por ser un depósito aluvial del cercano Dora. Por consi¬guiente, tanto la escasa estabilidad del terreno, como las continuas y grandes in¬filtraciones de agua, no permitían levantar un edificio, sobre todo de la mole gi¬gantesca querida por don Bosco.
Se interpusieron sus mismos discípulos, insistiendo para trasladarlo a un lugar cercano, donde no sólo el terreno era más adecuado sino donde, además, la basíli¬ca habría tenido mayor impacto y visibilidad. También habría tenido más fácil ac¬ceso para los habitantes de los barrios en construcción allí cerca, que no disponían de una iglesia para cumplir, por lo menos, el precepto dominical. Pero el santo fue inamovible: aquél era el lugar indicado por María; por tanto, era el lugar donde él debía construir la domus magna que Ella quería. Y al final, allí se empezó a excavar, encontrándose inmediatamente —como estaba previsto— la capa de agua que multiplicó no sólo las dificultades técnicas, sino también el costo, por la necesidad de construir cimientos dobles o triples respecto a los normales. No siendo esto suficiente, se recurrió, como en Venecia, al sistema de pilotes de encina. Por lo menos se aprovechó no para preparar trasteros, sino grandes estancias subterrá¬neas, con vastos salones.
Un siglo después, esto se reveló providencial, pues allí se estableció la sede del «Centro de documentación mariana», creado y atendido por el salesiano don Pietro Ceresa, recientemente desaparecido, que con un trabajo apasionado recogió los testimonios de devoción a la Virgen de todos los tiempos y de todos los países. Es una de las mayores colecciones públicas del mundo, una forma de demostrar la realización concreta de la profecía del Magníficat: «Me felicitarán todas las generaciones».
Naturalmente, según costumbre de los santos, las obras para la gran iglesia empezaron sin dinero (mejor, por precisión, con ocho monedas, cuarenta céntimos, como especificó don Bosco cuando todo hubo terminado). Además, natu¬ralmente, tal y como él se esperaba, el dinero comenzó a llegar como por encanto, precisamente cuando era necesario.
Aquel «cura loco» (como muchos lo consideraban, quizás en la misma Iglesia, y no faltó un intento de ingresarlo en un manicomio) lo había proclamado desde el principio, como visionario y, al mismo tiempo, realista que era: «Es la Virgen la que quiere la Iglesia, ella se encargará de los gastos. Yo soy sólo el cajero que paga a obreros y artistas». Su previsión, al principio, era de un gasto de 200 mil liras; arquitectos y jefes de obras estimaban necesarias 500 mil; al final, el costo superó la entonces astronómica cifra de un millón. Como él mismo precisó, al menos 800 mil liras habían llegado de devotos, en reconocimiento por las gracias recibi¬das de María Auxiliadora. Es decir, no se equivocaba cuando repetía que en aquel enorme, espléndido edificio no había ladrillo que no estuviera marcado por un milagro.
En la fachada de la basílica se lee, como todos sabemos, la gran frase: María Auxilium Christianorum ora pro nobis. Precisamente la simbología de la Auxiliado¬ra se encuentra en el cuadro enorme (más de siete metros de altura) que domina el altar mayor y que se pintó bajo indicación precisa del santo, que atormentó al ar¬tista no sólo para que respetara lo que se quería de él, sino para que añadiera otros símbolos. Tanto, que al final estalló: «Don Bosco, ¡para poner todo lo que usted querría, se necesitaría un cuadro tan grande como la plaza del Castillo!».
Pero en la cúpula mayor, a setenta metros del suelo, a doble tamaño respecto a la natural, no está la estatua de la Auxiliadora, sino de la Inmaculada. En efecto, un 8 de diciembre, en 1841, tuvo lugar en la sacristía de San Francisco de Asís el encuentro entre el joven sacerdote y el pequeño obrero vagabundo, Bartolomeo Garelli, que fue el comienzo de toda la obra a favor de la juventud.
Durante muchos años, el culto de María como Inmaculada parece predominante en él. Después, casi de repente, precisamente en los años en que se decide por la gran basílica, comienza a prevalecer la invocación a María como Auxilium Christianorum. Más aún, a partir de un determinado momento, el santo descubre un poco de su misteriosa vida íntima (a él mismo se le escapó una vez: «Nadie sabrá la mayor parte de las cosas que he hecho en mi vida»). Por tanto, se descubre un poco y con¬fía, primero a sus salesianos y, después, a todos los jóvenes, que «es María misma la que quiere ser invocada con este título». En la visión del 26 de mayo de 1862, co¬nocida como «sueño de las dos columnas», vio a los enemigos de Dios emprenderla lucha contra la Iglesia y el Papa en forma de una furibunda batalla naval. En medio del combate, dos columnas surgieron milagrosamente de las aguas para proteger la nave gobernada por el Vicario de Cristo. En la primera columna había una gran hostia; en la otra, la Virgen Inmaculada pero, a sus pies, llevaba un letrero con la inscripción: «Auxilium Christianorum».
A partir de ahí, de forma cada vez más exclusiva, se hizo apóstol de esta devo¬ción que, por otra parte, era ya antigua en la Iglesia: impulsada a lo grande por el Papa de Lepanto, san Pío V, hacía siglos que formaba parte de las invocaciones marianas.
¿Por qué esta predilección de don Bosco por María Auxiliadora de los cristianos?
En primer lugar, hay que precisar que, desde una perspectiva de fe y conocien¬do su vida extraordinaria, no debería hablarse de una elección suya, sino de Otros, de la que se hizo sólo instrumento.
Entonces, la pregunta cambia: ¿por qué se le pidió que impulsara precisamente ese título mariano y en aquel momento determinado? Como ha observado un estudioso salesiano: «Este título de Auxilium Christianorum destaca inmediata¬mente la forma pública y social de mediación que la Santa Virgen ejerce, no sólo a favor de esta o aquella persona, institución o nación, sino, sobre todo, a favor de toda la Iglesia católica y de su cabeza, el Papa, especialmente en los momentos más dramáticos, ante las necesidades más urgentes y ante los riesgos más insidiosos».
Por tanto, ésta no es una «devoción privada», sino un culto para toda la Iglesia. Esa Iglesia que, precisamente en el tiempo de don Bosco, se enfrentaba dramáti¬camente con la modernidad, con el asalto no sólo a la institución eclesial, sino también a la misma fe, con el deísmo masónico y con la libertad de culto y de propaganda dada a cualquiera, sobre todo si era hostil al catolicismo. Para el san¬to, dos eran los remedios y las defensas: las dos columnas vistas en la visión de 1862. Es decir, el culto a la Eucaristía y la devoción mariana. Pero no una devo¬ción intimista, como la que se había predicado en otras épocas de la cristiandad. Mientras ésta se disolvía, era necesario invocar a una Virgen materna y batalladora al mismo tiempo, la Madre de los momentos más difíciles: precisamente, el Auxi¬lio de los cristianos empeñados en la lucha.
También por esto, poco antes de morir, el santo dijo: «Vamos hacia tiempos en los que todo buen católico tendrá que descubrir por qué María quiere ser invocada, sobre todo, como Auxiliadora».
Tal vez estas palabras no hayan perdido actualidad ni siquiera hoy.
Hasta aquí el artículo de Vittorio Messori, que se ha atrevido a entresacar el hilo conductor de la implicación de María en la Historia de la Salvación, como Madre, como Guía y Auxilio y como Maestra: cumpliendo así la voluntad de Dios de asociarla a la Obra de la Redención llevada a cabo por el Hijo de Dios encarnado en su seno, Jesucristo nuestro Dios y Señor.
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