por LAYDI YAEL SANABRIA » Lun Ago 25, 2014 10:03 pm
Milagros de San Benito.
He aquí algunos de los muchos milagros relatados por San Gregorio, en su biografía de San Benito. El muchacho que no sabía nadar. El joven Plácido cayó en un profundo lago y se estaba ahogando. San Benito mandó a su discípulo preferido Mauro: "Láncese al agua y sálvelo." Mauro se lanzó enseguida y logró sacarlo sano y salvo hasta la orilla. Y al salir del profundo lago se acordó de que había logrado atravesar esas aguas sin saber nadar. La obediencia al santo le había permitido hacer aquel salvamento milagroso. El edificio que se cae. Estando construyendo el monasterio, se vino abajo una enorme pared y sepultó a uno de los discípulos de San Benito. Este se puso a rezar y mandó a los otros monjes que removieran los escombros, y debajo de todo apareció el monje sepultado, sano y sin heridas, como si hubiera simplemente despertado de un sueño. La piedra que no se movía. Estaban sus religiosos constructores tratando de quitar una inmensa piedra, pero esta no se dejaba ni siquiera mover un centímetro. Entonces el santo le envió una bendición, y enseguida la pudieron remover de allí como si no pesara nada. Por eso desde hace siglos cuando la gente tiene algún grave problema en su casa que no logra alejar, consigue una medalla de San Benito y le reza con fe, y obtiene prodigios. Es que este varón de Dios tiene mucho influjo ante Nuestro Señor. Panes que se multiplican. Muertes anunciadas. Un día exclamó: "Se murió mi amigo el obispo de Cápua, porque vi que subía al cielo un bello globo luminoso." Al día siguiente vinieron a traer la noticia de la muerte del obispo. Otro día vio que salía volando hacia el cielo una blanquísima paloma y exclamó: "Seguramente se murió mi hermana Escolástica." los Monjes fueron a averiguar, y sí, en efecto acababa de morir tan santa mujer. El, que había anunciado la muerte de otros, supo también que se aproximaba su propia muerte y mandó a unos religiosos a excavar…….(Bibliografía Butler; Vida de los Santos; Sálesman, P. Eliécer, "Vidas de los Santos" Sgarbossa, Mario; Giovannini, Luigi, "Un santo para cada día").
La Santa Regla.
Benedicto decidió que lo mejor era irse a vivir a un lugar solitario donde entregarse a la oración. No quería verse envuelto en las luchas por el poder, en la codicia, en la ambición y el egoísmo que suelen dominar la vida de los ricos y los poderosos.
En vez de eso quería tener tiempo para pensar en Dios, y en la vida de Jesucristo, y en cómo ser un buen cristiano. Durante una temporada vivió completamente solo en una cueva cerca de Subiaco, pero más adelante se le unieron otros hombres que acudían a pedirle que les enseñara a vivir como monjes. Para poder guiarles, Benedicto redactó su "regla para principiantes," donde explicaba lo principal que debía hacer un cristiano "si realmente busca a Dios." En ella decía que un cristiano debe vivir en paz con los demás, sin intentar salirse siempre con la suya, y sin tener una idea demasiado elevada de sí mismo. Debe vivir una vida sencilla, y no desear la posesión de muchas cosas que le hagan sentir importante y seguro. Un cristiano debe rezar a menudo, y también leer la Biblia.
Puesto que normalmente un grupo de gente que vive en común debe ponerse de acuerdo respecto a cómo hacer las cosas, Benedicto tuvo que descender también a detalles concretos: dijo cómo había que gobernar un monasterio, cuáles eran las tareas específicas que debían llevarse a cabo, qué oraciones había que rezar y cuándo había que rezarlas, qué tipo de persona debía ser el abad, cómo había que atender a los invitados, etc. Todos los monjes debían prometer obediencia al abad, y permanecer en la abadía durante toda su vida; y aunque los monjes hacían promesa de no casarse, la vida en el monasterio debía ser como una gran familia, de la cual el abad fuera el padre. Al abad lo elegían entre todos los monjes, y una vez elegido permanecía en el cargo durante toda su vida. El monasterio debía cubrir todas las necesidades de los monjes, y los hombres que llegaban allí venían de todos los estratos de la sociedad: desde hijos de campesinos que no sabían leer ni escribir hasta hijos de familias nobles que se habían educado en la escuela del monasterio. Sin embargo tenían que ser capaces de vivir juntos en paz y armonía.
Tuvo algunas dificultades, algunos monjes trataron a veces de matarle porque no estaban de acuerdo con sus ideas. En el año 520 se fue de Subiaco dirigiéndose hacia el sur, a Monte Cassino, donde fundó un nuevo monasterio. Pasó allí el resto de su vida, mientras Italia se convertía en un campo de batalla donde los godos y los ejércitos del emperador oriental libraban una guerra larga y salvaje que ningún lado podía ganar porque no era suficientemente poderoso. Mientras esta guerra cruel e inútil convertía una parte tras otra de Italia en una ruina asolada, San Benito trabajaba en Monte Cassino, donde murió hacia el año 555. Los reyes y generales dejaron tras ellos una tierra devastada, pero el Santo dejó su famosa "Regla."
Las ideas de Benedicto tuvieron una importancia especial en un mundo en el que el gobierno organizado, el comercio y las comunicaciones se estaban desmoronando ante las invasiones bárbaras. Sus monasterios eran una especie de islas" autosuficientes, que podían vivir durante larguísimos periodos de tiempo sin ayuda de ningún gobierno ni ninguna ciudad.
Esta Regla era tan práctica y funcionaba tan bien, que un monasterio tras otro decidió aceptarla, hasta que llegó a convertirse en la Regla principal de los monasterios de toda Europa durante los siguientes mil años. Durante una gran parte de ese tiempo, los monasterios serían los lugares más civilizados y Pacíficos de toda Europa.
A finales del siglo 6, un monje benedictino fue elegido papa: Gregorio el Grande, llamado así por todo lo que hizo por la Iglesia. Una de las cosas que hizo fue enviar un grupo de monjes a Inglaterra entre el 596 y el 597, dando comienzo con esta misión a la conversión de los ingleses al cristianismo; más tarde, el jefe de este grupo, Agustín, llegó a ser el primer arzobispo de Canterbury.
Con el paso de los siglos, la forma de vida de los grandes monasterios de Inglaterra y Francia fue cambiando, y se fue alejando de lo que predicaba San Benedicto. Los edificios se fueron haciendo cada vez más espléndidos y las oraciones más elaboradas; los monjes trabajaban menos en los campos y pasaban más tiempo dedicados al estudio y a la escritura y decoración de hermosos libros. Entre estos monasterios, los ingleses tenían unas características específicas. Los edificios se modificaron para adaptarse al clima frío de Inglaterra, e incluyeron una habitación especial en la que se encendía un fuego para calentarse en invierno. Además, los monasterios ingleses no estaban tan separados de la vida del país como pretendía San Benedicto: los reyes y las reinas se convirtieron en patrones de los monasterios, o en guardianes, y en muchas ocasiones la iglesia del monasterio era además la catedral de una región grande y el obispo vivía con los monjes. Además, las campanas de la abadía repicaban los domingos y los días festivos para avisar a la gente para que acudiera a la iglesia, y en ocasiones especiales los monjes y los ciudadanos organizaban procesiones por las calles de la ciudad.
Regla de San Benito.
Prólogo.
Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey.
Ante todo pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos, no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones. En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los bienes suyos que Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre airado, desherede a sus hijos, ni como señor temible, irritado por nuestras maldades, entregue a la pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no quisieron seguirle a la gloria.
Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño" (Rom. 13:11). Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo: "Si oyeren hoy su voz, no endurezcan sus corazones" (Sal 94:8). Y otra vez: "El que tenga oídos para oír (Mt 11:15), escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias" (Apoc 2:7). ¿Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo les enseñaré el temor del Señor" (Sal 33:12). "Corran mientras tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la muerte" (Jn 12:35).
Y el Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: "¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?" (Sal 33:13). Si tú, al oírlo, respondes "Yo," Dios te dice: "Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela" (Sal 33:14-15). Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre ustedes, y mis oídos oirán sus preces, y antes de que me invoquen les diré: "Aquí estoy." ¿Qué cosa más dulce para nosotros, caros hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Vean cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.
Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su reino a Aquel que nos llamó.
Si queremos habitar en la morada de su reino, puesto que no se llega allí sino corriendo con obras buenas, preguntemos al Señor con el Profeta diciéndole: "Señor, ¿quién habitará en tu morada, o quién descansará en tu monte santo?" (Sal 14:1). Hecha esta pregunta, hermanos, oigamos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de esta morada diciendo: "El que anda sin pecado y practica la justicia; el que dice la verdad en su corazón y no tiene dolo en su lengua; el que no hizo mal a su prójimo ni admitió que se lo afrentara" (Sal 14:2-3). El que apartó de la mirada de su corazón al maligno diablo tentador y a la misma tentación, y lo aniquiló, y tomó sus nacientes pensamientos y los estrelló contra Cristo. Estos son los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no es obra suya sino del Señor, y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113b:1). Del mismo modo que el Apóstol Pablo, que tampoco se atribuía nada de su predicación, y decía: "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Cor 15:10). Y otra vez el mismo: "El que se gloría, gloríese en el Señor" (2 Cor 10:17). Por eso dice también el Señor en el Evangelio: "Al que oye estas mis palabras y las practica, lo compararé con un hombre prudente que edificó su casa sobre piedra; vinieron los ríos, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa, pero no se cayó, porque estaba fundada sobre piedra" (Mt 7:24-25).
Después de decir esto, el Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos. Por eso, para corregirnos de nuestros males, se nos dan de plazo los días de esta vida. El Apóstol, en efecto, dice: "¿No sabes que la paciencia de Dios te invita al arrepentimiento?" . Pues el piadoso Señor dice: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33:11).
Cuando le preguntamos al Señor, hermanos, sobre quién viviera en su casa, oímos lo que hay que hacer para habitar en ella, a condición de cumplir el deber del morador. Por tanto, preparemos nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los preceptos, y roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su gracia, para cumplir lo que nuestra naturaleza no puede. Y si queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la luz de esta vida, corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará eternamente.
45 Vamos, pues, a instituir una escuela del servicio divino, y al hacerlo, esperamos no establecer nada que sea áspero o penoso. Pero si, por una razón de equidad, para corregir los vicios o para conservar la caridad, se dispone algo más estricto, no huyas enseguida aterrado del camino de la salvación, porque éste no se puede emprender sino por un comienzo estrecho. Mas cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los mandamientos de Dios. De este modo, no apartándonos nunca de su magisterio, y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también acompañarlo en su reino. Amén.
1. Las Clases de Monjes.
Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.
La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio. aprendieron a pelear contra el diablo, enseñados por la ayuda de muchos. Bien adiestrados en las filas de sus hermanos para la lucha solitaria del desierto, se sienten ya seguros sin el consuelo de otros, y son capaces de luchar con sólo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios, contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas. Éstos no han sido probados como oro en el crisol por regla alguna en el magisterio de la experiencia, sino que, blandos como plomo, guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios con su tonsura. Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor, reunidos, no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la satisfacción de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consideran ilícito lo que no les gusta.
La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferentes provincias, hospedándose tres o cuatro días en distintos monasterios. Siempre vagabundos, nunca permanecen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaítas.
De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar. Dejándolos, pues, de lado, vamos a organizar, con la ayuda del Señor, el fortísimo linaje de los cenobitas.
2. Como Debe Ser el Abad.
Un abad digno de presidir un monasterio debe acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de superior. Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio, puesto que se lo llama con ese nombre, según lo que dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba, Padre" (Rom 8:15).
Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los discípulos. Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus discípulos. Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el Padre de familias encuentre en sus ovejas. Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal comportamiento, este pastor será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu salvación, pero ellos, desdeñándome, me despreciaron" (Sal 39:11; Is. 1:2). Y entonces, por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas desobedientes encomendadas a su cuidado.
Por tanto, cuando alguien recibe el nombre de abad, debe gobernar a sus discípulos con doble doctrina, esto es, debe enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras. A los discípulos capaces proponga con palabras los mandatos del Señor, pero a los duros de corazón y a los más simples muestre con sus obras los preceptos divinos. Y cuanto enseñe a sus discípulos que es malo, declare con su modo de obrar que no se debe hacer, no sea que predicando a los demás sea él hallado réprobo, y que si peca, Dios le diga: "¿Por qué predicas tú mis preceptos y tomas en tu boca mi alianza? pues tú odias la disciplina y echaste mis palabras a tus espaldas" (Sal 49:16-17) y "Tú, que veías una paja en el ojo de tu hermano ¿no viste una viga en el tuyo?" (cf. Mt 7:3).
No haga distinción de personas en el monasterio. No ame a uno más que a otro, sino al que hallare mejor por sus buenas obras o por la obediencia. No anteponga el hombre libre al que viene a la religión de la condición servil, a no ser que exista otra causa razonable. Si el abad cree justamente que ésta existe, hágalo así, cualquiera fuere su rango. De lo contrario, que cada uno ocupe su lugar, porque tanto el siervo como el libre, todos somos uno en Cristo, y servimos bajo un único Señor en una misma milicia, porque no hay acepción de personas ante Dios. Él nos prefiere solamente si nos ve mejores que otros en las buenas obras y en la humildad. Sea, pues, igual su caridad para con todos, y tenga con todos una única actitud según los méritos de cada uno.
El abad debe, pues, guardar siempre en su enseñanza, aquella norma del Apóstol que dice: "Reprende, exhorta, amonesta" (2 Tim 4:2), es decir, que debe actuar según las circunstancias, ya sea con severidad o con dulzura, mostrando rigor de maestro o afecto de padre piadoso. Debe, pues, reprender más duramente a los indisciplinados e inquietos, pero a los obedientes, mansos y pacientes, debe exhortarlos para que progresen; y le advertimos que amoneste y castigue a los negligentes y a los arrogantes.
No disimule los pecados de los transgresores, sino que, cuando empiecen a brotar, córtelos de raíz en cuanto pueda, acordándose de la desgracia de Helí, sacerdote de Silo. A los mejores y más capaces corríjalos de palabra una o dos veces; pero a los malos, a los duros, a los soberbios y a los desobedientes reprímalos en el comienzo del pecado con azotes y otro castigo corporal, sabiendo que está escrito: "Al necio no se lo corrige con palabras" (Prov 29:19), y también: "Pega a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte" (Prov 23:14).
El abad debe acordarse siempre de lo que es, debe recordar el nombre que lleva, y saber que a quien más se le confía, más se le exige. Y sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y servir los temperamentos de muchos, pues con unos debe emplear halagos, reprensiones con otros, y con otros consejos. Deberá conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia, de modo que no sólo no padezca detrimento la grey que le ha sido confiada, sino que él pueda alegrarse con el crecimiento del buen rebaño.
Ante todo no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas, de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las almas encomendadas a él. Piense siempre que recibió el gobierno de almas de las que ha de dar cuenta. Y para que no se excuse en la escasez de recursos, acuérdese de que está escrito: "Busquen el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura" (Mt 6:33), y también: "Nada falta a los que le temen" (Sal 33:10).
Sepa que quien recibe almas para gobernar, debe prepararse para dar cuenta de ellas. Tenga por seguro que, en el día del juicio, ha de dar cuenta al Señor de tantas almas como hermanos haya tenido confiados a su cuidado, además, por cierto, de su propia alma. Y así, temiendo siempre la cuenta que va a rendir como pastor de las ovejas a él confiadas, al cuidar de las cuentas ajenas, se vuelve cuidadoso de la suya propia, y al corregir a los otros con sus exhortaciones, él mismo se corrige de sus vicios.
3. Convocación de los Hermanos a Consejo.
Siempre que en el monasterio haya que tratar asuntos de importancia, convoque el abad a toda la comunidad, y exponga él mismo de qué se ha de tratar. Oiga el consejo de los hermanos, reflexione consigo mismo, y haga lo que juzgue más útil. Hemos dicho que todos sean llamados a consejo porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor.
Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad, y todos obedecerán lo que él juzgue ser más oportuno. Pero así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así corresponde que éste disponga todo con probidad y justicia.
Todos sigan, pues, la Regla como maestra en todas las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón. Ninguno se atreva a discutir con su abad atrevidamente, o fuera del monasterio. Pero si alguno se atreve, quede sujeto a la disciplina regular. Mas el mismo abad haga todo con temor de Dios y observando la Regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna, de todos sus juicios a Dios, justísimo juez.
Pero si las cosas que han de tratarse para utilidad del monasterio son de menor importancia, tome consejo solamente de los ancianos, según está escrito: "Hazlo todo con consejo, y después de hecho no te arrepentirás."
Virtudes.
4. Los Instrumentos de las Buenas Obras.
Primero, amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas;
después, al prójimo como a sí mismo.
Luego, no matar;
no cometer adulterio,
no hurtar,
no codiciar,
no levantar falso testimonio,
honrar a todos los hombres,
no hacer a otro lo que uno no quiere para sí.
Negarse a sí mismo para seguir a Cristo.
Castigar el cuerpo,
no entregarse a los deleites,
amar el ayuno.
Alegrar a los pobres,
vestir al desnudo,
visitar al enfermo,
sepultar al muerto.
Socorrer al atribulado,
consolar al afligido.
Hacerse extraño al proceder del mundo,
no anteponer nada al amor de Cristo.
No ceder a la ira,
no guardar rencor.
No tener dolo en el corazón,
no dar paz falsa.
No abandonar la caridad.
No jurar, no sea que acaso perjure,
decir la verdad con el corazón y con la boca.
No devolver mal por mal.
No hacer injurias, sino soportar pacientemente las que le hicieren.
Amar a los enemigos.
No maldecir a los que lo maldicen, sino más bien bendecirlos.
Sufrir persecución por la justicia.
No ser soberbio,
ni aficionado al vino,
ni glotón
ni dormilón,
ni perezoso,
ni murmurador,
ni detractor.
Poner su esperanza en Dios.
Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a Dios, no a sí mismo;
en cambio, sepa que el mal siempre lo ha hecho él, e impúteselo a sí mismo.
Temer el día del juicio,
sentir terror del infierno,
desear la vida eterna con la mayor avidez espiritual,
tener la muerte presente ante los ojos cada día.
Velar a toda hora sobre las acciones de su vida,
saber de cierto que, en todo lugar, Dios lo está mirando.
Estrellar inmediatamente contra Cristo los malos pensamientos que vienen a su corazón, y manifestarlos al anciano espiritual,
guardar su boca de conversación mala o perversa,
no amar hablar mucho,
no hablar palabras vanas o que mueven a risa,
no amar la risa excesiva o destemplada.
Oír con gusto las lecturas santas,
darse frecuentemente a la oración,
confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas,
enmendarse en adelante de esas mismas faltas.
No ceder a los deseos de la carne,
odiar la propia voluntad,
obedecer en todo los preceptos del abad, aun cuando él — lo que no suceda — obre de otro modo, acordándose de aquel precepto del Señor: "Hagan lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen."
No querer ser llamado santo antes de serlo, sino serlo primero para que lo digan con verdad.
Poner por obra diariamente los preceptos de Dios,
amar la castidad,
no odiar a nadie,
no tener celos,
no tener envidia,
no amar la contienda,
huir la vanagloria.
Venerar a los ancianos,
amar a los más jóvenes.
Orar por los enemigos en el amor de Cristo;
reconciliarse antes de la puesta del sol con quien se haya tenido alguna discordia.
Y no desesperar nunca de la misericordia de Dios.
Estos son los instrumentos del arte espiritual. Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, el Señor nos recompensará con aquel premio que Él mismo prometió: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre lo que Dios ha preparado a los que lo aman." El taller, empero, donde debemos practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.