5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

En este curso, haremos un viaje en el tiempo para situarnos en los orígenes del monacato cristiano. Conoceremos las distintas órdenes monásticas, a sus fundadores, sus monasterios, su arte, cultura, forma de vida y su importancia para la civilización a través de la historia hasta la actualidad.

Fecha de inicio:
11 de agosto de 2014

Fecha final:
27 de octubre de 2014

Responsable: Hini Llaguno

Moderadores: Catholic.net, Ignacio S, hini, Betancourt, PEPITA GARCIA 2, rosita forero, J Julio Villarreal M, AMunozF, Moderadores Animadores

Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor Pachelli1960 » Sab Ene 10, 2015 6:58 pm

--- LAS HERMANAS CLARISAS ---


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La cuestión de las observancias

La Orden de Santa Clara o de las Hermanas Pobres de Santa Clara, cuyas monjas son conocidas como Clarisas, fue fundada por San Francisco de Asís y Santa Clara en 1212 en la iglesia de San Damián, cerca de Asís (Italia). Como el IV Concilio de Letrán de 1215 prohibía la aprobación de nuevas Reglas, las Hermanas Pobres tuvieron que profesar la Regla de San Benito (que incluía el título de abadesa y la posibilidad de poseer propiedades). Para evitar lo último, en 1216 Santa Clara obtuvo del Papa Inocencio III el “privilegio de la pobreza”, por el que nadie las podría obligar a tener rentas y propiedades.

Este estilo de vida que se llevaba en San Damián se implantó en otros monasterios italianos. Por ello el Cardenal Hugolino, su protector, redactó en 1218 unos Estatutos para todos los monasterios de “Damianitas”. En 1247 dichos Estatutos y la Regla benedictina fueron sustituidos por una nueva Regla impuesta por Inocencio IV que pronto cayó en desuso. Santa Clara no estaba conforme con nada de lo hecho anteriormente, pues no recogían estas Reglas y Estatutos el genuino espíritu de pobreza y minoridad al que se sentían llamadas. Santa Clara redactó su propia Regla, la primera compuesta por una mujer, y dos días antes de su muerte, el 11 de agosto de 1253, Inocencio IV la aprobaba. Esta Regla de Santa Clara fue implantada en el Monasterio de San Damián, teniendo poca repercusión en el resto.

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Intentando uniformizar la Orden, en 1263 el Papa Urbano IV aprobó una nueva Regla que tenía en cuenta algunos puntos de la Regla de Santa Clara. También les impuso el nombre oficial de Orden de Santa Clara. Esta Regla de Urbano IV abolía el privilegio de la pobreza en sentido estricto y establecía el sistema de rentas y la propiedad en común como el medio normal para la subsistencia de los monasterios. Este hecho provocó la primera división en la Orden: las Damianitas que profesaban la Regla de Santa Clara (Primera Regla) y las Urbanistas, la mayoría de los monasterios, que profesaban la Regla de Urbano IV (Segunda Regla). Con el transcurrir del tiempo, casi todos los monasterios aceptaron la propiedad en común de bienes, incluido el Protomonasterio de Santa Clara que sustituyó al de San Damián después de la muerte de la Santa. Tenemos entonces que, salvo algunas excepciones, los monasterios de Clarisas seguían la Regla de Urbano IV.

A partir del s. XIV, la relajación se apoderó de muchos conventos de Franciscanos y monasterios de Clarisas. Entre los frailes surgieron reformas (Observantes, Alcantarinos, Capuchinos…), que paralelamente afectaban a las Clarisas. La principal reformadora de las Clarisas fue Santa Coleta de Corbie, que en 1406 puso en todo su vigor la Regla de Santa Clara y redactó unas Constituciones específicas para los monasterios que se adherían a su reforma. Estas Constituciones Coletinas fueron aprobadas en 1454 por Pío II, y sus monjas son denominadas Clarisas Coletinas o Descalzas. En 1462 esta reforma llega a España y desde entonces se expande por numerosos monasterios. Otras reformas menores fueron las de las Clarisas Recoletas, Clarisas de la Estricta Observancia y Clarisas Descalzas Alcantarinas.
Otra reforma que adquirió relevancia fue la de las Clarisas Capuchinas llevada a cabo por la española Madre María Lorenza Llonc en 1535 en Nápoles. Ésta impuso en su monasterio la Regla de Santa Clara con todo su rigor, añadiéndole unos estatutos inspirados en las Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos. En 1587 las Clarisas Capuchinas fundan en Granada su primer monasterio.
Después de éste recorrido histórico tenemos que la Orden de Santa Clara (Segunda Orden Franciscana) está formada por los diferentes monasterios de monjas enclaustradas que profesan la Regla de Santa Clara aprobada por Inocencio IV en 1253:

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- Con Regla de Santa Clara y Constituciones comunes: Clarisas.
- De acuerdo a las dispensas otorgadas por Urbano IV en 1263: Clarisas Urbanistas.
- Conforme a las Constituciones redactadas por Santa Coleta: Clarisas Coletinas o Descalzas.
- Conforme a la tradición capuchina: Clarisas Capuchinas.


Actualmente, y por impulso del Concilio Vaticano II que invitó a los Institutos Religiosos a regresar a las fuentes, la mayoría de los monasterios de Clarisas profesan la Regla de Santa Clara y unas Constituciones comunes que la interpretan. Se denominan simplemente Clarisas y son la mayoría. No obstante, siguen existiendo las ramas de Urbanistas y Coletinas, aunque las diferencias reales entre todas ellas son anecdóticas, y su diferenciación cosa del pasado. Por ejemplo, en 1953, a tenor de una encuesta se dio el resultado de que la mayoría de los monasterios de Clarisas españoles profesaban la Regla de Urbano IV, y hoy en día la situación ha cambiado, ya que muchos se mudaron a la observancia de la Regla de Santa Clara sin más.

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Estadísticas

Se estima que en el mundo hay 892 monasterios (617 en Europa, 198 en América, 74 en Asia, 42 en África y 5 en Oceanía) de la Orden de Santa Clara:

- Clarisas: 566 monasterios y 8960 monjas.
- Clarisas Urbanistas: 88 monasterios y 1200 monjas.
- Clarisas Coletinas o Descalzas: 61 monasterios y 750 monjas.
- Clarisas Capuchinas: 157 monasterios y 2300 monjas.

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Gracias
Dios nos bendiga a todos

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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor PEPITA GARCIA 2 » Sab Ene 10, 2015 7:46 pm

Santa Clara de Asís

Imagen -.Santa Clara nació en Asís, Italia, el 16 de julio de 1194; fue la hija mayor del matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi. Ambas familias pertenecían a la aristocracia de Asís, y su padre tenía el título de Conde de Sasso–Rosso, y su madre Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y Tierra Santa. Se dice que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo entero, y fue por eso que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual encierra dos significados, resplandeciente y célebre.

Santa Clara tuvo cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.

Santa Clara creció en el palacio fortificado de la familia, cerca de la Puerta Vieja, una niña muy virtuosa, se mortificaba duramente usando ásperos cilicios de cerdas y rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas para contarlas.

Casa de Santa Clara en su infancia.- Imagen

Al cumplir los 15 años, sus padres la prometieron en matrimonio a un joven de la nobleza, a lo que ella se resistió respondiendo que se había consagrado a Dios y había resuelto no casarse.

San Francisco.- Imagen

En esa época había regresad de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven San Francisco, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera. Santa Clara le escucho predicar en la Iglesia de San Rufino y comprendió que el modo de vida observada por San Francisco era lo que a ella le señalaba el Señor.

Entre los seguidores de San Francisco estaban Rufino y Silvestre, parientes cercanos de Santa Clara, ayudándole para cumplir sus deseos. Un día acompañada de Bona Guelfuci, uno de sus familiares fue a ver a San Francisco. El había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro», y a los18 años, subyugada por el ardor evangélico de su compatriota San Francisco, que acababa de poner en marcha la nueva fraternidad, se confió a su dirección y desde entonces San Francisco fue el guía espiritual de Santa Clara.

La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Santa Clara huyó de su casa y se encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los Frailes Menores con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la imagen del Cristo de San Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre». Cambió sus vestiduras por un sayal tosco, semejante al de los frailes; el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y le cortaron el cabello para formar parte de la Orden de los Hermanos Menores.

Santa Clara y San Francisco.- Imagen

Santa Clara prometió obedecer a San Francisco en todo y fue trasladada al Convento de las Benedictinas de San Pablo de las Abadesas. Sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al Convento, negándose rotunda Santa Clara a regresar a su casa, y 15 días después, San Francisco le procuró un asilo más seguro en el Convento de Sant´ Angelo in Panzo, por el Monte Subasio, donde residían mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes, unírsele clandestinamente, su hermana Inés.

Fresco de Santa Clara y las hermanas clarisas.- Imagen -. Iglesia de San Damián

Tomó el hábito de manos del San Francisco, prometiéndole obediencia, posteriormente, San Francisco dispuso para Santa Clara y sus compañeras una vivienda, adaptada al ideal de pobreza y sencillez que ella misma anhelaba, junto a la pequeña Iglesia de San Damián, por él restaurada. En ella se instaló el pequeño grupo de Damas Pobres, llamadas luego “Clarisas” integrado ya con otras tres compañeras. La comunidad femenina imitaba en lo posible la de los Hermanos Franciscanos.

Santa Clara fue la superiora del Convento de Monjas de San Damián, por 40 años; su vida era de gran austeridad, rica en obras de caridad y piedad. Alejó con sus oraciones a los sarracenos que asediaban Asís. Redactó una Forma de vida en la que insistía en la pobreza que era base para la Regla que ella misma redactó con posterioridad (1247-1252), adaptación para las religiosas de la Regla Franciscana.

En 1253, una bula pontificia aprobaba solemnemente la Regla que había compuesto.

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Murió en el Monasterio de San Damiano, canonizada en 1255 por el.- Imagen.- Papa Alejandro IV.

Imagen -.Sus restos mortales descansan en la cripta de la Basílica de Santa Clara de Asís; dedicada a ella.

Se le representa iconográficamente con una custodia, báculo, lirio.-
Imagen -. y su fiesta se celebra el 12 de agosto.

Santa Clara fue la primera y única mujer en escribir una Regla de vida religiosa para mujeres, en su contenido y en su estructura se aleja de las tradicionales Reglas Monásticas.

Fuentes: Biografías y vidas. Wikipedia. Corazones
"No anteponer nada al amor de Dios"

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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor AMunozF » Dom Ene 11, 2015 1:44 am

------------------------------EL TESTAMENTO Y LA REGLA DE SANTA CLARA DE ASÍS------------------------------

--------------------EL TESTAMENTO

1En el nombre del Señor. Amén.
2Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor el Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3), y por los que más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, 3está el de nuestra vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le somos. 4Por lo cual dice el Apóstol: Reconoce tu vocación (cf. 1 Cor 1,26). 5El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino (cf. Jn 14,6), que con la palabra y el ejemplo nos mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo.

6Por tanto, debemos considerar, amadas hermanas, los inmensos beneficios de Dios que nos han sido concedidos, 7pero, entre los demás, aquellos que Dios se dignó realizar en nosotras por su amado siervo nuestro padre el bienaventurado Francisco, 8no sólo después de nuestra conversión, sino también cuando estábamos en la miserable vanidad del siglo. 9Pues el mismo Santo, cuando aún no tenía hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, 10mientras edificaba la iglesia de San Damián, donde, visitado totalmente por la consolación divina, fue impulsado a abandonar por completo el siglo, 11profetizó de nosotras, por efecto de una gran alegría e iluminación del Espíritu Santo, lo que después el Señor cumplió. 12En efecto, subido en aquel entonces sobre el muro de dicha iglesia, decía en alta voz, en lengua francesa, a algunos pobres que moraban allí cerca: 13«Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, 14porque aún ha de haber en él unas damas, por cuya vida famosa y santo comportamiento religioso será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia».

15En esto, por tanto, podemos considerar la copiosa benignidad de Dios para con nosotras; 16Él, por su abundante misericordia y caridad, se dignó decir, por medio de su Santo, estas cosas sobre nuestra vocación y elección. 17Y no sólo de nosotras profetizó estas cosas nuestro bienaventurado padre Francisco, sino también de las otras que habían de venir a la santa vocación a la que el Señor nos ha llamado.

18¡Con cuánta solicitud, pues, y con cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar los mandamientos de Dios y de nuestro padre [Francisco] para que, con la ayuda del Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! 19Porque el mismo Señor nos ha puesto como modelo que sirva de ejemplo y espejo no sólo a los otros, sino también a nuestras hermanas, a las que llamará el Señor a nuestra vocación, 20para que también ellas sirvan de espejo y ejemplo a los que viven en el mundo. 21Así pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes, a que puedan mirarse en nosotras las que son para los otros ejemplo y espejo, 22estamos muy obligadas a bendecir y alabar a Dios, y a confortarnos más y más en el Señor para obrar el bien. 23Por lo cual, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y con un brevísimo trabajo ganaremos el premio de la eterna bienaventuranza.

24Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro bienaventurado padre Francisco, yo hiciera penitencia, 25poco después de su conversión, junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado poco después de mi conversión, le prometí voluntariamente obediencia, 26según la luz de su gracia que el Señor nos había dado por medio de su admirable vida y enseñanza. 27Y el bienaventurado Francisco, considerando que si bien éramos frágiles y débiles según el cuerpo, no rehusábamos ninguna necesidad, pobreza, trabajo, tribulación o menosprecio y desprecio del siglo, 28antes al contrario, los teníamos por grandes delicias, como a ejemplo de los santos y de sus hermanos había comprobado frecuentemente en nosotras, se alegró mucho en el Señor; 29y movido a piedad hacia nosotras, se obligó con nosotras a tener siempre, por sí mismo y por su Religión, un cuidado amoroso y una solicitud especial de nosotras como de sus hermanos.

30Y así, por voluntad de Dios y de nuestro bienaventurado padre Francisco, fuimos a morar junto a la iglesia de San Damián, 31donde el Señor, en poco tiempo, nos multiplicó por su misericordia y gracia, para que se cumpliera lo que el Señor había predicho por su Santo; 32pues antes habíamos permanecido en otro lugar, aunque por poco tiempo.
33Después, escribió para nosotras una forma de vida, sobre todo para que perseveráramos siempre en la santa pobreza. 34Y no se contentó con exhortarnos durante su vida con muchas palabras y ejemplos al amor de la santísima pobreza y a su observancia, sino que nos entregó varios escritos para que, después de su muerte, de ninguna manera nos apartáramos de ella, 35como tampoco el Hijo de Dios, mientras vivió en el mundo, jamás quiso apartarse de la misma santa pobreza. 36Y nuestro bienaventurado padre Francisco, habiendo imitado sus huellas (cf. 1 Pe 2,21), su santa pobreza que había elegido para sí y para sus hermanos, no se apartó en absoluto de ella mientras vivió, ni con su ejemplo ni con su enseñanza.

37Así pues, yo, Clara, sierva, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de San Damián, y plantita del santo padre, considerando con mis otras hermanas nuestra profesión tan altísima y el mandato de tan gran padre, 38y también la fragilidad de las otras, fragilidad que nos temíamos en nosotras mismas después de la muerte de nuestro padre san Francisco, que era nuestra columna y nuestro único consuelo después de Dios, y nuestro apoyo, 39una y otra vez nos obligamos voluntariamente a nuestra señora la santísima pobreza, para que, después de mi muerte, las hermanas que están y las que han de venir de ninguna manera puedan apartarse de ella.

40Y así como yo siempre he sido diligente y solícita en guardar y hacer guardar por las otras la santa pobreza que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre Francisco, 41así también aquellas que me sucedan en el oficio estén obligadas hasta el fin a guardar y a hacer guardar, con el auxilio de Dios, la santa pobreza. 42Más aún, para mayor cautela me preocupé de hacer corroborar nuestra profesión de la santísima pobreza, que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre, con los privilegios del señor papa Inocencio, en cuyo tiempo comenzamos, y de otros sucesores suyos, 43para que de ninguna manera nos apartáramos nunca de ella.

44Por lo cual, de rodillas y postrada en cuerpo y alma, recomiendo todas mis hermanas, las que están y las que han de venir, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo Pontífice y, de manera especial, al señor cardenal que fuere designado para la Religión de los Hermanos Menores y para nosotras, 45a fin de que, por amor de aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre (cf. Lc 2,12), pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo, 46haga que siempre su pequeña grey (cf. Lc 12,32), que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco para seguir la pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa Virgen su Madre, 47guarde la santa pobreza que hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre san Francisco, y se digne animarlas y conservarlas siempre en ella.

48Y así como el Señor nos dio a nuestro bienaventurado padre Francisco como fundador, plantador y ayuda nuestra en el servicio de Cristo y en las cosas que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre, 49quien también, mientras vivió, se preocupó siempre de cultivarnos y animarnos con la palabra y el ejemplo a nosotras, su plantita, 50así recomiendo y confío mis hermanas, las que están y las que han de venir, al sucesor de nuestro bienaventurado padre Francisco y a toda la Religión, 51a fin de que nos ayuden a progresar siempre hacia lo mejor para servir a Dios y, de manera especial, para guardar mejor la santísima pobreza.

52Y si en algún tiempo ocurriera que dichas hermanas abandonaran el mencionado lugar y se trasladaran a otro, que estén, sin embargo, obligadas, dondequiera que se encuentren después de mi muerte, a guardar la sobredicha forma de pobreza, que hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre Francisco.

53Con todo, tanto la que esté entonces en el oficio [la abadesa] como las otras hermanas sean solícitas y providentes para que, en torno del sobredicho lugar, no adquieran o reciban más terreno del que exija la extrema necesidad como huerto para cultivar hortalizas. 54Y si en algún lugar conviniera tener más tierra fuera de la cerca del huerto, para el decoro y aislamiento del monasterio, no permitan que se adquiera ni tampoco reciban sino cuanto exija la extrema necesidad; 55y que esa tierra no se cultive ni se siembre en absoluto, sino que permanezca siempre baldía e inculta.

56Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, las que están y las que han de venir, que se apliquen siempre con esmero a imitar el camino de la santa simplicidad, humildad, pobreza, y también el decoro del santo comportamiento religioso, 57tal como desde el inicio de nuestra conversión nos lo han enseñado Cristo y nuestro bienaventurado padre Francisco. 58A causa de lo cual, no por nuestros méritos, sino por la sola misericordia y gracia del espléndido bienhechor, el mismo Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3) esparció el olor de la buena fama (cf. 2 Cor 2,15), tanto entre los que están lejos como entre los que están cerca. 59Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que tenéis interiormente, 60para que, estimuladas por este ejemplo, las hermanas crezcan siempre en el amor de Dios y en la mutua caridad.

61Ruego también a aquella que tenga en el futuro el oficio de las hermanas que se aplique con esmero a presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio, 62de tal manera que sus hermanas, estimuladas por su ejemplo, la obedezcan no tanto por el oficio, cuanto más bien por amor. 63Sea también próvida y discreta para con sus hermanas, como una buena madre con sus hijas, 64y, de manera especial, que se aplique con esmero a proveerlas, de las limosnas que el Señor les dará, según la necesidad de cada una. 65Sea también tan benigna y afable, que puedan manifestarle tranquilamente sus necesidades, 66y recurrir a ella confiadamente a cualquier hora, como les parezca conveniente, tanto para sí como para sus hermanas.

67Mas las hermanas que son súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. 68Por eso, quiero que obedezcan a su madre, como lo han prometido al Señor, con una voluntad espontánea, 69para que su madre, viendo la caridad, humildad y unión que tienen entre ellas, lleve más ligeramente toda la carga que por razón del oficio soporta, 70y lo que es molesto y amargo, por el santo comportamiento religioso de ellas se le convierta en dulzura.

71Y porque son estrechos el camino y la senda, y es angosta la puerta por la que se va y se entra en la vida, son pocos los que caminan y entran por ella (cf. Mt 7,14); 72y si hay algunos que durante un cierto tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran en ella. 73¡Bienaventurados de veras aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin (cf. Mt 10,22)!

74Por consiguiente, si hemos entrado por el camino del Señor, guardémonos de apartarnos nunca en lo más mínimo de él por nuestra culpa e ignorancia, 75para que no hagamos injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen y a nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y también a la militante. 76Pues está escrito: Malditos los que se apartan de tus mandamientos (Sal 118,21).

77Por eso doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), para que, teniendo a nuestro favor los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y de nuestro bienaventurado padre Francisco y de todos los santos, 78el mismo Señor que dio el buen principio, dé el incremento (cf. 1 Cor 3,6-7), y dé también la perseverancia final. Amén.

79Para que mejor pueda ser observado este escrito, os lo dejo a vosotras, carísimas y amadas hermanas mías, presentes y futuras, en señal de la bendición del Señor y de nuestro bienaventurado padre Francisco, y de la bendición mía, vuestra madre y sierva.

--------------------LA REGLA

[Bula del Papa Inocencio IV
Inocencio obispo, siervo de los siervos de Dios, a las amadas hijas en Cristo, Clara, abadesa, y las otras hermanas del monasterio de San Damián de Asís, salud y bendición apostólica.
La Sede Apostólica suele acceder a los piadosos deseos y satisfacer con benevolencia las honestas peticiones de quienes elevan a ella sus preces. Ahora bien, por vuestra parte se nos ha suplicado humildemente que confirmáramos con autoridad apostólica la forma de vida que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis espontáneamente, según la cual debéis vivir comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2), forma que nuestro venerable hermano el obispo de Ostia y de Velletri tuvo a bien aprobar, como consta más ampliamente en la carta redactada con tal motivo por el mismo obispo. Así pues, accediendo a los ruegos de vuestra devoción, teniendo por ratificado y grato cuanto ha hecho a este respecto el mismo obispo, lo confirmamos con autoridad apostólica y lo corroboramos con la protección del presente escrito, haciendo insertar en él, palabra por palabra, el tenor de la misma carta, que es el siguiente:
Rainaldo, por la misericordia divina obispo de Ostia y de Velletri, a su amadísima madre e hija en Cristo madonna Clara, abadesa de San Damián de Asís, y a sus hermanas, tanto presentes como futuras, salud y bendición paterna.
Ya que vosotras, amadas hijas en Cristo, habéis despreciado las pompas y delicias del mundo, y, siguiendo las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre (cf. 1 Pe 2,21), habéis elegido vivir encerradas en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza para poder dedicaros a Él con el espíritu libre, Nos, encomiando en el Señor vuestro santo propósito, queremos de buen grado y con afecto paterno satisfacer benévolamente vuestros votos y santos deseos.
Por lo cual, accediendo a vuestros piadosos ruegos, confirmamos a perpetuidad, con la autoridad del señor Papa y la nuestra, para todas vosotras y para las que os sucedan en vuestro monasterio, y corroboramos con la protección del presente escrito la forma de vida y el modo de santa unidad y de altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2), que vuestro bienaventurado padre san Francisco os dio de palabra y por escrito para que la observarais, anotada en las presentes letras. Es la siguiente:]
 
[CAPÍTULO I]
[¡En el nombre del Señor! Comienza la forma de vida de las Hermanas Pobres]
1La forma de vida de la Orden de las Hermanas Pobres, forma que el bienaventurado Francisco instituyó, es ésta: 2guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad. 3Clara, indigna sierva de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco, promete obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. 4Y así como al principio de su conversión, junto con sus hermanas, prometió obediencia al bienaventurado Francisco, así promete guardar inviolablemente esa misma obediencia a sus sucesores. 5Y las otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a los sucesores del bienaventurado Francisco y a la hermana Clara y a las demás abadesas canónicamente elegidas que la sucedan.
 
[CAPÍTULO II]
[De aquellas que quieren tomar esta vida, y cómo deben ser recibidas]
1Si alguna por inspiración divina viniera a nosotras queriendo tomar esta vida, la abadesa esté obligada a pedir el consentimiento de todas las hermanas; 2y si la mayor parte da su consentimiento, obtenida la licencia del señor cardenal protector nuestro, podrá recibirla. 3Y si ve que debe ser recibida, examínela diligentemente o haga que sea examinada de la fe católica y de los sacramentos de la Iglesia. 4Y si cree todo esto y quiere confesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin, 5y no tiene marido o, si lo tiene, también él ha entrado ya en religión con la autorización del obispo diocesano, y ha emitido ya el voto de continencia; 6y si, en fin, la edad avanzada o alguna enfermedad o debilidad mental no le impide la observancia de esta vida, 7expóngasele diligentemente el tenor de nuestra vida.
8Y si fuera idónea, dígasele la palabra del santo Evangelio, que vaya y venda todas sus cosas y se aplique con empeño a distribuirlas a los pobres (cf. Mt 19,21, y paralelos). 9Si esto no pudiera hacerlo, le basta la buena voluntad. 10Y guárdense la abadesa y sus hermanas de preocuparse de sus cosas temporales, para que libremente haga ella de sus cosas lo que el Señor le inspire. 11Con todo, si busca consejo, envíenla a algunos discretos y temerosos de Dios, con cuyo consejo sus bienes se distribuyan a los pobres. 12Después, cortados los cabellos en redondo y depuesto el vestido seglar, concédale la abadesa tres túnicas y el manto. 13En adelante no le sea permitido salir fuera del monasterio sin causa útil, razonable, manifiesta y digna de aprobación. 14Y finalizado el año de la probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar perpetuamente la vida y la forma de nuestra pobreza.
15No se conceda el velo a ninguna durante el tiempo de probación. 16Las hermanas podrán tener también manteletas para comodidad y decoro del servicio y del trabajo. 17Y la abadesa provéalas de ropas con discreción, según las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y frías regiones, como vea que conviene a la necesidad. 18A las jovencitas recibidas en el monasterio antes de la edad legal, córtenles los cabellos en redondo; 19y, depuesto el vestido seglar, vístanse de paño religioso, como le parezca a la abadesa. 20Mas cuando lleguen a la edad legal, vestidas de la misma forma que las otras, hagan su profesión. 21Y tanto a éstas como a las demás novicias, la abadesa provéalas con solicitud de una maestra escogida de entre las más discretas de todo el monasterio, 22la cual las forme diligentemente en el santo comportamiento y en las buenas costumbres según la forma de nuestra profesión.
23En el examen y admisión de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio, guárdese la forma antes dicha; éstas podrán llevar calzado. 24Que ninguna resida con nosotras en el monasterio si no ha sido recibida según la forma de nuestra profesión. 25Y por amor del santísimo y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2,7.12), y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles.
 
[CAPÍTULO III]
[Del oficio divino y del ayuno, de la confesión y comunión]
1Las hermanas que saben leer recen el oficio divino según la costumbre de los Hermanos Menores, por lo que podrán tener breviarios, leyendo sin canto. 2Y a aquellas que por causa razonable no puedan alguna vez decir sus horas leyendo, les estará permitido como a las demás hermanas decir los Padrenuestros. 3Mas aquellas que no saben leer, digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; 4por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, siete. 5Digan también por los difuntos, en vísperas, siete Padrenuestros con el Requiem aeternam, y en maitines, doce, 6cuando las hermanas que saben leer estén obligadas a rezar el oficio de difuntos. 7Y cuando muera («emigre») una hermana de nuestro monasterio, digan cincuenta Padrenuestros.
8Las hermanas ayunen en todo tiempo. 9Pero en la Natividad del Señor, cualquiera que sea el día en que caiga, podrán tomar dos refacciones. 10Las jovencitas, las débiles y las que prestan servicio fuera del monasterio, sean dispensadas, con misericordia, como le parezca a la abadesa. 11Pero en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas las hermanas al ayuno corporal.
12Confiésense al menos doce veces al año con permiso de la abadesa. 13Y deben guardarse de introducir entonces más palabras que las que conciernen a la confesión y a la salud de las almas. 14Comulguen siete veces, a saber: la Natividad del Señor, el Jueves Santo, la Resurrección del Señor, Pentecostés, la Asunción de la bienaventurada Virgen, la fiesta de san Francisco y la fiesta de Todos los Santos. 15Para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas, le estará permitido al capellán celebrar dentro.
 
[CAPÍTULO IV]
[De la elección y oficio de la abadesa, del capítulo, de las oficialas y de las discretas]
1En la elección de la abadesa estén las hermanas obligadas a guardar la forma canónica. 2Y procuren ellas mismas con presteza tener al ministro general o provincial de la Orden de los Hermanos Menores, 3el cual, mediante la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia y a la común utilidad en la elección que han de hacer. 4Y no se elija a ninguna que no sea profesa. 5Y si fuera elegida o dada de otro modo una no profesa, no se le obedezca, si antes no profesa la forma de nuestra pobreza. 6En falleciendo la cual, hágase la elección de otra abadesa. 7Y si en algún tiempo apareciera a la generalidad de las hermanas que la abadesa no es suficiente para el servicio y utilidad común de las mismas, 8estén obligadas las dichas hermanas, según la forma antes mencionada, a elegirse, cuanto antes puedan, otra para abadesa y madre.
9Y la elegida considere qué carga ha tomado sobre sí y a quién tiene que dar cuenta de la grey que se le ha encomendado (cf. Mt 12,36; Heb 13,17). 10Esfuércese también en presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio, para que las hermanas, estimuladas por su ejemplo, la obedezcan más por amor que por temor. 11No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas, cause escándalo en todas. 12Consuele a las afligidas. Sea también el último refugio de las atribuladas (cf. Sal 31,7), no sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las débiles la enfermedad de la desesperación. 13Guarde la vida común en todo, pero especialmente en la iglesia, el dormitorio, el refectorio, la enfermería y en los vestidos. 14Lo que también su vicaria esté obligada a guardar de manera semejante.
15La abadesa esté obligada a convocar a sus hermanas a capítulo por lo menos una vez a la semana, 16en el que tanto ella como las hermanas deberán confesar humildemente las ofensas y negligencias comunes y públicas. 17Y las cosas que se han de tratar para utilidad y decoro del monasterio, háblelas allí mismo con todas sus hermanas; 18pues muchas veces el Señor revela a la menor qué es lo mejor. 19No se contraiga ninguna deuda grave, sino con el consentimiento común de las hermanas y por una necesidad manifiesta, y esto mediante procurador. 20Y guárdese la abadesa y sus hermanas de recibir depósito alguno en el monasterio, 21pues de ahí surgen muchas veces turbaciones y escándalos.
22Para conservar la unidad del amor mutuo y de la paz, todas las oficialas del monasterio sean elegidas con el consentimiento común de todas las hermanas. 23Y del mismo modo sean elegidas por lo menos ocho hermanas de entre las más discretas, de cuyo consejo deberá siempre servirse la abadesa en las cosas que requiere la forma de nuestra vida. 24También podrán las hermanas y deberán, si les pareciera útil y conveniente, remover alguna vez a las oficialas y a las discretas y elegir a otras en su lugar.
 
[CAPÍTULO V]
[Del silencio, del locutorio y de la reja]
1Desde la hora de completas hasta la de tercia, las hermanas guarden silencio, exceptuadas las que prestan servicio fuera del monasterio. 2Guarden también silencio continuo en la iglesia, en el dormitorio, y en el refectorio sólo mientras comen; 3se exceptúa la enfermería en la que, para recreo y servicio de las enfermas, siempre les estará permitido a las hermanas hablar con discreción. 4Podrán, sin embargo, siempre y en todas partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario.
5No sea lícito a las hermanas hablar en el locutorio o en la reja sin permiso de la abadesa o de su vicaria. 6Y las que tienen permiso, no se atrevan a hablar en el locutorio si no están presentes y las escuchan dos hermanas. 7En cuanto a la reja, no se permitan ir allí si no están presentes al menos tres hermanas designadas por la abadesa o su vicaria de entre las ocho discretas que son elegidas por todas las hermanas para el consejo de la abadesa. 8La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar. 9Y lo dicho, en la reja que suceda rarísimamente. Y en la puerta, de ningún modo.
10A dicha reja póngasele por el interior un paño, que no se remueva sino cuando se exponga la palabra de Dios o alguna hermana hable con alguien. 11Tenga también una puerta de madera muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 12para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la tendrá la abadesa, y la otra la sacristana; 13y permanezca siempre cerrada, a no ser cuando se oye el oficio divino, y por las causas antes mencionadas.
14Antes de la salida del sol o después de la puesta del sol, ninguna deberá en absoluto hablar con nadie en la reja. 15Y en el locutorio, manténgase siempre por dentro un paño, que no se remueva. 16Durante la cuaresma de san Martín y la cuaresma mayor, que ninguna hable en el locutorio, 17sino al sacerdote por causa de la confesión o de otra necesidad manifiesta, lo que se reservará a la prudencia de la abadesa o de su vicaria.
 
[CAPÍTULO VI]
[Que no se han de tener posesiones]
1Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia.
2Y el bienaventurado Padre, considerando que no teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación, menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, que los teníamos por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma de vida en estos términos: 3«Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, 4quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos.» 5Lo que cumplió diligentemente mientras vivió, y quiso que fuera siempre cumplido por los hermanos.
6Y para que jamás nos apartásemos de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco lo hicieran las que tenían que venir después de nosotras, poco antes de su muerte de nuevo nos escribió su última voluntad diciendo: 7«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; 8y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. 9Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien.»
10Y así como yo siempre he sido solícita, junto con mis hermanas, en guardar la santa pobreza que hemos prometido al Señor Dios y al bienaventurado Francisco, 11así también las abadesas que me sucedan en el oficio y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta el fin: 12a saber, no recibiendo o teniendo posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, 13ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, 14a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del monasterio; 15y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de las mismas hermanas.
 
[CAPÍTULO VII]
[Del modo de trabajar]
1Las hermanas a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, después de la hora de tercia trabajen fiel y devotamente, y en trabajo que conviene al decoro y a la utilidad común, 2de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir. 3Y lo que producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a asignarlo en el capítulo ante todas. 4Hágase lo mismo si hay personas que envían alguna limosna para las necesidades de las hermanas, a fin de que se haga memoria de ellas en común. 5Y todas estas cosas sean distribuidas para utilidad común por la abadesa o su vicaria con el consejo de las discretas.
 
[CAPÍTULO VIII]
[Que nada se apropien las hermanas, y del procurarse limosnas y de las hermanas enfermas]
1Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. 2Y como peregrinas y forasteras (cf. 1 Pe 2,11) en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, envíen por limosna confiadamente, 3y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo (cf. 2 Cor 8,9). 4Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que a vosotras, carísimas hermanas mías, os ha constituido herederas y reinas del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado en virtudes (cf. Sant 2,5). 5Esta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes (cf. Sal 141,6). 6Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimas hermanas, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo.
7A ninguna hermana le esté permitido enviar cartas ni recibir algo o darlo fuera del monasterio sin permiso de la abadesa. 8Tampoco le esté permitido tener cosa alguna que la abadesa no le haya dado o permitido. 9Y si sus parientes u otras personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. 10Mas ella, si lo necesita, que pueda usarlo; si no, que lo comparta caritativamente con alguna hermana que lo necesite. 11Pero si le enviaran dinero, la abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que necesita.
12Respecto a las hermanas enfermas, la abadesa esté firmemente obligada a informarse con solicitud, por sí misma y por las otras hermanas, de lo que su enfermedad requiere en cuanto a consejos y en cuanto a alimentos y a otras cosas necesarias, 13y a proveer caritativa y misericordiosamente según las posibilidades del lugar. 14Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas (cf. Mt 7,12) si estuvieran afectadas por alguna enfermedad. 15Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad. 16Y si la madre ama y cuida a su hija (cf. 1 Tes 2,7) carnal, ¿cuánto más amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?
17Las que están enfermas descansen en jergones de paja y tengan para la cabeza almohadas de pluma; 18y las que necesiten escarpines de lana y colchones, que puedan usarlos. 19Y dichas enfermas, cuando sean visitadas por quienes entran en el monasterio, que pueda cada una de ellas responder brevemente algunas buenas palabras a quienes les hablan. 20Pero las demás hermanas que tengan permiso para ello, no se atrevan a hablar a quienes entran en el monasterio, sino en presencia de dos hermanas discretas que las escuchen, designadas por la abadesa o su vicaria. 21La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar.
 
[CAPÍTULO IX]
[De la penitencia que se ha de imponer a las hermanas que pecan, y de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio]
1Si alguna hermana, por instigación del enemigo, pecara mortalmente contra la forma de nuestra profesión, y si, amonestada dos o tres veces por la abadesa o por las otras hermanas, 2no se enmendara, coma en tierra pan y agua ante todas las hermanas en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz; 3y sea sometida a una pena más grave, si así le pareciere a la abadesa. 4Durante todo el tiempo en que sea contumaz, hágase oración a fin de que el Señor ilumine su corazón para la penitencia. 5Pero la abadesa y sus hermanas deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguna, 6porque la ira y la conturbación impiden en sí mismas y en las otras la caridad.
7Si ocurriera alguna vez, lo que Dios no permita, que entre hermana y hermana, por alguna palabra o gesto, se produjese un motivo de turbación o de escándalo, 8la que haya sido causa de la turbación, de inmediato, antes de presentar la ofrenda (cf. Mt 5,23) de su oración ante el Señor, no sólo se prosterne humildemente a los pies de la otra, pidiéndole perdón, 9sino que, también, ruéguele con simplicidad que interceda por ella ante el Señor para que sea indulgente con ella. 10Mas la otra, recordando aquella palabra del Señor: Si no perdonáis de corazón, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará (cf. Mt 6,15; 18,35), 11perdone con liberalidad a su hermana toda la injuria que le haya inferido.
12Las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio no permanezcan largo tiempo fuera del mismo, a no ser que lo requiera una causa de necesidad manifiesta. 13Y deberán andar con decoro y hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las observan. 14Y guárdense firmemente de tener sospechosas relaciones o consejos con alguien. 15Y no se hagan madrinas de hombres o mujeres, para que, con esta ocasión, no se origine murmuración o turbación. 16Y no se atrevan a referir en el monasterio los rumores del siglo. 17Y estén firmemente obligadas a no referir fuera del monasterio nada de lo que se dice o se hace dentro que pueda engendrar escándalo. 18Y si alguna, por simplicidad, faltara en estas dos cosas, quede en la prudencia de la abadesa el imponerle penitencia con misericordia. 19Pero si lo hiciera por costumbre viciosa, la abadesa, con el consejo de las discretas, impóngale una penitencia según la calidad de la culpa.
 
[CAPÍTULO X]
[De la amonestación y corrección de las hermanas]
1La abadesa amoneste y visite a sus hermanas, y corríjalas humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea contrario a su alma y a la forma de nuestra profesión. 2Mas las hermanas súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. 3Por lo que estarán firmemente obligadas a obedecer a sus abadesas en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra profesión. 4Y la abadesa tenga tanta familiaridad para con ellas, que éstas puedan hablar y obrar con ella como las señoras con su sierva; 5pues así debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas.
6Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (cf. Mt 13,22), detracción y murmuración, disensión y división; 7sean, en cambio, siempre solícitas en conservar entre ellas la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección (cf. Col 3,14).
8Y las que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; 9sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, 10orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la tribulación y en la enfermedad, 11y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, 12porque dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). 13Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (Mt 10,22).
 
[CAPÍTULO XI]
[De la custodia de la clausura]
1La portera sea madura de costumbres y discreta, y sea de una edad conveniente, y durante el día permanezca allí en una celda abierta y sin puerta. 2Asígnesele también una compañera idónea que, cuando sea necesario, haga en todo sus veces.
3La puerta esté muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 4para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la tendrá la portera, y la otra la abadesa. 5Y de día, no se deje nunca sin custodia y esté firmemente cerrada con una llave.
6Pero cuiden con sumo esmero y procuren que la puerta nunca esté abierta, sino lo menos que de manera congruente sea posible. 7Y no se abra en absoluto a cualquiera que quiera entrar, sino a quien le haya sido concedido por el sumo Pontífice o por nuestro señor cardenal. 8Y no permitan las hermanas a nadie entrar en el monasterio antes de la salida del sol, ni permanecer dentro después de la puesta del sol, a no ser que lo exija una causa manifiesta, razonable e inevitable.
9Si para la bendición de una abadesa o para la consagración de alguna hermana como monja o también por otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro del monasterio, que se contente con unos acompañantes y ministros lo menos numerosos y lo más honestos que pueda. 10Y cuando sea necesario que algunos entren en el monasterio para hacer un trabajo, la abadesa con solicitud ponga entonces en la puerta a la persona conveniente, 11que la abra sólo a los asignados al trabajo, y no a otros. 12Guárdense con sumo cuidado todas las hermanas de ser vistas entonces por los que entran.
 
[CAPÍTULO XII]
[Del visitador, del capellán y del cardenal protector]
1Nuestro visitador sea siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal. 2Y sea tal, que se tenga plena constancia de su decoro y costumbres. 3Su oficio será corregir, tanto en la cabeza como en los miembros, los excesos cometidos contra la forma de nuestra profesión. 4A él le estará permitido hablar con varias y con cada una de las hermanas, estando en un lugar público para que pueda ser visto por las otras, acerca de las cosas que pertenecen al oficio de la visita, como le parezca más conveniente.
5Pedimos también un capellán con un compañero clérigo de buena fama, discreto y prudente, y dos hermanos laicos amantes del santo comportamiento y decoro religioso, 6para ayuda de nuestra pobreza, como siempre hemos tenido misericordiosamente de dicha Orden de los Hermanos Menores, 7y lo pedimos a la misma Orden, como gracia, por el amor de Dios y del bienaventurado Francisco. 8No le esté permitido al capellán entrar en el monasterio sin compañero. 9Y cuando entren, que estén en un lugar público, de modo que siempre puedan verse el uno al otro y ser vistos por los demás. 10Para la confesión de las enfermas que no puedan ir al locutorio, para dar la comunión a las mismas, para la extremaunción, para la recomendación del alma, séales permitido a los mismos entrar. 11Mas para las exequias y la celebración de la misa de difuntos, y para cavar o abrir la sepultura, o también para acomodarla, que puedan entrar personas en número suficiente e idóneas, según el prudente juicio de la abadesa.
12Con miras a todo lo dicho, las hermanas estén firmemente obligadas a tener siempre como gobernador, protector y corrector nuestro, al cardenal de la santa Iglesia Romana que haya sido asignado a los Hermanos Menores por el señor Papa, 13para que, siempre súbditas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe (cf. Col 1,23) católica, guardemos perpetuamente la pobreza y la humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y el santo Evangelio, que firmemente hemos prometido. Amén.
 
[Dado en Perusa, a 16 de septiembre, en el año décimo del pontificado del señor papa Inocencio IV (1252).

A nadie, pues, en absoluto le sea permitido infringir esta escritura de nuestra confirmación o con osadía temeraria ir contra ella. Mas si alguno presumiera intentar esto, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Asís, a 9 de agosto, en el año undécimo de nuestro pontificado (1253).

Fuente | Autor : http://www.franciscanos.org/esscl/escritossc.html

Nota: Se añadieron los números de las notas al pie, pero no se escribieron dichas notas por no contenerlas el escrito fuente.
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor AMunozF » Dom Ene 11, 2015 1:49 am

-------------------------CARTAS DE SANTA CLARA DE ASÍS A SANTA INÉS DE PRAGA-------------------------

7.1 ] - CARTA I A SANTA INÉS DE PRAGA

1A la venerable y santísima virgen, doña Inés, hija del excelentísimo e ilustrísimo rey de Bohemia, 2Clara, indigna servidora de Jesucristo y sierva inútil (cf. Lc 17,10) de las damas encerradas del monasterio de San Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda de manera absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de la felicidad eterna.
3Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto de gozo (cf. Hab 3,18); 4a causa de eso, no sólo yo personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que sirven y desean servir a Jesucristo. 5Y el motivo de esto es que, cuando vos hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y honores y dignidades del siglo, desposándoos legítimamente con el ínclito Emperador con gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya, 6desdeñando todas esas cosas, vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal, 7tomando un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa.
8Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. 9Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante. 10Ya estáis vos estrechamente abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas y ha colgado de vuestras orejas margaritas inestimables, 11y os ha envuelto toda de perlas brillantes y resplandecientes, y ha puesto sobre vuestra cabeza una corona de oro marcada con el signo de la santidad (cf. Eclo 45,14).
12Por tanto, hermana carísima, o más bien, señora sumamente venerable, porque sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50), 13tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, 14el cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros (cf. Heb 12,2), librándonos del poder del príncipe de las tinieblas (cf. Col 1,13), poder al que estábamos encadenados por la transgresión del primer hombre, y reconciliándonos con Dios Padre (cf. 2 Cor 5,18).
15¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! 16¡Oh santa pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna gloria y la vida bienaventurada! 17¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas, Él, que regía y rige cielo y tierra, que, además, lo dijo y las cosas fueron hechas (cf. Sal 32,9; 148,5)! 18Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20), sino que, inclinada la cabeza, entregó el espíritu (cf. Jn 19,30).
19Por consiguiente, si tan grande y tan importante Señor, al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo, despreciado, indigente y pobre (cf. 2 Cor 8,9), 20para que los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos (cf. 2 Cor 8,9), 21saltad de gozo y alegraos muchísimo (cf. Hab 3,18), colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, 22porque, por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra, 23allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los desentierran y roban (cf. Mt 6,20), vuestra recompensa es copiosísima en los cielos (cf. Mt 5,12), 24y habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50) y de la gloriosa Virgen.
25Pues creo firmemente que vos sabíais que el Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres (cf. Mt 5,3), porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; 26que no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se ama a uno y se aborrece al otro, o se servirá a uno y se despreciará al otro (cf. Mt 6,24); 27y que un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto derribado al suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede permanecer glorioso en el siglo y luego reinar allá con Cristo; 28y que antes podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al reino de los cielos (cf. Mt 19,24). 29Por eso vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta (cf. Mt 7,13-14). 30Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna (cf. Mt 19,29).
31Por lo cual consideré que, en cuanto puedo, debía suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes preces, en las entrañas de Cristo (cf. Flp 1,8), que os dignéis confortaros en su santo servicio, 32creciendo de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes (cf. Sal 83,8), para que Aquel a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión los premios deseados.
33Os ruego también en el Señor, como puedo, que os dignéis encomendarnos en vuestras santísimas oraciones (cf. Rom 15,30), a mí, vuestra servidora, aunque inútil (cf. Lc 17,10), y a las demás hermanas, tan afectas a vos, que moran conmigo en este monasterio, 34para que, con la ayuda de esas oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y merezcamos igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.
35Que os vaya bien en el Señor, y orad por mí.

7.2 ] - CARTA II A SANTA INÉS DE PRAGA

1A la hija del Rey de reyes, sierva del Señor de señores (cf. Ap 19,16; 1 Tim 6,15), esposa dignísima de Jesucristo y, por eso, reina nobilísima, señora Inés, 2Clara, sierva inútil (cf. Lc 17,10) e indigna de las Damas Pobres, le desea salud y que viva siempre en suma pobreza.
3Doy gracias al espléndido dispensador de la gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva óptima y todo don perfecto (cf. Sant 1,17), porque te ha adornado con tantos títulos de virtud y te ha hecho brillar con las insignias de tanta perfección, 4para que, convertida en diligente imitadora del Padre perfecto (cf. Mt 5,48), merezcas llegar a ser perfecta, a fin de que sus ojos no vean en ti nada imperfecto (cf. Sal 138,16).
5Ésta es la perfección por la que el mismo Rey te asociará a sí en el tálamo celestial, donde se asienta glorioso en el solio de estrellas, 6porque, menospreciando las grandezas de un reino terrenal y estimando poco dignas las ofertas de un matrimonio imperial, 7convertida en émula de la santísima pobreza en espíritu de gran humildad y de ardentísima caridad, te has adherido a las huellas (cf. 1 Pe 2,21) de Aquel a quien has merecido unirte en matrimonio.
8Como he sabido que estás colmada de virtudes, renuncio a ser prolija en la expresión y no quiero cargarte de palabras superfluas, 9aunque a ti no te parezca superfluo nada que pueda proporcionarte algún consuelo. 10Sin embargo, porque una sola cosa es necesaria (cf. Lc 10,42), ésta sola te suplico y aconsejo por amor de Aquel a quien te ofreciste como hostia santa y agradable (cf. Rom 12,1): 11que acordándote de tu propósito, como otra Raquel (cf. Gén 29,16), y viendo siempre tu punto de partida, retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y no lo dejes (cf. Cant 3,4), 12sino que, con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, 13segura, gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad, 14no creyendo ni consintiendo a nadie que quiera apartarte de este propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino (cf. Rom 14,13) para que no cumplas tus votos al Altísimo (cf. Sal 49,14) en aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor.
15Y en esto, para que recorras con mayor seguridad el camino de los mandamientos del Señor (cf. Sal 118,32), sigue el consejo de nuestro venerable padre, nuestro hermano Elías, ministro general; 16antepónlo a los consejos de los demás y considéralo como más preciado para ti que cualquier otro don. 17Y si alguien te dijera otra cosa o te sugiriera otra cosa, que impida tu perfección o que parezca contraria a la vocación divina, aunque debas venerarlo, no quieras, sin embargo, seguir su consejo, 18sino, virgen pobre, abraza a Cristo pobre.
19Míralo hecho despreciable por ti y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. 20Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres (cf. Sal 44,3), que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo, muriendo en medio de las mismas angustias de la cruz.
21Si sufres con Él, reinarás con Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes en el esplendor de los santos (cf. Rom 8, 17; 2 Tim 2,12.11; 1 Cor 12,26; Sal 109,3), 22y tu nombre será inscrito en el libro de la vida (cf. Flp 4,3; Ap 3,5), y será glorioso entre los hombres. 23Por lo cual, participarás para siempre y por los siglos de los siglos, de la gloria del reino celestial a cambio de las cosas terrenas y transitorias, de los bienes eternos a cambio de los perecederos, y vivirás por los siglos de los siglos.
24Que te vaya bien, carísima hermana y señora, por el Señor tu esposo; 25y procura encomendarnos al Señor en tus devotas oraciones, a mí y a mis hermanas, que nos alegramos de los bienes del Señor que Él obra en ti por su gracia (cf. 1 Cor 15,10). 26Recomiéndanos también, y mucho, a tus hermanas.

7.3 ] - CARTA III A SANTA INÉS DE PRAGA

1A la hermana Inés, su reverendísima señora en Cristo y la más digna de ser amada de todos los mortales, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ahora hermana y esposa (cf. Mt 12,50; 2 Cor 11,2) del supremo Rey de los cielos, 2Clara, humildísima e indigna esclava de Cristo y sierva de las Damas Pobres, le desea los gozos de la salvación en el autor de la salvación (cf. Heb 2,10) y todo lo mejor que pueda desearse (cf. Flp 4,8-9).
3Reboso de alegría por tu buena salud, por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio celestial (cf. Flp 3,14), 4y respiro saltando de tanto gozo en el Señor, por cuanto he sabido y compruebo que tú suples maravillosamente lo que falta, tanto en mí como en mis otras hermanas, en la imitación de las huellas de Jesucristo pobre y humilde.
5Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie podría privarme de tanta alegría, 6cuando, teniendo ya lo que deseé ardientemente bajo el cielo, veo que tú, sostenida por una admirable prerrogativa de la sabiduría que procede de la boca del mismo Dios, echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias del taimado enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la vanidad que vuelve fatuos los corazones humanos, 7y cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada (cf. Mt 13,44; Jn 1,3); 8y, para usar con propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable (cf. 1 Cor 3,9; Rom 16,3).
9¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables? 10Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor (Flp 4,4), carísima, 11y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas (Flp 4,1); 12fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria (cf. Heb 1,3), 13fija tu corazón en la figura de la divina sustancia (cf. Heb 1,3), y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad (cf. 2 Cor 3,18), 14para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida (cf. Sal 30,20) que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2,9). 15Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero (cf. Gál 2,20), 16cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite (cf. Sal 144,3); 17hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. 18Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), 19y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.
20¿Quién no aborrecerá las insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es mayor que el cielo? 21En efecto, resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, 22ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), y sola el alma fiel es su morada y su sede (cf. Jn 14,23), y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, 23como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21.23).
24Por consiguiente, así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente, 25así también tú, siguiendo sus huellas (1 Pe 2,21), ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, 26conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas (cf. Sab 1,7; Col 1,17), poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente. 27En esto se engañan algunos reyes y reinas del mundo, 28pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura (cf. Job 20,6-7).
29Y en cuanto a las cosas que me has pedido que te aclare, 30a saber, cuáles serían las fiestas que tal vez nuestro gloriosísimo padre san Francisco nos aconsejó que celebráramos especialmente con variedad de manjares, como creo que hasta cierto punto has estimado, me ha parecido que tenía que responder a tu caridad. 31Tu prudencia ciertamente se habrá enterado de que, exceptuadas las débiles y las enfermas, para con las cuales nos aconsejó y mandó que tuviéramos toda la discreción posible respecto a cualquier género de alimentos, 32ninguna de nosotras que esté sana y fuerte debería comer sino alimentos cuaresmales sólo, tanto los días feriales como los festivos, ayunando todos los días, 33exceptuados los domingos y el día de la Natividad del Señor, en los cuales deberíamos comer dos veces al día. 34Y también los jueves, en el tiempo ordinario, según la voluntad de cada una, es decir, que la que no quisiera ayunar, no estaría obligada. 35Sin embargo, las que estamos sanas ayunamos todos los días, exceptuados los domingos y el día de Navidad.
36Mas en todo el tiempo de Pascua, como dice el escrito del bienaventurado Francisco, y en las fiestas de santa María y de los santos Apóstoles, no estamos tampoco obligadas a ayunar, a no ser que estas fiestas caigan en viernes; 37y, como queda dicho más arriba, las que estamos sanas y fuertes comemos siempre alimentos cuaresmales.
38Pero como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es la de la roca (cf. Job 6,12), 39sino que más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal, 40te ruego, carísima, y te pido en el Señor que desistas con sabiduría y discreción de una cierta austeridad indiscreta e imposible en la abstinencia que, según he sabido, tú te habías propuesto, 41para que, viviendo, alabes al Señor (cf. Is 38,19; Eclo 17,27), ofrezcas al Señor tu obsequio racional (cf. Rom 12,1) y tu sacrificio esté siempre condimentado con sal (cf. Lev 2,13; Col 4,6).
42Que te vaya siempre bien en el Señor, como deseo que me vaya bien a mí, y encomiéndanos en tus santas oraciones tanto a mí como a mis hermanas.

7.4 ] - CARTA IV A SANTA INÉS DE PRAGA

1A quien es la mitad de su alma y relicario de su amor entrañable y singular, a la ilustre reina, a la esposa del Cordero, el Rey eterno, a doña Inés, su madre carísima e hija suya especial entre todas las demás, 2Clara, indigna servidora de Cristo e sierva inútil de las siervas de Cristo que moran en el monasterio de San Damián de Asís, le desea salud, 3y que cante, con las otras santísimas vírgenes, un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y que siga al Cordero dondequiera que vaya (cf. Ap 14,3-4).
4¡Oh madre e hija, esposa del Rey de todos los siglos!, aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, 5ni creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos suavemente en las entrañas de tu madre. 6Este ha sido el impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos. 7Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de júbilo contigo en el gozo del Espíritu (cf. 1 Tes 1,6), oh esposa de Cristo, 8porque tú, como la otra virgen santísima, santa Inés, habiendo renunciado a todas las vanidades de este mundo, te has desposado maravillosamente con el Cordero inmaculado (cf. 1 Pe 1,19), que quita los pecados del mundo (cf. Jn 1,29).
9Feliz ciertamente aquella a quien se le concede gozar de este banquete sagrado (cf. Lc 14,15; Ap 19,9), para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel 10cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, 11cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, 12cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, 13a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial: 14puesto que Él es el esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), el reflejo de la luz eterna y el espejo sin mancha (cf. Sab 7,26). 15Mira atentamente a diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro, 16para que así te adornes toda entera, interior y exteriormente, vestida y envuelta de cosas variadas (cf. Sal 44,10), 17adornada igualmente con las flores y vestidos de todas las virtudes, como conviene, oh hija y esposa carísima del supremo Rey. 18Ahora bien, en este espejo resplandece la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como, con la gracia de Dios, podrás contemplar en todo el espejo.
19Considera, digo, el principio de este espejo, la pobreza de Aquel que es puesto en un pesebre y envuelto en pañales (cf. Lc 2,12). 20¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza! 21El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es acostado en un pesebre. 22Y en medio del espejo, considera la humildad, al menos la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. 23Y al final del mismo espejo, contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el mismo del género de muerte más ignominioso de todos.
24Por eso, el mismo espejo, puesto en el árbol de la cruz, advertía a los transeúntes lo que se tenía que considerar aquí, diciendo: 25¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! (Lam 1,12); 26respondamos, digo, a una sola voz, con un solo espíritu, a quien clama y se lamenta con gemidos: ¡Me acordaré en mi memoria, y mi alma se consumirá dentro de mí! (Lam 3,20). 27¡Ojalá, pues, te inflames sin cesar y cada vez más fuertemente en el ardor de esta caridad, oh reina del Rey celestial!
28Además, contemplando sus indecibles delicias, sus riquezas y honores perpetuos, 29y suspirando a causa del deseo y amor extremos de tu corazón, grita: 30¡Llévame en pos de ti, correremos al olor de tus perfumes (Cant 1,3), oh esposo celestial! 31Correré, y no desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega (cf. Cant 2,4), 32hasta que tu izquierda esté debajo de mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente (cf. Cant 2,6), hasta que me beses con el ósculo felicísimo de tu boca (cf. Cant 1,1). 33Puesta en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre, 34sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la tablilla de mi corazón (cf. Prov 3,3; 2 Cor 3,3), teniéndote por la más querida de todas.
35¿Qué más? En cuanto al amor que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua del espíritu. 36¡Oh hija bendita!, porque la lengua de la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito de manera semiplena. 37Te ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas letras al menos el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia ti y tus hijas, a las cuales encomiéndanos mucho en Cristo a mí y a mis hijas. 38También estas mismas hijas mías, y principalmente la prudentísima virgen Inés, nuestra hermana, se encomiendan en el Señor, cuanto pueden, a ti y a tus hijas.
39Que os vaya bien, carísima hija, a ti y a tus hijas, y hasta el trono de gloria del gran Dios (cf. Tit 2,13), y orad por nosotras.
40Por las presentes recomiendo a tu caridad, en cuanto puedo, a los portadores de esta carta, nuestros carísimos el hermano Amado, querido por Dios y por los hombres (cf. Eclo 45,1), y el hermano Bonagura. Amén.


Fuente | Autor : http://www.franciscanos.org/esscl/escritossc.html
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor PEPITA GARCIA 2 » Dom Ene 11, 2015 9:32 pm

¿Qué es la iconografía?

La Iconografía es la descripción e interpretación del tema o asunto representado en las imágenes artísticas; su simbología y los atributos que identifican a los personajes representados. El término está construido por las raíces griegas εἰκών (eikón, imagen) y γράφειν (grapheïn, escribir). El Diccionario de la Lengua Española recoge la existencia de la palabra latina iconographĭa proveniente de la griega εἰκονογραφία, tales términos no podían tener el sentido con el que se usa por la bibliografía actual, sino otro, similar, no idéntico: Descripción de imágenes, retratos, cuadros, estatuas, esculturas o monumentos, y especialmente de los antiguos. Tratado descriptivo, o colección de imágenes o retratos.

***Imagen A través de las investigaciones desarrolladas en la iconografía se puede conocer el valor artístico de una obra teniendo en cuenta su época.

Es la ciencia que estudia el origen y la formación de las imágenes, las relaciones de las mismas con lo alegórico y lo simbólico, sus respectivas identificaciones por medio de los atributos que casi siempre las acompañan. Como parte de la historiografía del arte, nació en el Siglo XIX, se desarrolló en las décadas del Siglo XX, vinculada estrechamente al Instituto Warburg de Londres, bajo la dirección del historiador y crítico de arte Erwin Panofsky (Studies in Iconology -"Estudios sobre iconología"-, 1939). Definía "iconografía" como "la rama de la Historia del Arte que se ocupa del contenido temático o significado de las obras de arte en cuanto algo distinto de su forma"; y estableció un "método iconológico" para ello, en tres pasos: "descripción pre-iconográfica" (únicamente sensorial), "análisis iconográfico" (identificación de las imágenes, historias y alegorías contenidas en la obra, pero de forma meramente descriptiva, no interpretativa) y "análisis iconológico", donde se desarrolla la interpretación en función del contexto histórico, cultural y social", dilucidar la significación intrínseca o contenido, que se aprehende investigando aquellos principios subyacentes que ponen de relieve la mentalidad básica de una nación, de una época, de una clase social, de una creencia religiosa o filosófica, matizada por una personalidad y condensada en una obra"

+++Imagen.-Los contenidos variarán con la liberación del culto cristiano y a partir de principios del siglo IV los temas del Antiguo y del Nuevo Testamento.

En la sesión No. 25 del Concilio de Trento , el 3 y 4 de diciembre de 1563, se estructuró un Decreto sobre las imágenes, en el que se señalaban las características que debían seguir éstas y las funciones de cumplir. Se distinguía dos tipos de imágenes:
1. Dogmáticas,
que defendían los dogmas de la Iglesia Católica frente a los protestantes, como Cristo, la Virgen, algunos santos Pedro y Pablo, Apóstoles y Evangelistas, Padres de la Iglesia y virtudes teologales y cardinales.

2. Devocionales, aquellas que aludían al resto de los santos, los que eran más venerados por tradición o los extraídos del santoral hispano-visigodo o mozárabe. También dentro de este grupo se encontraban los llamados santos de las necesidades o taumaturgos que combatían las pestes y las catástrofes, como los Santos Roque, Sebastián, Antón y San Miguel Arcángel.- Imagen
Además de estas imágenes tradicionales, se añadieron las introducidas por las órdenes religiosas, sus santos propios y nuevas advocaciones de la Virgen. Los Dominicos aportaron la Virgen del Rosario, los Franciscanos, las ánimas y la Virgen de los Dolores, y los Carmelitas la Virgen del Carmen.

Después del Concilio de Trento la devoción mariana invade la iconografía con nombres topónimo que surgen del lugar de las apariciones en toda la geografía del catolicismo. Existe una gran difusión del culto del personaje bíblico de María Magdalena que se hace en el norte de España, patrona de los peregrinos y apestados, junto con Santiago el Mayor .

Palomas, cruces, espadas, báculos, estigmas, flores son algunos de los símbolos que acompañan la imagen de un santo para dotarlo de características únicas. La interpretación o descripción de estos emblemas es conocida como iconografía.

Una representación religiosa siempre posee una simbología exclusiva, se consideran los atributos, que son los instrumentos que acompañan al santo.

Pueden clasificarse en instrumentos de martirio o de tormento.

• Milagros o hechos importantes del personaje.
• Profesión o condición social, como el báculo de los obispos,Imagenla tiara Papal en San Pío V o la corona de Margarita de Saboya.
• Patronato del santo, como las ratas y ratones deImagen San Martín de Porres o los libros de Santo Tomás de Aquino.
• Atributos meramente simbólicos, como el Agnus Dei de Inés de Montepoliciano.
• Relacionados sólo con el nombre del Santo, como el cordero de Santa Inés y Imagen las rosas en Santa Rosa de Lima.
• Palma. Martirio
• Estrella. Personifica la tarea de predicador, faro de almas hacia Cristo.
• Cruz. La cruz de dos brazos llamada patriarcal, es un símbolo de los fundadores de grandes familias religiosas.
• El estandarte. El emblema en blanco y negro es el escudo de armas de Santo Domingo.
. El Rosario. Un regalo de la Virgen María para ayudar al Santo Domingo en su trabajo para la conversión del mundo.
• Libro. Representa la Santa Biblia, que era la fuente de la predicación y espiritualidad de los santos como Santo Domingo.
. La iglesia. Representa la Basílica Laterana, la Madre Iglesia universal.
• Las tres mitras. Alude al ofrecimiento que le hicieron de tres obispados, pero los rechazó porque quería dedicarse a los pobres.
. El báculo. Que fue abad
• Azucena, lirio. Simbolizan la pureza.

Iconografía de Santa Clara de Asis

Los tipos representativos más comunes de Santa Clara de Asís, una de las santas más populares del santoral católico, se le representa iconográficamente con una custodia, báculo, lirio.


***Imagen .-Anónimo, Siglo XV. Deutsches Historisches Museum.
En esta pintura anónima el santo aparece cortando los cabellos de la joven, Santa Clara, ricamente vestida en alusión a su posición social.

***Imagen .-El obispo de Asís entregando una Palma a Santa Clara, hacia 1360 retablo de serie de fragmentos de hechos probablemente para Santa Clara Lournt en Nuremberg. Realizado en temple y oro sobre el panel de roble. En la Colección Cloisters desde 1984.

***Imagen Imagen .-Santa Clara con la custodia

***Imagen .-Santa Clara de Asis. Itzel Miron.

***Imagen .- Simone Martini. "Santa Clara de Asís". Basílica de San Francisco de Asís. (1322- 1326). Valeria Espinosa.

Fuentes: Museo histórico dominico = DIBAM. Cámara de maravillas. Del Valle, 2010
"No anteponer nada al amor de Dios"

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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor marce685 » Lun Ene 12, 2015 5:42 am

Buen día, hermoso y apasionante tema, mujer admirable y santa
SANTA CLARA DE ASIS

CARTAS A SABTA INES DE PRAGA

CARTA I A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla1]

1A la venerable y santísima virgen, doña Inés, hija del excelentísimo e ilustrísimo rey de Bohemia, 2Clara, indigna servidora de Jesucristo y sierva inútil (cf. Lc 17,10) de las damas encerradas del monasterio de San Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda de manera absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de la felicidad eterna.

3Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto de gozo (cf. Hab 3,18); 4a causa de eso, no sólo yo personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que sirven y desean servir a Jesucristo. 5Y el motivo de esto es que, cuando vos hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y honores y dignidades del siglo, desposándoos legítimamente con el ínclito Emperador con gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya, 6desdeñando todas esas cosas, vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal, 7tomando un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa.

8Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. 9Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante. 10Ya estáis vos estrechamente abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas y ha colgado de vuestras orejas margaritas inestimables, 11y os ha envuelto toda de perlas brillantes y resplandecientes, y ha puesto sobre vuestra cabeza una corona de oro marcada con el signo de la santidad (cf. Eclo 45,14).

12Por tanto, hermana carísima, o más bien, señora sumamente venerable, porque sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50), 13tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, 14el cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros (cf. Heb 12,2), librándonos del poder del príncipe de las tinieblas (cf. Col 1,13), poder al que estábamos encadenados por la transgresión del primer hombre, y reconciliándonos con Dios Padre (cf. 2 Cor 5,18).

15¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! 16¡Oh santa pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna gloria y la vida bienaventurada! 17¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas, Él, que regía y rige cielo y tierra, que, además, lo dijo y las cosas fueron hechas (cf. Sal 32,9; 148,5)! 18Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20), sino que, inclinada la cabeza, entregó el espíritu (cf. Jn 19,30).

19Por consiguiente, si tan grande y tan importante Señor, al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo, despreciado, indigente y pobre (cf. 2 Cor 8,9), 20para que los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos (cf. 2 Cor 8,9), 21saltad de gozo y alegraos muchísimo (cf. Hab 3,18), colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, 22porque, por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra, 23allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los desentierran y roban (cf. Mt 6,20), vuestra recompensa es copiosísima en los cielos (cf. Mt 5,12), 24y habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50) y de la gloriosa Virgen.

25Pues creo firmemente que vos sabíais que el Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres (cf. Mt 5,3), porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; 26que no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se ama a uno y se aborrece al otro, o se servirá a uno y se despreciará al otro (cf. Mt 6,24); 27y que un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto derribado al suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede permanecer glorioso en el siglo y luego reinar allá con Cristo; 28y que antes podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al reino de los cielos (cf. Mt 19,24). 29Por eso vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta (cf. Mt 7,13-14). 30Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna (cf. Mt 19,29).

31Por lo cual consideré que, en cuanto puedo, debía suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes preces, en las entrañas de Cristo (cf. Flp 1,8), que os dignéis confortaros en su santo servicio, 32creciendo de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes (cf. Sal 83,8), para que Aquel a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión los premios deseados.

33Os ruego también en el Señor, como puedo, que os dignéis encomendarnos en vuestras santísimas oraciones (cf. Rom 15,30), a mí, vuestra servidora, aunque inútil (cf. Lc 17,10), y a las demás hermanas, tan afectas a vos, que moran conmigo en este monasterio, 34para que, con la ayuda de esas oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y merezcamos igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.

35Que os vaya bien en el Señor, y orad por mí.

********
CARTA II A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla2]

1A la hija del Rey de reyes, sierva del Señor de señores (cf. Ap 19,16; 1 Tim 6,15), esposa dignísima de Jesucristo y, por eso, reina nobilísima, señora Inés, 2Clara, sierva inútil (cf. Lc 17,10) e indigna de las Damas Pobres, le desea salud y que viva siempre en suma pobreza.

3Doy gracias al espléndido dispensador de la gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva óptima y todo don perfecto (cf. Sant 1,17), porque te ha adornado con tantos títulos de virtud y te ha hecho brillar con las insignias de tanta perfección, 4para que, convertida en diligente imitadora del Padre perfecto (cf. Mt 5,48), merezcas llegar a ser perfecta, a fin de que sus ojos no vean en ti nada imperfecto (cf. Sal 138,16).

5Ésta es la perfección por la que el mismo Rey te asociará a sí en el tálamo celestial, donde se asienta glorioso en el solio de estrellas, 6porque, menospreciando las grandezas de un reino terrenal y estimando poco dignas las ofertas de un matrimonio imperial, 7convertida en émula de la santísima pobreza en espíritu de gran humildad y de ardentísima caridad, te has adherido a las huellas (cf. 1 Pe 2,21) de Aquel a quien has merecido unirte en matrimonio.

8Como he sabido que estás colmada de virtudes, renuncio a ser prolija en la expresión y no quiero cargarte de palabras superfluas, 9aunque a ti no te parezca superfluo nada que pueda proporcionarte algún consuelo. 10Sin embargo, porque una sola cosa es necesaria (cf. Lc 10,42), ésta sola te suplico y aconsejo por amor de Aquel a quien te ofreciste como hostia santa y agradable (cf. Rom 12,1): 11que acordándote de tu propósito, como otra Raquel (cf. Gén 29,16), y viendo siempre tu punto de partida, retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y no lo dejes (cf. Cant 3,4), 12sino que, con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, 13segura, gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad, 14no creyendo ni consintiendo a nadie que quiera apartarte de este propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino (cf. Rom 14,13) para que no cumplas tus votos al Altísimo (cf. Sal 49,14) en aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor.

15Y en esto, para que recorras con mayor seguridad el camino de los mandamientos del Señor (cf. Sal 118,32), sigue el consejo de nuestro venerable padre, nuestro hermano Elías, ministro general; 16antepónlo a los consejos de los demás y considéralo como más preciado para ti que cualquier otro don. 17Y si alguien te dijera otra cosa o te sugiriera otra cosa, que impida tu perfección o que parezca contraria a la vocación divina, aunque debas venerarlo, no quieras, sin embargo, seguir su consejo, 18sino, virgen pobre, abraza a Cristo pobre.

19Míralo hecho despreciable por ti y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. 20Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres (cf. Sal 44,3), que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo, muriendo en medio de las mismas angustias de la cruz.

21Si sufres con Él, reinarás con Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes en el esplendor de los santos (cf. Rom 8, 17; 2 Tim 2,12.11; 1 Cor 12,26; Sal 109,3), 22y tu nombre será inscrito en el libro de la vida (cf. Flp 4,3; Ap 3,5), y será glorioso entre los hombres. 23Por lo cual, participarás para siempre y por los siglos de los siglos, de la gloria del reino celestial a cambio de las cosas terrenas y transitorias, de los bienes eternos a cambio de los perecederos, y vivirás por los siglos de los siglos.

24Que te vaya bien, carísima hermana y señora, por el Señor tu esposo; 25y procura encomendarnos al Señor en tus devotas oraciones, a mí y a mis hermanas, que nos alegramos de los bienes del Señor que Él obra en ti por su gracia (cf. 1 Cor 15,10). 26Recomiéndanos también, y mucho, a tus hermanas.

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CARTA III A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla3]

1A la hermana Inés, su reverendísima señora en Cristo y la más digna de ser amada de todos los mortales, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ahora hermana y esposa (cf. Mt 12,50; 2 Cor 11,2) del supremo Rey de los cielos, 2Clara, humildísima e indigna esclava de Cristo y sierva de las Damas Pobres, le desea los gozos de la salvación en el autor de la salvación (cf. Heb 2,10) y todo lo mejor que pueda desearse (cf. Flp 4,8-9).

3Reboso de alegría por tu buena salud, por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio celestial (cf. Flp 3,14), 4y respiro saltando de tanto gozo en el Señor, por cuanto he sabido y compruebo que tú suples maravillosamente lo que falta, tanto en mí como en mis otras hermanas, en la imitación de las huellas de Jesucristo pobre y humilde.

5Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie podría privarme de tanta alegría, 6cuando, teniendo ya lo que deseé ardientemente bajo el cielo, veo que tú, sostenida por una admirable prerrogativa de la sabiduría que procede de la boca del mismo Dios, echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias del taimado enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la vanidad que vuelve fatuos los corazones humanos, 7y cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada (cf. Mt 13,44; Jn 1,3); 8y, para usar con propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable (cf. 1 Cor 3,9; Rom 16,3).

9¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables? 10Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor (Flp 4,4), carísima, 11y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas (Flp 4,1); 12fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria (cf. Heb 1,3), 13fija tu corazón en la figura de la divina sustancia (cf. Heb 1,3), y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad (cf. 2 Cor 3,18), 14para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida (cf. Sal 30,20) que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2,9). 15Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero (cf. Gál 2,20), 16cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite (cf. Sal 144,3); 17hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. 18Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), 19y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.

20¿Quién no aborrecerá las insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es mayor que el cielo? 21En efecto, resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, 22ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), y sola el alma fiel es su morada y su sede (cf. Jn 14,23), y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, 23como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21.23).

24Por consiguiente, así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente, 25así también tú, siguiendo sus huellas (1 Pe 2,21), ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, 26conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas (cf. Sab 1,7; Col 1,17), poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente. 27En esto se engañan algunos reyes y reinas del mundo, 28pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura (cf. Job 20,6-7).

29Y en cuanto a las cosas que me has pedido que te aclare, 30a saber, cuáles serían las fiestas que tal vez nuestro gloriosísimo padre san Francisco nos aconsejó que celebráramos especialmente con variedad de manjares, como creo que hasta cierto punto has estimado, me ha parecido que tenía que responder a tu caridad. 31Tu prudencia ciertamente se habrá enterado de que, exceptuadas las débiles y las enfermas, para con las cuales nos aconsejó y mandó que tuviéramos toda la discreción posible respecto a cualquier género de alimentos, 32ninguna de nosotras que esté sana y fuerte debería comer sino alimentos cuaresmales sólo, tanto los días feriales como los festivos, ayunando todos los días, 33exceptuados los domingos y el día de la Natividad del Señor, en los cuales deberíamos comer dos veces al día. 34Y también los jueves, en el tiempo ordinario, según la voluntad de cada una, es decir, que la que no quisiera ayunar, no estaría obligada. 35Sin embargo, las que estamos sanas ayunamos todos los días, exceptuados los domingos y el día de Navidad.

36Mas en todo el tiempo de Pascua, como dice el escrito del bienaventurado Francisco, y en las fiestas de santa María y de los santos Apóstoles, no estamos tampoco obligadas a ayunar, a no ser que estas fiestas caigan en viernes; 37y, como queda dicho más arriba, las que estamos sanas y fuertes comemos siempre alimentos cuaresmales.

38Pero como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es la de la roca (cf. Job 6,12), 39sino que más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal, 40te ruego, carísima, y te pido en el Señor que desistas con sabiduría y discreción de una cierta austeridad indiscreta e imposible en la abstinencia que, según he sabido, tú te habías propuesto, 41para que, viviendo, alabes al Señor (cf. Is 38,19; Eclo 17,27), ofrezcas al Señor tu obsequio racional (cf. Rom 12,1) y tu sacrificio esté siempre condimentado con sal (cf. Lev 2,13; Col 4,6).

42Que te vaya siempre bien en el Señor, como deseo que me vaya bien a mí, y encomiéndanos en tus santas oraciones tanto a mí como a mis hermanas.

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.CARTA IV A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla4]

1A quien es la mitad de su alma y relicario de su amor entrañable y singular, a la ilustre reina, a la esposa del Cordero, el Rey eterno, a doña Inés, su madre carísima e hija suya especial entre todas las demás, 2Clara, indigna servidora de Cristo e sierva inútil de las siervas de Cristo que moran en el monasterio de San Damián de Asís, le desea salud, 3y que cante, con las otras santísimas vírgenes, un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y que siga al Cordero dondequiera que vaya (cf. Ap 14,3-4).

4¡Oh madre e hija, esposa del Rey de todos los siglos!, aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, 5ni creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos suavemente en las entrañas de tu madre. 6Este ha sido el impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos. 7Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de júbilo contigo en el gozo del Espíritu (cf. 1 Tes 1,6), oh esposa de Cristo, 8porque tú, como la otra virgen santísima, santa Inés, habiendo renunciado a todas las vanidades de este mundo, te has desposado maravillosamente con el Cordero inmaculado (cf. 1 Pe 1,19), que quita los pecados del mundo (cf. Jn 1,29).

9Feliz ciertamente aquella a quien se le concede gozar de este banquete sagrado (cf. Lc 14,15; Ap 19,9), para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel 10cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, 11cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, 12cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, 13a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial: 14puesto que Él es el esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), el reflejo de la luz eterna y el espejo sin mancha (cf. Sab 7,26). 15Mira atentamente a diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro, 16para que así te adornes toda entera, interior y exteriormente, vestida y envuelta de cosas variadas (cf. Sal 44,10), 17adornada igualmente con las flores y vestidos de todas las virtudes, como conviene, oh hija y esposa carísima del supremo Rey. 18Ahora bien, en este espejo resplandece la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como, con la gracia de Dios, podrás contemplar en todo el espejo.

19Considera, digo, el principio de este espejo, la pobreza de Aquel que es puesto en un pesebre y envuelto en pañales (cf. Lc 2,12). 20¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza! 21El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es acostado en un pesebre. 22Y en medio del espejo, considera la humildad, al menos la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. 23Y al final del mismo espejo, contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el mismo del género de muerte más ignominioso de todos.

24Por eso, el mismo espejo, puesto en el árbol de la cruz, advertía a los transeúntes lo que se tenía que considerar aquí, diciendo: 25¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! (Lam 1,12); 26respondamos, digo, a una sola voz, con un solo espíritu, a quien clama y se lamenta con gemidos: ¡Me acordaré en mi memoria, y mi alma se consumirá dentro de mí! (Lam 3,20). 27¡Ojalá, pues, te inflames sin cesar y cada vez más fuertemente en el ardor de esta caridad, oh reina del Rey celestial!

28Además, contemplando sus indecibles delicias, sus riquezas y honores perpetuos, 29y suspirando a causa del deseo y amor extremos de tu corazón, grita: 30¡Llévame en pos de ti, correremos al olor de tus perfumes (Cant 1,3), oh esposo celestial! 31Correré, y no desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega (cf. Cant 2,4), 32hasta que tu izquierda esté debajo de mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente (cf. Cant 2,6), hasta que me beses con el ósculo felicísimo de tu boca (cf. Cant 1,1). 33Puesta en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre, 34sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la tablilla de mi corazón (cf. Prov 3,3; 2 Cor 3,3), teniéndote por la más querida de todas.

35¿Qué más? En cuanto al amor que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua del espíritu. 36¡Oh hija bendita!, porque la lengua de la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito de manera semiplena. 37Te ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas letras al menos el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia ti y tus hijas, a las cuales encomiéndanos mucho en Cristo a mí y a mis hijas. 38También estas mismas hijas mías, y principalmente la prudentísima virgen Inés, nuestra hermana, se encomiendan en el Señor, cuanto pueden, a ti y a tus hijas.

39Que os vaya bien, carísima hija, a ti y a tus hijas, y hasta el trono de gloria del gran Dios (cf. Tit 2,13), y orad por nosotras.

40Por las presentes recomiendo a tu caridad, en cuanto puedo, a los portadores de esta carta, nuestros carísimos el hermano Amado, querido por Dios y por los hombres (cf. Eclo 45,1), y el hermano Bonagura. Amén.
marce685
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor marce685 » Lun Ene 12, 2015 5:50 am

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marce685
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor ClauBA » Lun Ene 12, 2015 8:38 am

Buenas tardes, aquí les dejo mi contribución de esta semana. Un saludo, Claudia

Las cuatro cartas de Clara de Asís a Inés de Bohemia, mujer de estirpe real, giran en torno al tema casi único de las bodas místicas o de la virginidad consagrada a Cristo. Después de esto transcurrieron, lentos, los siglos del bajo medioevo. Y hay que llegar a la pluma de Juan de la Cruz para encontrar páginas tan encendidas del alma enamorada. Clara abre a Inés su intimidad porque son dos mujeres que han renunciado al amor esponsal por haber experimentado el flechazo divino.

Ambas lo han dejado todo por su enamoramiento de Cristo pobre y crucificado. En el caso de Inés, la renuncia implica la corona de emperatriz. Clara, cuya sangre era noble pero no real, ha renunciado a algo menos; pero habla a la princesa bohemia y la invita, gozosa, desde su condición de cautiva de amor divino y seducida igualmente por el Jesús del pesebre y de la cruz. Como si le estuviera mirando directamente a los ojos, la virgen de Asís expresa su pasmo y elogia la decisión que ha tomado la de Praga, de seguir a Cristo:

«Realmente -le escribe- hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo; pero lo habéis desdeñado todo y habéis preferido, con entereza de alma y corazón enamorado, la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndoos con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre intacta y sin mancilla» (1CtaCl 5-7).

Tras esta primera etapa de elección de esposo por enamoramiento, viene la entrega o fidelidad generosa: «¡Abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo pobre!». «Observa, considera y contempla, arde en deseos de imitar a tu Esposo, el más hermoso entre los hijos de los hombres» (2CtaCl 18,20).

La tercera carta a Inés es un canto de alegría porque la virgen de Bohemia, «ahora hermana y esposa del supremo Rey de los cielos», persevera tras la huella de Jesús pobre y humilde. Por eso, «me siento llena de tanto gozo, y respiro con tanta alegría en el Señor, que nadie podrá arrebatarme este júbilo» (3CtaCl 1-5). Alegrarse en el Señor es hundirse en la fuente de la alegría, mirarse en el espejo de la eternidad y saborear la dulzura escondida, sólo reservada para los amigos (vv. 12-14).

La cuarta y última carta a Inés, escrita en 1253 (año del tránsito de Clara), repite hasta diez veces las voces «esposo/esposa». Es sin duda reflejo del grado de unión con Cristo que Clara está viviendo en este final de su vida. La imagen del «espejo» lo llena todo en esta carta: «En este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar con la gracia de Dios en todo el espejo» (4CtaCl 18-20). Porque presiente cerca su felicidad final, Clara alienta a Inés al éxtasis del amor unitivo: «¡Déjate abrasar, oh reina esposa del Rey celestial, cada vez con mayor fuerza, por este ardor de caridad!» (v. 27).

Hay que saltar siglos en la historia de la mística cristiana para hallar experiencias similares y expresiones de tan profunda y novedosa espiritualidad. Su sentido de la clausura excede lo estrictamente canónico de la legislación eclesiástica. La virginidad es una condición necesaria para una fecundidad espiritual, por la que tantas hermanas optan siguiendo el ejemplo de Clara. La cadena de hijas es fruto del amor, que crea "familia", en el sentido que emerge de la conocida Bendición de Clara, cuya mano pretende abarcar el presente y el futuro:

«El Señor os bendiga y os guarde; os muestre su faz y tenga misericordia de vosotras; os vuelva su rostro y os dé su paz, hermanas e hijas mías...». Hasta aquí su diestra está siguiendo el dictado de la de Francisco; pero ella, con nuevo impulso, alarga su deseo de paz y bien para bendecir otros planteles trasplantados del damianita: «A vosotras y a todas las que han de venir y permanecer en vuestra comunidad y en todas las demás, tanto presentes como futuras, que han de perseverar hasta el fin en todos los otros monasterios de Damas Pobres» (Ben 2-5).

El tema de las bodas místicas, con la pobreza y la humildad de Cristo como fondo, es una reelaboración teológica de Clara y de la comunidad de San Damián, que preludia otras glosas posteriores del Cantar de los Cantares.

Fuente: http://www.franciscanos.org/stacla/delbuey.htm
ClauBA
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor ma_allegretti » Lun Ene 12, 2015 2:29 pm

BASÍLICA DE SANTA CLARA


«Clara. Clara, que pertenecía a una noble y rica familia de Asís, a los dieciocho años de edad, en 1211, abandonó un futuro de felicidad terrena para compartir la pobreza, el amor al Evangelio y el ansia de vida apostólica de su conciudadano Francisco.

Recibió de él el sayal de la penitencia en la iglesita de la Porciúncula en Santa María de los Ángeles, y se encerró después en el monasterio de San Damián, donde hizo de toda su vida un continuo acto de oración, de penitencia y de amor silencioso por Dios y por todos los hombres. De ella nació y continúa floreciendo en todo el mundo una Orden de vida contemplativa, la de las Clarisas».

En vida de san Francisco, se levantaba, en la zona donde está la actual Basílica de Santa Clara, la iglesia de San Jorge, que ha quedado incorporada a la propia Basílica.

Aquí en San Jorge el Santo se hizo mendicante en los comienzos de su conversión. San Jorge fue también el lugar de la primera sepultura de san Francisco, hasta 1230, y de santa Clara después, hasta 1260. Aquí Francisco fue proclamado Santo (1228).

Después de la canonización de santa Clara, que tuvo lugar en 1255, se construyeron el monasterio para las clarisas y la Basílica dedicada a la Santa (1257-1265). En la Basílica están ahora sepultadas: santa Clara, sus hermanas santa Inés y la beata Beatriz, y su madre la beata Ortolana. Todas ellas fueron monjas del monasterio de San Damián.

En este templo gótico se guarda el Crucifijo que habló a Francisco en San Damián. Se conservan también obras de arte valiosísimas sobre tabla, frescos de notable importancia y esplendor, como también insignes reliquias de los santos Francisco y Clara, custodiadas con gran amor.

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La Basílica.- Esta espléndida Basílica asisiense es la venerable iglesia que la fe y la piedad popular han erigido en honor de la primera y más fiel discípula de san Francisco: Clara de Asís.

Comenzó su construcción el año 1257, cuatro años después de la muerte de la Santa y a los dos años de su canonización, que tuvo lugar en Anagni por parte de Alejandro IV el 26 de septiembre de 1255. La Basílica se terminó en 1265.

En el sitio donde hoy se levanta la Basílica de Santa Clara estaba ubicada la iglesia de San Jorge y, a su lado, un hospital para pobres. La iglesia de San Jorge había sido construida en el siglo XI, pero sólo se tienen noticias escritas de ella a partir del año 1125. Esta iglesia estuvo muy ligada, como hemos visto en el inicio de este trabajo, a la vida de Francisco, sin olvidar que fue allí donde aprendió a leer y a escribir, puesto que en ella funcionaba la escuela canonical de Asís entre fines del siglo XII y comienzos del XIII.

De la iglesia de San Jorge hoy no quedan más que algunos restos, especialmente el muro sur de las capillas laterales (la de la reserva eucarística y la de las reliquias), pues la antigua edificación hubo de dar paso a la construcción de la iglesia dedicada a Santa Clara y del monasterio para las hermanas que habitaban en San Damián, las cuales intercambiaron su antigua morada con el Capítulo de la Catedral por el hospital y la iglesia de San Jorge, llevando consigo el Crucifijo milagroso que había hablado al Seráfico Padre.

Los trabajos de la construcción de la actual basílica de Santa Clara se realizaron según el proyecto de fray Felipe de Campello. Tres años después de iniciada la obra estaba terminada en sus elementos esenciales, de tal manera que el 3 de octubre de 1260 fueron trasladados los restos de santa Clara a la iglesia construida en su honor y colocados en un sarcófago debajo del altar mayor. El papa Clemente IV consagró solemnemente esta iglesia en 1265.

El cuerpo de santa Clara permaneció allí durante casi seis siglos, hasta el 23 de septiembre de 1850, cuando fue descubierto, incorrupto, después de ocho noches de trabajo, en el sarcófago, todavía visible, ubicado bajo el altar mayor.

Se decide entonces construir una cripta neogótica a la que se traslada el cuerpo incorrupto de la santa en 1872, lugar en donde ha permanecido expuesto a la veneración del público en una urna de bronce dorado que desde comienzos de 1988 ha sido cambiada por otra más sencilla y segura, después de que el rostro y las manos de la santa fueron cubiertos de cera.

La Basílica es de estilo gótico-umbriano. La típica fachada, como todo el conjunto basilical, han sido embellecidos en el exterior con listas de piedra blanca y roja del Subasio. El portal es un alféizar con un marco sostenido por dos leones. En la fachada policroma, resplandece, dándole vida, un magnifico y doble rosetón adornado con un encaje de piedra de unas 96 columnitas.

Contra el flanco izquierdo del edificio se añadieron, por necesidades de estática, tres grandes arcos rampantes, que no perturban en absoluto el equilibrio estético de la fachada, sino que más bien lo enriquecen. A la altura del bellísimo (2) ábside poligonal adornado con tres elegantes monóforos descuella, ligero y solemne, un esbelto campanario con cúspide octogonal, el más alto en Asís, que da realce al movimiento arquitectónico del conjunto, de cuatro arcadas.

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Su interior es de nave única con transepto (1) y un ábside poligonal. Es espaciosa, austera y un tanto oscura. El altar mayor está sostenido sobre doce columnas que rematan en capiteles góticos; fue construido en el siglo XIV y el cancel (3) que lo rodea fue colocado en el siglo XVIII. Sobre el altar pende un gran crucifijo pintado sobre madera entre 1255 y 1260 por orden de la abadesa Benedetta, a los pies del Cristo, san Francisco y santa Clara orantes y la imagen de la abadesa Benedetta que la encargó. Ésta es, sin duda, la obra más prestigiosa y antigua de la Basílica; fue terminada, en efecto, antes de 1260, año de la muerte de la abadesa Benedetta, es atribuida al llamado «Maestro de la señora Benedetta», recientemente identificado como Benvenuto Benveni de Foliño. En el ábside hay pintados varios personajes en relación con el crucifijo: la Virgen, san Juan; santa Clara, san Francisco y la abadesa Benedetta (sucesora de santa Clara y fallecida en 1260). Sobre el altar, en el cruce del transepto, se pueden observar ocho figuras de santas atribuidas a un discípulo de Giotto.

Varias paredes de la iglesia estaban decoradas con frescos multicolores hasta el siglo XVII, cuando fueron tapados con cal como consecuencia de las epidemias. De estos frescos hoy no quedan más que algunos fragmentos de escenas bíblicas,

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En el transepto izquierdo, resplandece en la pared un delicadísimo Nacimiento, de autor anónimo umbriano, llamado hoy «Maestro de la Natividad de Sta. Clara», que vivió en torno a la mitad del siglo XIV. Se trata de una pintura verdaderamente admirable por la gracia y el candor de la composición. Sobre el altar hay un estupendo icono de 1265, llamado «Virgen de la Cortina», realizado por Benvenuto Benveni de Foliño. En el mismo transepto, arriba, una serie de frescos de difícil datación; son escenas del Antiguo Testamento que, en la franja más alta, representan la creación de los animales, y, en la inferior, la construcción del Arca, la creación de los primeros padres, su desobediencia y el castigo del diluvio. Son obra de un excelente pintor asisiense de finales del siglo XIII.

En la rama derecha del transepto, detrás del altar, una gran tabla en la que se lee una fecha: 1283. En esta ella se destaca la solemne y noble figura de Clara, muy alargada, hierática en su expresión, con la cruz en la mano, rodeada por ocho recuadros simétricos, en los que aparecen los principales episodios de su vida. La lectura de los recuadros de la tabla -empezando por la izquierda, desde abajo-, nos da breves noticias sobre la vida de la santa.

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Del noble Favarone de Offreduccio y de Ortolana, el 16 de julio de 1194 nació en Asís santa Clara. Se crió en una casa acomodada que le permitió, en contraste con las costumbres de aquellos tiempos, que excluían a las mujeres hasta de los primeros elementos del saber, aprender a leer y escribir en latín. Ortolana, piadosa mujer que había peregrinado a los Santos Lugares (hecho excepcional en aquel entonces), se había cuidado de la preparación religiosa de su hija Clara. Ésta, en la observancia de las prácticas religiosas y devotas, tanto se distinguió de las demás niñas, que llevaba el cilicio ya en tierna edad. A sus quince años se negó a casarse con un noble pretendiente porque, tal como lo confesó a sus pasmados progenitores, se había consagrado a Dios. Tal íntima consagración se había fortalecido en ella tras escuchar la predicación cuaresmal que Francisco había pronunciado en la iglesia de San Jorge en 1212.

Primer recuadro.- El obispo Guido, en la misa del domingo de Ramos de dicho año, en la Catedral de San Rufino, entrega a Clara el ramo de olivo. Manifiesta el Obispo particular predilección para con Clara, pues sabe, por boca de Francisco, lo que va a suceder en la noche siguiente.

Segundo recuadro.- Por la noche de aquel domingo, huye Clara de la casa paterna y, acompañada de su nodriza Bona de Guelfuccio, se encamina hacia la Porciúncula. Francisco y sus frailes, que la aguardan con antorchas encendidas al borde del bosque, la reciben y acompañan hasta la iglesita.

Tercer recuadro.- Ya en la iglesita de la Porciúncula, Clara, tras deponer su precioso traje y los adornos, viste una basta cogulla y se ciñe las caderas con una soga. Córtale Francisco la rubia cabellera, y le cubre la cabeza con un velo negro. Pronuncia Clara los votos de pobreza, castidad y obediencia, y reconoce a Francisco cual superior suyo. Tiene así principio la vida de la Orden de las Hermanas Pobres. Terminada la ceremonia, santa Clara es acompañada al monasterio de las benedictinas de San Pablo, cerca de la «Insula Romana» (ahora, Bastia Umbra).

Cuarto recuadro.- Su padre Offreduccio en balde intenta disuadir a Clara de su propósito y reconducirla a su casa. Ante la firme determinación de la hija, trata de arrancarla del monasterio por la fuerza. Clara se agarra entonces del altar. Es un acto sacramental, reconocido por la ley: el padre tiene que rendirse.

Quinto recuadro.- Inés, hermana de Clara y próxima a contraer matrimonio, abandona a su vez la casa paterna y se refugia en el mismo monasterio. El furor de Offreduccio es ahora sin límites: otra vez va al monasterio, acompañado ahora de hombres armados. No quiere perder a una segunda hija. Agarran a Inés con el propósito de llevársela a casa, pero no lo logran. Por intercesión de las plegarias de Clara, el cuerpo de Inés se torna más pesado que el plomo y es imposible removerlo. El brazo de su tío paterno, Monaldo, que amenaza con aplastarla, queda paralizado en el aire. Posteriormente, se reunirán con Clara, en el convento de San Damián, también su madre Ortolana y una hermana más, Beatriz.

Sexto recuadro.- Un día, santa Clara, en el refectorio de San Damián, en presencia del papa Gregorio IX, bendice los panes antes de su distribución: en cada uno, milagrosamente, se dibuja una cruz.

Séptimo recuadro.- Un grupo de vírgenes, presididas por la Virgen María y con coronas de oro, se aparece a Clara moribunda; Nuestra Señora le da un dulcísimo abrazo, y las vírgenes extienden un espléndido velo sobre el cuerpo de Clara.

Octavo recuadro.- Los funerales de santa Clara presididos por el Papa Inocencio IV y los cardenales.

En la parte alta, a lo largo de las paredes, numerosos frescos, bastante estropeados, del famoso Maestro expresionista de Santa Clara, Palmerino di Guido, de Asís (hacia 1310). De notable belleza y fuerza plástica son las escenas de la muerte y de los funerales de santa Clara. Estos dos episodios del tránsito y de los funerales de la Santa, aún discretamente legibles en el transepto de la derecha, como también los episodios de la vida de Cristo, en lo alto, y otros fragmentos pictóricos dispersos en el ábside y en el templo, inducen a pensar concretamente en un vasto ciclo con historias de la Santa análogo al que existe de san Francisco en su Basílica superior de Asís.

En la pared izquierda de la Basílica, cerca del altar mayor, se abre la capilla de Santa Inés, la hermana de santa Clara, que también murió en San Damián y fue sepultada probablemente aquí junto con su hermana la beata Beatriz y su madre la beata Ortolana, que fueron todas monjas del monasterio de San Damián. En la misma capilla han sido piadosamente sepultados los cuerpos de algunas beatas compañeras de santa Clara, monjas con ella en San Damián.

En el lado derecho de la Basílica, por una puerta doble, se accede a la capilla de San Jorge, dividida en dos y convertida ahora por una vidriera en capilla del Smo. Sacramento y en oratorio del Crucifijo.

En el oratorio del Smo. Sacramento, lugar reservado perennemente a la oración y al silencio, en la pared izquierda, una espléndida pintura de Puccio Capanna (1342) con María, Sta. Clara, S. Juan Bautista, S. Juan Evangelista y S. Francisco.

En la contrafachada, admirables frescos del siglo XIV: la Anunciación, el Nacimiento, la adoración de los Magos, San Jorge y el dragón, de Pace di Bartolo, de mediados del siglo XIV.

Al lado de la capilla del Sacramento está el oratorio del Crucifijo. Aquí se guarda celosamente el precioso Cristo bizantino, de un pintor asisiense de mediados del siglo XII, que en 1206, en la iglesita de San Damián, habló al joven Francisco determinando con esto su conversión y la misión de toda su vida. En la contrafachada del oratorio (o pared de entrada) hay algunos frescos: Estigmas de S. Francisco; Virgen con Angeles entre los santos Roque, Jerónimo y Clara, todos de Francisco Tartaglia de Asís; y además un San Urbano, de Pace di Bartolo.

Al fondo del oratorio están expuestas preciosas reliquias de los santos Francisco, Clara e Inés,. En la misma capilla de las reliquias, al frente del crucifijo, se conservan varios objetos valiosos por su significado, como el breviario que usaba Francisco con las anotaciones hechas por su compañero León, el alba confeccionada por santa Clara, las túnicas de Francisco y de Clara, junto con otros preciosísimos documentos franciscanos y un tríptico del espoletino Rinaldo di Rannuccio (hacia 1270) con escenas de Cristo y de la Virgen.

En el monasterio se conservan celosamente vidrios esgrafiados decorados sobre fondo dorado por el franciscano Pietro Teutónico, que trabajó también para el Santuario de la Porciúncula.

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Por una escalera situada hacia la mitad de la Basílica, se baja a la cripta, realizada en la segunda mitad del siglo XIX y que refleja claramente los gustos de la época. Aquí son custodiados con gran amor los restos mortales de santa Clara.

Junto a la Basílica continúa floreciendo desde hace más de 700 años el Protomonasterio de Santa Clara, fundado por la propia Santa en San Damián. La estructura del Protomonasterio lleva consigo el signo de los siglos pasados: un ángulo de claustro, de Mille, un dormitorio del siglo XV, el refectorio de estilo renacimiento... todo ello entretejido de sencillez y gran sobriedad, rico en verdor y flores, es el lugar silencioso asomado al valle de Espoleto, en el que las Clarisas continúan siendo signo de un amor vivido hasta sus últimas consecuencias, en el seguimiento glorioso de Cristo pobre y crucificado, tras los luminosos ejemplos de Francisco y de Clara.

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(1)La palabra transepto se utiliza comúnmente en la terminología arquitectónica religiosa para designar la nave transversal que en las iglesias cruza a la principal ortogonalmente (perpendicularmente). También designa, más genéricamente, a cualquier nave o corredor que cruce de manera ortogonal a otro mayor. El espacio común entre el transepto y la nave es conocido como crucero.

(2) El ábside es la porción semicircular o poligonal abovedada de la parte posterior del altar mayor de una iglesia y que sobresale en su fachada.

(3) El “cancel del presbiterio", es una cerca de poca altura que en una iglesia separa el presbiterio de la nave
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor PEPITA GARCIA 2 » Lun Ene 12, 2015 2:52 pm

Monasterio del Santísimo Sacramento y Tránsito de Nuestra Señora

Las Hermanas Capuchinas están presentes en la Republica Mexicana y en todos los Estados cuentan al menos con un Monasterio. Suman en total 72, más un Instituto de Estudios en el Estado de México, donde se selecciona a la Abadesa.

El Distrito Federal cuenta con 9 monasterios y el Estado de México tiene 8; hay otros Estados que tienen más Monasterios, como son: Guanajuato con 7 y Michoacán con 8.

*****Imagen*****

La Orden de Clarisas Capuchinas profesa la Regla de Santa Clara de Asís, que consiste en vivir el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo; vivirlo practicando la Obediencia, Pobreza y Castidad. Cada una de ellas vividas según la enseñanza y espíritu de Santa Clara de Asís y según los ideales que surgieron de la reforma por María Lorenza Longo, que son: La vida en suma pobreza sin dote ni posesión alguna, austeridad de vida, retiro del mundo bajo rígida clausura, sencillez en la vida fraterna, pero sobre todo intensa vida de oración de día y de noche.

La presencia de las Clarisas Capuchinas abarca a la mayoría de los Estados de México entre ellos está el Monasterio del Santísimo Sacramento y tránsito de Nuestra Señora, ubicado en la calle de Lindavista # 33, Colonia Tepeyac Insurgentes, en México Distrito Federal.

Entrando al Monasterio se encuentra una urna en la que yace la imagen del cuerpo de la Santísima Virgen Maria en su tránsito, vestida de color azul.

Este Monasterio está dirigido por la Abadesa Sor Felicitas y la apoya la Vicaria, en el hay un promedio de 18 religiosas, de diferentes edades; que subsisten produciendo hostias.- Imagen.- para la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe, rompope, galletas, pan, pomadas, cirios, confeccionan hábitos, venta de calendarios y aportaciones de algunos benefactores.

***Imagen***Imagen***

Hay una capilla pequeña en que la que se encuentra el Imagen -.Santísimo Sacramento expuesto; en el retablo principal la Cruz de San Damián y a los lados las imágenes del Señor de la Misericordia y de Nuestra Señora de Guadalupe. En uno de los lados de la Capilla la imagen de Santa Clara con la custodia en la mano y una cruz.

Santa Clara de Asís.- Imagen

Cuenta el Monasterio con hospedería, refectorio, patio, patio y algunos salones. En uno de los salones del Monasterio, tienen un área para estudiar en el que se imparte actualmente el “Curso de la Vida Consagrada” asesorada la MECE Srita: Olga Morales, por Fray David de la Orden de Predicadores, que es el Vicario Episcopal para la Vida Consagrada de la Arquidiócesis.

...........Imagen .- Año de la Vida Consagrada

Los domingos tienen su hora recreativa en donde aprovechan de ver: "El Pulso de la Fe"

Toda la Orden tiene una casa de estudios, llamada “Santa Verónica” en ella las religiosas se capacitan de acuerdo a su capacidad y necesidades. Este "servicio" lo hacen todas las comunidades de la República Mexicana según un programa y de esta forma atienden a las que les toca estudiar por uno o varios meses, entre ellos teología, otros estudios y educación permanente. También realizan reuniones de abadesas, vicarias, etc. en las que asisten.

Esta casa de encuentra en el Estado de México, en Cuautitlán, cerca de la Abadía Benedictina y de la CEM.

Fuente: Capuchinos en México. MECE Olga Morales
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor thelmigu2014 » Lun Ene 12, 2015 9:27 pm

Buenas noches y buen inicio del curso en este año 2015.

SANTA CLARA DE ASÍS:

Clara significa: "vida transparente"

"El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre" -Santa Clara.

De sus cartas: Atiende a la pobreza, la humildad y la caridad de Cristo

Clara nació en Asís, Italia, en 1193. Su padre, Favarone Offeduccio, era un caballero rico y poderoso. Su madre, Ortolana, descendiente de familia noble y feudal, era una mujer muy cristiana, de ardiente piedad y de gran celo por el Señor.

Desde sus primeros años Clara se vio dotada de innumerables virtudes y aunque su ambiente familiar pedía otra cosa de ella, siempre desde pequeña fue asidua a la oración y mortificación. Siempre mostró gran desagrado por las cosas del mundo y gran amor y deseo por crecer cada día en su vida espiritual.

Ya en ese entonces se oía de los Hermanos Menores, como se les llamaba a los seguidores de San Francisco. Clara sentía gran compasión y gran amor por ellos, aunque tenía prohibido verles y hablarles. Ella cuidaba de ellos y les proveía enviando a una de las criadas. Le llamaba mucho la atención como los frailes gastaban su tiempo y sus energías cuidando a los leprosos. Todo lo que ellos eran y hacían le llamaba mucho la atención y se sentía unida de corazón a ellos y a su visión.



Su llamada y su encuentro con San Francisco. Cofundadora de la orden

La conversión de Clara hacia la vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón de San Francisco de Asís. En 1210, cuando ella tenía 18 años, San Francisco predicó en la catedral de Asís los sermones de cuaresma e insistió en que para tener plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas y bienes materiales. Al oír las palabras: "este es el tiempo favorable... es el momento... ha llegado el tiempo de dirigirme hacia El que me habla al corazón desde hace tiempo... es el tiempo de optar, de escoger..", sintió una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior.

Durante todo el día y la noche, meditó en aquellas palabras que habían calado lo más profundo de su corazón. Tomó esa misma noche la decisión de comunicárselo a Francisco y de no dejar que ningún obstáculo la detuviera en responder al llamado del Señor, depositando en El toda su fuerza y entereza.

Cuando su corazón comprendió la amargura, el odio, la enemistad y la codicia que movía a los hombres a la guerra comprendió que esta forma de vida eran como la espada afilada que un día traspasó el corazón de Jesús. No quiso tener nada que ver con eso, no quiso otro señor mas que el que dio la vida por todos, aquel que se entrega pobremente en la Eucaristía para alimentarnos diariamente. El que en la oscuridad es la Luz y que todo lo cambia y todo lo puede, aquel que es puro Amor. Renace en ella un ardiente amor y un deseo de entregarse a Dios de una manera total y radical.

Clara sabía que el hecho de tomar esta determinación de seguir a Cristo y sobre todo de entregar su vida a la visión revelada a Francisco, iba a ser causa de gran oposición familiar, pues el solo hecho de la presencia de los Hermanos Menores en Asís estaba ya cuestionando la tradicional forma de vida y las costumbres que mantenían intocables los estratos sociales y sus privilegios. A los pobres les daba una esperanza de encontrar su dignidad, mientras que los ricos comprendían que el Evangelio bien vivido exponía por contraste sus egoísmos a la luz del día. Para Clara el reto era muy grande. Siendo la primera mujer en seguirle, su vinculación con Francisco podía ser mal entendida.

Santa Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo de 1212, un Domingo de Ramos, empezando así la gran aventura de su vocación. Se sobrepuso a los obstáculos y al miedo para darle una respuesta concreta al llamado que el Señor había puesto en su corazón. Llega a la humilde Capilla de la Porciúncula donde la esperaban Francisco y los demás Hermanos Menores y se consagra al Señor por manos de Francisco.

Empiezan las renuncias

De rodillas ante San Francisco, hizo Clara la promesa de renunciar a las riquezas y comodidades del mundo y de dedicarse a una vida de oración, pobreza y penitencia. El santo, como primer paso, tomó unas tijeras y le cortó su larga y hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza un sencillo manto, y la envió a donde unas religiosas que vivían por allí cerca, a que se fuera preparando para ser una santa religiosa.

Para Santa Clara la humildad es pobreza de espíritu y esta pobreza se convierte en obediencia, en servicio y en deseos de darse sin límites a los demás.

Días más tardes fue trasladada temporalmente, por seguridad, a las monjas Benedictinas, ya que su padre, al darse cuenta de su fuga, sale furioso en su búsqueda con la determinación de llevársela de vuelta al palacio. Pero la firme convicción de Clara, a pesar de sus cortos años de edad, obligan finalmente al Caballero Offeduccio a dejarla. Días más tardes, San Francisco, preocupado por su seguridad dispone trasladarla a otro monasterio de Benedictinas situado en San Angelo. Allí la sigue su hermana Inés, quien fue una de las mayores colaboradoras en la expansión de la Orden y la hija (si se puede decir así) predilecta de Santa Clara. Le sigue también su prima Pacífica.

DamianoSan Francisco les reconstruye la capilla de San Damián, lugar donde el Señor había hablado a su corazón diciéndole, "Reconstruye mi Iglesia". Esas palabras del Señor habían llegado a lo más profundo de su ser y lo llevó al más grande anonadamiento y abandono en el Señor. Gracias a esa respuesta de amor, de su gran "Si" al Señor, había dado vida a una gran obra, que hoy vemos y conocemos como la Comunidad Franciscana, de la cual Santa Clara se inspiraría y formaría parte crucial, siendo cofundadora con San Francisco en la Orden de las Clarisas.

Cuando se trasladan las primeras Clarisas a San Damián, San Francisco pone al frente de la comunidad, como guía de Las Damas Pobres a Santa Clara. Al principio le costó aceptarlo pues por su gran humildad deseaba ser la última y ser la servidora, esclava de las esclavas del Señor. Pero acepta y con verdadero temor asume la carga que se le impone, entiende que es el medio de renunciar a su libertad y ser verdaderamente esclava. Así se convierte en la madre amorosa de sus hijas espirituales, siendo fiel custodia y prodigiosa sanadora de las enfermas.

Desde que fue nombrada Madre de la Orden, ella quiso ser ejemplo vivo de la visión que trasmitía, pidiendo siempre a sus hijas que todo lo que el Señor había revelado para la Orden se viviera en plenitud.

Siempre atenta a la necesidades de cada una de sus hijas y revelando su ternura y su atención de Madre, son recuerdos que aún después de tanto tiempo prevalecen y son el tesoro mas rico de las que hoy son sus hijas, Las Clarisas Pobres.

Sta. Clara acostumbraba tomar los trabajos mas difíciles, y servir hasta en lo mínimo a cada una. Pendiente de los detalles más pequeños y siendo testimonio de ese corazón de madre y de esa verdadera respuesta al llamado y responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos.

Por el testimonio de las misma hermanas que convivieron con ella se sabe que muchas veces, cuando hacía mucho frío, se levantaba a abrigar a sus hijas y a las que eran mas delicadas les cedía su manta. A pesar de ello, Clara lloraba por sentir que no mortificaba suficiente su cuerpo.

Cuando hacía falta pan para sus hijas, ayunaba sonriente y si el sayal de alguna de las hermanas lucía más viejo ella lo cambiaba dándole el de ella. Su vida entera fue una completa dádiva de amor al servicio y a la mortificación. Su gran amor al Señor es un ejemplo que debe calar nuestros corazones, su gran firmeza y decisión por cumplir verdaderamente la voluntad de Dios para ella.

Tenía gran entusiasmo al ejercer toda clase de sacrificios y penitencias. Su gozo al sufrir por Cristo era algo muy evidente y es, precisamente esto, lo que la llevó a ser Santa Clara. Este fue el mayor ejemplo que dio a sus hijas.

La humildad brilló grandemente en Santa Clara y una de las mas grandes pruebas de su humildad fue su forma de vida en el convento, siempre sirviendo con sus enseñanzas, sus cuidados, su protección y su corrección. La responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos no la utilizó para imponer o para simplemente mandar en el nombre del Señor. Lo que ella mandaba a sus hijas lo cumplía primero ella misma con toda perfección. Se exigía mas de lo que pedía a sus hermanas.

Hacía los trabajos mas costosos y daba amor y protección a cada una de sus hijas. Buscaba como lavarle los pies a las que llegaban cansadas de mendigar el sustento diario. Lavaba a las enfermas y no había trabajo que ella despreciara pues todo lo hacía con sumo amor y con suprema humildad.

"En una ocasión, después de haberle lavado los pies a una de las hermanas, quiso besarlos. La hermana, resistiendo aquel acto de su fundadora, retiró el pie y accidentalmente golpeó el rostro a Clara. Pese al moretón y la sangre que había salido de su nariz, volvió a tomar con ternura el pie de la hermana y lo besó."

Con su gran pobreza manifestaba su anhelo de no poseer nada mas que al Señor. Y esto lo exigía a todas sus hijas. Para ella la Santa Pobreza era la reina de la casa. Rechazó toda posesión y renta, y su mayor anhelo era alcanzar de los Papas el privilegio de la pobreza, que por fin fue otorgado por el Papa Inocencio III.

Para Santa Clara la pobreza era el camino en donde uno podía alcanzar mas perfectamente esa unión con Cristo. Este amor por la pobreza nacía de la visión de Cristo pobre, de Cristo Redentor y Rey del mundo, nacido en el pesebre. Aquel que es el Rey y, sin embargo, no tuvo nada ni exigió nada terrenal para si y cuya única posesión era vivir la voluntad del Padre. La pobreza alcanzada en el pesebre y llevada a su cúlmen en la Cruz. Cristo pobre cuyo único deseo fue obedecer y amar.

La vida de Sta. Clara fue una constante lucha por despegarse de todo aquello que la apartaba del Amor y todo lo que le limitara su corazón de tener como único y gran amor al Señor y el deseo por la salvación de las almas.

La pobreza la conducía a un verdadero abandono en la Providencia de Dios. Ella, al igual que San Francisco, veía en la pobreza ese deseo de imitación total a Jesucristo. No como una gran exigencia opresiva sino como la manera y forma de vida que el Señor les pedía y la manera de mejor proyectar al mundo la verdadera imagen de Cristo y Su Evangelio.

Siguiendo las enseñanzas y ejemplos de su maestro San Francisco, quiso Santa Clara que sus conventos no tuvieran riquezas ni rentas de ninguna clase. Y, aunque muchas veces le ofrecieran regalos de bienes para asegurar el futuro de sus religiosas, no los quiso aceptar. Al Sumo Pontífice que le ofrecía unas rentas para su convento le escribió: "Santo padre: le suplico que me absuelva y me libere de todos mis pecados, pero no me absuelva ni me libre de la obligación que tengo de ser pobre como lo fue Jesucristo". A quienes le decían que había que pensar en el futuro, les respondía con aquellas palabras de Jesús: "Mi Padre celestial que alimenta a las avecillas del campo, nos sabrá alimentar también a nosotros".

Mortificación de su cuerpo

Si hay algo que sobresale en la vida de Santa Clara es su gran mortificación. Utilizaba debajo de su túnica, como prenda íntima, un áspero trozo de cuero de cerdo o de caballo. Su lecho era una cama compuesta de sarmientos cubiertos con paja, la que se vio obligada a cambiar por obediencia a Francisco, debido a su enfermedad.

Los ayunos. Siempre vivió una vida austera y comía tan poco que sorprendía hasta a sus propias hermanas. No se explicaban como podía sostener su cuerpo. Durante el tiempo de cuaresma, pasaba días sin probar bocado y los demás días los pasaba a pan y agua. Era exigente con ella misma y todo lo hacía llena de amor, regocijo y de una entrega total al amor que la consumía interiormente y su gran anhelo de vivir, servir y desear solamente a su amado Jesús.

Por su gran severidad en los ayunos, sus hermanas, preocupadas por su salud, informaron a San Francisco quien intervino con el Obispo ordenándole a comer, cuando menos diariamente, un pedazo de pan que no fuese menos de una onza y media.

La vida de Oración

Para Santa Clara la oración era la alegría, la vida; la fuente y manantial de todas las gracias, tanto para ella como para el mundo entero. La oración es el fin en la vida Religiosa y su profesión.

Ella acostumbraba pasar varias horas de la noche en oración para abrir su corazón al Señor y recoger en su silencio las palabras de amor del Señor. Muchas veces, en su tiempo de oración, se le podía encontrar cubierta de lágrimas al sentir el gran gozo de la adoración y de la presencia del Señor en la Eucaristía, o quizás movida por un gran dolor por los pecados, olvidos y por las ingratitudes propias y de los hombres.

Se postraba rostro en tierra ante el Señor y, al meditar la pasión las lágrimas brotaban de lo mas íntimo de su corazón. Muchas veces el silencio y soledad de su oración se vieron invadidos de grandes perturbaciones del demonio. Pero sus hermanas dan testimonio de que, cuando Clara salía del oratorio, su semblante irradiaba felicidad y sus palabras eran tan ardientes que movían y despertaban en ellas ese ardiente celo y encendido amor por el Señor.

Hizo fuertes sacrificios los cuarenta y dos años de su vida consagrada. Cuando le preguntaban si no se excedía, ella contestaba: Estos excesos son necesarios para la redención, "Sin el derramamiento de la Sangre de Jesús en la Cruz no habría Salvación". Ella añadía: "Hay unos que no rezan ni se sacrifican; hay muchos que sólo viven para la idolatría de los sentidos. Ha de haber compensación. Alguien debe rezar y sacrificarse por los que no lo hacen. Si no se estableciera ese equilibrio espiritual la tierra sería destrozada por el maligno". Santa Clara aportó de una manera generosa a este equilibrio.

Milagros de Santa Clara

Santa ClaraLa Eucaristía ante los sarracenos

En 1241 los sarracenos atacaron la ciudad de Asís. Cuando se acercaban a atacar el convento que está en la falda de la loma, en el exterior de las murallas de Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y Santa Clara que era extraordinariamente devota al Santísimo Sacramento, tomó en sus manos la custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los atacantes. Ellos experimentaron en ese momento tan terrible oleada de terror que huyeron despavoridos.

En otra ocasión los enemigos atacaban a la ciudad de Asís y querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.

El milagro de la multiplicación de los panes

Cuando solo tenían un pan para que comieran cincuenta hermanas, Santa Clara lo bendijo y, rezando todas un Padre Nuestro, partió el pan y envió la mitad a los hermanos menores y la otra mitad se la repartió a las hermanas. Aquel pan se multiplicó, dando a basto para que todas comieran. Santa Clara dijo: "Aquel que multiplica el pan en la Eucaristía, el gran misterio de fe, ¿acaso le faltará poder para abastecer de pan a sus esposas pobres?"

En una de las visitas del Papa al Convento, dándose las doce del día, Santa Clara invita a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió. Entonces ella le pide que por favor bendiga los panes para que queden de recuerdo, pero el Papa respondió: "quiero que seas tu la que bendigas estos panes". Santa Clara le dice que sería como un irespeto muy grande de su parte hacer eso delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le ordena bajo el voto de obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo los panes haciéndole la señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa sobre todos los panes.

Larga agonía

Santa Clara estuvo enferma 27 años en el convento de San Damiano, soportando todos los sufrimientos de su enfermedad con paciencia heroica. En su lecho bordaba, hacía costuras y oraba sin cesar. El Sumo Pontífice la visitó dos veces y exclamó "Ojalá yo tuviera tan poquita necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita".

Cardenales y obispos iban a visitarla y a pedirle sus consejos.

San Francisco ya había muerto pero tres de los discípulos preferidos del santo, Fray Junípero, Fray Angel y Fray León, le leyeron a Clara la Pasión de Jesús mientras ella agonizaba. La santa repetía: "Desde que me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me consuelan".

El 10 de agosto del año 1253 a los 60 años de edad y 41 años de ser religiosa, y dos días después de que su regla sea aprobada por el Papa, se fue al cielo a recibir su premio. En sus manos, estaba la regla bendita, por la que ella dio su vida.

Cuando el Señor ve que el mundo está tomando rumbos equivocados o completamente opuestos al Evangelio, levanta mujeres y hombres para que contrarresten y aplaquen los grandes males con grandes bienes.

Podemos ver claramente en la Orden Franciscana, en su carisma, que cuando el mundo estaba siendo arrastrado por la opulencia, por la riqueza, las injusticias sociales etc., suscita en dos jóvenes de las mejores familias el amor valiente para abrazar el espíritu de pobreza, como para demostrar de una manera radical el verdadero camino a seguir que al mismo tiempo deja al descubierto la obra de Satanás, aplastándole la cabeza. Ellos se convirtieron en signo de contradicción para el mundo y a la vez, fuente donde el Señor derrama su gracia para que otros reciban de ella.

El Señor en su gran sabiduría y siendo el buen Pastor que siempre cuida de su pueblo y de su salvación, nunca nos abandona y manda profetas que con sus palabras y sus vidas nos recuerdan la verdad y nos muestran el camino de regreso a El. Los santos nos revelan nuestros caminos torcidos y nos enseñan como rectificarlos.

Tras los pasos de Santa Clara en Asís

En la Basílica de Sta. Clara encontramos su cuerpo incorrupto y muchas de sus reliquias.

En el convento de San Damiano, se recorren los pasillos que ella recorrió. Se entra al cuarto donde ella pasó muchos años de su vida acostada, se observa la ventana por donde veía a sus hijas. También se conservan el oratorio, la capilla, y la ventana por donde expulsó a los sarracenos con el poder de la Eucaristía.

Hoy las religiosas Clarisas son aproximadamente 18.000 en 1.248 conventos en el mundo.



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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor thelmigu2014 » Lun Ene 12, 2015 9:36 pm

Estoy intentando enviar una imagen, no sé si les llegará o no .
Les ruego me disculpen si no lo logro.
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor Al+100cia » Mié Ene 14, 2015 8:33 pm

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«Clara de Asís, mujer nueva...De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio» .

“Clara nació en Asís en 1194, en el seno de una familia noble. Cuando a la joven, instruida y experimentada en los quehaceres femeninos y domésticos, se la quería casar, ella se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, y había escuchado su predicación que la llamaba al seguimiento radical de Cristo pobre y crucificado. Esta llamada ya nunca se acalló en ella. Clara se dirigió a Francisco, por medio de quien se sentía llamada por Dios. Y ambos llegaron a la conclusión de que Clara debía dar el paso a la pobreza radical. Cómo tenía que realizarse esto, sin embargo, todavía no les constaba con claridad. Con la aprobación ciertamente del obispo de Asís, Guido II, Clara abandonó en secreto la casa paterna el Domingo de Ramos por la noche (18/19 de marzo de 1212), bajando apresuradamente al valle, camino de la capilla de la Porciúncula, entonces solitaria en medio del bosque, donde la esperaban Francisco y sus hermanos. Allí recibió, de manos de Francisco, el vestido gris de penitencia, el velo y la cuerda. A la mañana siguiente, sus familiares, consternados, se dieron a la búsqueda de la joven, y encontraron a Clara en el monasterio de las Benedictinas de Bastia, cuatro kilómetros al oeste de Asís, adonde Francisco la había llevado y donde Clara debía permanecer hasta que el Señor «dispusiera otra cosa», como nos dice la «Leyenda de Santa Clara”. Los familiares trataron de persuadir a Clara con consejos, promesas, adulaciones, y, finalmente, quisieron conseguir su retorno a casa por la violencia. Clara entonces corrió hacia el altar, se agarró a los manteles del mismo y descubrió su cabeza tonsurada. Ante esta postura, sus familiares la dejan.”

Habían comenzado a surgir en Italia y otros lugares del mundo cristiano comunidades de mujeres religiosas con ideales más o menos similares a los de las hermanas de San Damián: la forma de vida de éstas chocaba con los modelos preexistentes y comúnmente aceptados de vida religiosa. Por esto, es más que probable que se vieran rodeadas durante algún tiempo de una cierta incomprensión general, así como de la actitud prudente y recelosa de la autoridad eclesiástica que, en el Concilio Lateranense IV (1215), prohibía nuevas formas y comunidades religiosas al margen de las reglas tradicionales...Como consecuencia de ello, Clara y sus hermanas se vieron obligadas a aceptar la Regla benedictina, poco acorde con la forma de vida y pobreza de San Damián. Pero la Santa no se resignó a ello, y para salvaguarda de la originalidad de su inspiración y de las peculiaridades de su vida religiosa en pobreza-minoridad, fraternidad y contemplación, solicitó y consiguió del papa Inocencio III, salvadas las lógicas resistencias, el insólito privilegio, llamado Privilegio de la pobreza, de poder vivir sin privilegios, sin rentas ni posesiones, siguiendo las huellas de Cristo pobre. Entretanto Francisco dejó totalmente en manos de Clara el gobierno de su comunidad, pasando a ser su abadesa, cargo que ella asumió, según escribe su primer biógrafo, «porque la obligó el bienaventurado Francisco» (Leyenda 12).

Clara no descansó ni se quedó tranquila hasta que obtuvo para su Regla la confirmación papal, cuya extraordinaria historia es ésta: Inocencio IV visitó a Clara en San Damián días antes de su muerte. El Papa, que residía en el convento de S. Francisco en Asís, confirmó de palabra la Regla y ordenó que se redactase inmediatamente la Bula en su cancillería. La fecha de su redacción es el 9 de agosto de 1253. Al día siguiente, 10 de agosto, el Papa envió la Regla por medio de uno de los Hermanos Menores a Clara, quien, al otro día, 11 de agosto, murió.

¿Qué se proponía concretamente Clara con su inquebrantable empeño de una mayor pobreza? ¿Qué pretende con este desmesuramiento, con esta que casi podríamos llamar terquedad? ...Según el pensamiento de Francisco y de Clara: la pobreza, el ser-pobre es condición indispensable para toda persona religiosa, porque el hombre a través de la pobreza entra en la libertad para Dios y alcanza la alegría en Dios. Sólo en esa libertad y en esa alegría está el hombre capacitado para el amor.

Consta en la LCl 45 (Leyenda de Santa Clara),que en el lecho de muerte, Santa Clara dictó una bendición solemne dirigida a todas las hermanas pobres, de todos los monasterios y de todos los tiempos... En cuanto al contenido, debemos decir que se trata de un documento inscrito en la más pura tradición bíblica. La bendición en la Escritura refiere siempre al don, a la herencia, a la historia, a la palabra humano-divina y su misterio.

BENDICIÓN DE SANTA CLARA
1 - En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
2 - El Señor las bendiga y las guarde;
3 - les muestre su faz y tenga misericordia de ustedes;
4 - les vuelva su rostro y les dé su paz, hermanas e hijas mías, a ustedes,
5 - y a todas las que han de venir y permanecer en su comunidad y a todas las demás, tanto presentes como futuras, que han de perseverar hasta el fin en todos los otros monasterios de las Damas Pobres.
6 - Yo Clara, servidora de Cristo y pequeña planta de nuestro padre San Francisco, hermana y madre suya y de las demás hermanas pobres, aunque indigna,
7 - ruego a nuestro Señor Jesucristo que, por su misericordia y por la intercesión de su santísima Madre Santa María, del bienaventurado San Miguel Arcángel y de todos los santos Ángeles, de nuestro bienaventurado padre San Francisco y de todos los santos y santas de Dios,
8 - el mismo Padre celestial les dé y confirme esta su santísima bendición en el cielo y en la tierra;
9 - en la tierra, multiplicándolas en gracia y en virtudes entre sus siervos y siervas en su iglesia militante;
10 - en el cielo, ensalzándolas y glorificándolas entre sus santos y santas en su Iglesia triunfante.
11 - Las bendigo en mi vida y después de mi muerte, en cuanto puedo y más aún de lo que puedo,
12 - con todas las bendiciones con que el Padre de las misericordias bendijo a sus hijos y a sus hijas y los bendecirá en el cielo y en la tierra,
13 - y con las que el padre y la madre espirituales bendijeron y bendecirán a sus hijos e hijas espirituales. Amén.
14 - Sean siempre amantes de sus almas y de todas sus hermanas,

15-para que observen siempre solícitamente lo que al Señor prometieron.
16 - El Señor esté siempre con ustedes y ojalá ustedes estén siempre con El.


http://www.franciscanos.org/stacla/grau2.htm
http://www.franciscanos.org/stacla/herranz.htm
[url]http://www.colegiosanfranciscosj.edu.ar/escrclar.html#BENDICIÓN_DE_SANTA_CLARA[/url]

JMJ. Oh mi Dios y mi todo
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor PEPITA GARCIA 2 » Mié Ene 14, 2015 9:02 pm

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II A LAS CLARISAS

Una vida hecha Eucaristía


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Con ocasión del VIII centenario del nacimiento de santa Clara de Asís, Juan Pablo II ha enviado a las religiosas Clarisas una carta en la que destaca la figura de esa hija espiritual de san Francisco, amante apasionada del Crucificado, con quien quiso identificarse totalmente, mediante una vida marcada por la pobreza, el cansancio, la tribulación y la enfermedad. El Papa pone de relieve el hecho de que toda su vida fue una eucaristía, pues, desde su clausura, elevaba una continua acción de gracias a Dios.

Queridas religiosas de vida contemplativa:

1. Hace ochocientos años nacía Clara de Asís en el seno de la familia del noble Favarone di Offreduccio.


Artículo completo en: http://www.franciscanos.org/selfran66/mensajecent.html

Dado en el Vaticano, el 11 de agosto –conmemoración litúrgica de santa Clara de Asís– de 1993, decimoquinto año de mi pontificado.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 27-VIII-93]

[Selecciones de Franciscanismo n. 66 (1993) 325-329]
"No anteponer nada al amor de Dios"

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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor MECHA1 » Mié Ene 14, 2015 9:31 pm

Hola. Espero que todos se encuentren muy bien. Yo feliz por el reencuentro y ansiosa por continuar aprendiendo. Dios los bendiga y nuestra Señora de la Merced los ampare. Gracias por todo.
LAS CARTAS DE SANTA CLARA A SANTA INÉS DE PRAGA
La carta personal es el documento más revelador de la personalidad humana, con sus virtudes y vicios. En este género casi olvidado en estos tiempos de tiranía informática, sobre todo escrito a mano, se puede analizar con seguridad el interior de quien escribe. La elección del papel, el bolígrafo, el color de la tinta, de los innúmerosos detalles que distraídamente el autor elige, hasta y principalmente la caligrafía y el lenguaje son elementos que indican las filigranas del pensamiento.
Es con empeño que biógrafos y hagiógrafos se explayan sobre esos preciosos documentos que les manifiestan, con riqueza de detalles y mucha seguridad, trazos del alma de grandes personajes.
Se torna por eso de interés la lectura y contemplación de las cartas de Santa Clara. Como es sabido, dentro de una gran humildad y obediencia, ella siguió, con fidelidad completa y creciente relieve, las orientaciones de su Padre espiritual, San Francisco, y la gracia de Dios favoreció la obra que esa santa realizó bajo orientación del Santo.
En el año de 1234 atravesó Europa una noticia consoladora: una mujer de sangre real, la princesa Inés de Praga, decidió tomar hábito entre las hijas de Santa Clara, abandonando las riquezas que le proporcionaba su sangre real. Erigido un monasterio, reunidas las vocaciones, la santa discípula del Poverello le manda todas las orientaciones para que viviese dentro de la nueva regla.
Ciertamente esa orientación exigió, además del envío de un grupo de religiosas formadas directamente por la fundadora, un carteo voluminoso, por el cual la santa buscaba transmitir el espíritu de la seráfica Orden, más que las simples constituciones.
Sus cartas son testigos de un trato celestial y, por su elevación, parecen haber sido escritas en un estado de espíritu muy superior, tal vez después de alguna gran gracia mística, o quizá, fuese esa la clave corriente en que la santa vivía. La manera noble, poética, elegante, y, sobre todo admirativa y caritativa que Santa Clara usa para dirigirse a su discípula, bien muestra la rectitud de su alma, el trato lleno de respeto y ternura por los que le son sumisos, y, en el lenguaje, al lado de un despojamiento sin pretensiones, un espíritu cultivado, habituado a la consideración de las verdades eternas.
Más allá del estilo literario ceremonioso usado en esos felices tiempos en que "la filosofía del Evangelio gobernaba los estados", revelador de una mentalidad que veía en cada ser humano un reflejo único de las cualidades divinas, se deben considerar la dignidad real de esta futura santa canonizada, Santa Inés de Praga, y, principalmente, sus virtudes, que la tornaban merecedora de los elogios que le hace su fundadora.
Así inicia ella su primera misiva: "A la venerable y santa virgen, señora Inés, hija del excelentísimo y muy ilustre rey de Bohemia, Clara, sierva indigna e inútil de Jesucristo y de las señoras clausuradas de San Damián, su súbdita y sierva en todo, se recomienda con mucha reverencia, deseando, sobre todo, que consiga la gloria de la felicidad eterna."
El lenguaje, invadido de humildad y pureza, al mismo tiempo en que respeta la condición de princesa, le hace volver los ojos para los títulos eternos que debe desear.
Al terminar la carta, dice: "Os suplico, por último, en nombre del Señor, tanto cuanto puedo, que os acordéis en vuestras oraciones de esta vuestra sierva, aunque indigna, y de las restantes hermanas que conmigo viven en este monasterio. Que, con vuestra ayuda, merezcamos las misericordias de Jesucristo, y en unión con vosotros seamos dignas de gozar la eterna contemplación. Saludos en el Señor. Orad por mí."
Dos años después le escribe nuevamente y así se expresa: "A la hija del Rey de los reyes, a la sierva del Señor de los señores, a la muy digna esposa de Cristo y noble reina Inés, Clara, inútil e indigna sierva del Señor de los señores, votos de salud y perseverancia en la altísima pobreza."
Es admirable la manera sutil como Santa Clara resalta a la hija del Rey de la Bohemia su condición de hija del Rey de los reyes, título más elevado que cualquier otro, y llamándola de "noble reina" ciertamente la hace recordar de su unión espiritual con Nuestro Señor Jesucristo, el Rey del Universo. La idea de manifestarle "votos de salud y perseverancia en la altísima pobreza" hace relucir a los ojos de su hija espiritual, entre tantas otras virtudes, la del desapego de los bienes terrenos y total falta de pretensión de espíritu. Esa carta sigue toda repasada de angelicales consejos para que las hermanas perseveren en la práctica de la santa pobreza, que constituye su carisma.
Otros dos años habían pasado cuando Santa Inés recibió de la fundadora otra carta, en cuyo inicio se lee: "A la hermana Inés, venerable señora en Cristo, la más querida entre todas, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ya hermana y esposa del Rey de los Cielos. Clara, indigna y humilde sierva de Cristo desea alegría salvadora en el autor de la salvación y de todo el bien digno de ser deseado."
Y finalmente, en 1253, pocos meses antes de fallecer, Santa Clara así se dirige a su hija espiritual: "A aquella que es la mitad de mi alma y ataúd singular de mi afección, a la ilustre reina y señora Inés, esposa del Rey eterno, su madre queridísima e hija entre todas preferida, Clara, indigna sierva de Cristo e inútil servidora de las siervas que viven en el monasterio de San Damián, desea salud y la ventura de poder cantar con las demás vírgenes el cántico nuevo delante del trono de Dios y del Cordero y de seguir al Cordero para donde quiera que vaya."
Presintiendo su fin, así se expresa Santa Clara a Santa Inés: "Teniéndote presente en mi corazón, de una manera muy especial, como la más querida de todas. ¿Qué más decir? Que haga silencio el lenguaje de la carne y dé lugar al del espíritu acerca de mi afección por ti, hija bendita. El lenguaje de los sentidos solo muy imperfectamente puede manifestar el amor que siento por ti. Sé, pues, benevolente y acepta con humildad esta expresión de afección maternal. Todos los días pienso en ti y en tus hijas, a las cuales me recomiendo, juntamente con mis hermanas. De la misma manera a mis hijas y especialmente la virgen prudentísima Inés, mi hermana, se recomiendan tanto cuanto pueden a ti y a tus hijas en Cristo."
La consideración de esas cartas nos llena de consolación y nos hace desear una convivencia semejante entre todos nuestros hermanos de fe. Y ese relacionamiento desbordante de caridad fraterna, en esta tierra, ya es parte de "todo el bien digno de ser deseado". La diversidad de caracteres y la imaginación humana, asistida por la gracia, han de encontrar expresiones de afecto y de amor mutuo entre los hermanos cuando sus ojos interiores estuvieren dirigidos a lo sobrenatural, tal cual nos da ejemplo la gran Santa Clara. Cada uno manifestará la vida de Dios en sus almas y su eco divino repercutirá entre todos, fortaleciéndolos en el combate y tornándolos reconocibles como discípulos de Jesús.
Juzgue por sí mismo las bellísimas palabras de Santa Clara, en las cuales trasparece su humildad y su alma admirativa y poética. Diga después de leerlas sino sintió el perfume de la santidad de esos antiguos tiempos.
CARTA I A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla1]
A la venerable y santísima virgen, doña Inés, hija del excelentísimo e ilustrísimo rey de Bohemia, Clara, indigna servidora de Jesucristo y sierva inútil de las damas encerradas del monasterio de San Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda de manera absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de la felicidad eterna.
Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto de gozo; a causa de eso, no sólo yo personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que sirven y desean servir a Jesucristo. Y el motivo de esto es que, cuando vos hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y honores y dignidades del siglo, desposándoos legítimamente con el ínclito Emperador con gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya, desdeñando todas esas cosas, vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal, tomando un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa.
Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante. Ya estáis vos estrechamente abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas y ha colgado de vuestras orejas margaritas inestimables, y os ha envuelto toda de perlas brillantes y resplandecientes, y ha puesto sobre vuestra cabeza una corona de oro marcada con el signo de la santidad.
Por tanto, hermana carísima, o más bien, señora sumamente venerable, porque sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo, tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, el cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros, librándonos del poder del príncipe de las tinieblas, poder al que estábamos encadenados por la transgresión del primer hombre, y reconciliándonos con Dios Padre.
¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh santa pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos, y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna gloria y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas, Él, que regía y rige cielo y tierra, que, además, lo dijo y las cosas fueron hechas! Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20), sino que, inclinada la cabeza, entregó el espíritu (cf. Jn 19,30).
Por consiguiente, si tan grande y tan importante Señor, al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo, despreciado, indigente y pobre, para que los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos, saltad de gozo y alegraos muchísimo, colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, porque, por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra, allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los desentierran y roban, vuestra recompensa es copiosísima en los cielos, y habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la gloriosa Virgen.
Pues creo firmemente que vos sabíais que el Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres, porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; que no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se ama a uno y se aborrece al otro, o se servirá a uno y se despreciará al otro; y que un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto derribado al suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede permanecer glorioso en el siglo y luego reinar allá con Cristo; y que antes podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al reino de los cielos. Por eso vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta. Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna.
Por lo cual consideré que, en cuanto puedo, debía suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes preces, en las entrañas de Cristo, que os dignéis confortaros en su santo servicio, creciendo de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes, para que Aquel a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión los premios deseados.
Os ruego también en el Señor, como puedo, que os dignéis encomendarnos en vuestras santísimas oraciones, a mí, vuestra servidora, aunque inútil, y a las demás hermanas, tan afectas a vos, que moran conmigo en este monasterio, para que, con la ayuda de esas oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y merezcamos igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.
Que os vaya bien en el Señor, y orad por mí.
CARTA II A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla2]
A la hija del Rey de reyes, sierva del Señor de señores (cf. Ap 19,16; 1 Tim 6,15), esposa dignísima de Jesucristo y, por eso, reina nobilísima, señora Inés, Clara, sierva inútil (cf. Lc 17,10) e indigna de las Damas Pobres, le desea salud y que viva siempre en suma pobreza.
Doy gracias al espléndido dispensador de la gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva óptima y todo don perfecto (cf. Sant 1,17), porque te ha adornado con tantos títulos de virtud y te ha hecho brillar con las insignias de tanta perfección, para que, convertida en diligente imitadora del Padre perfecto (cf. Mt 5,48), merezcas llegar a ser perfecta, a fin de que sus ojos no vean en ti nada imperfecto (cf. Sal 138,16).
Ésta es la perfección por la que el mismo Rey te asociará a sí en el tálamo celestial, donde se asienta glorioso en el solio de estrellas, porque, menospreciando las grandezas de un reino terrenal y estimando poco dignas las ofertas de un matrimonio imperial, convertida en émula de la santísima pobreza en espíritu de gran humildad y de ardentísima caridad, te has adherido a las huellas (cf. 1 Pe 2,21) de Aquel a quien has merecido unirte en matrimonio.
Como he sabido que estás colmada de virtudes, renuncio a ser prolija en la expresión y no quiero cargarte de palabras superfluas, aunque a ti no te parezca superfluo nada que pueda proporcionarte algún consuelo.Sin embargo, porque una sola cosa es necesaria (cf. Lc 10,42), ésta sola te suplico y aconsejo por amor de Aquel a quien te ofreciste como hostia santa y agradable (cf. Rom 12,1): que acordándote de tu propósito, como otra Raquel (cf. Gén 29,16), y viendo siempre tu punto de partida, retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y no lo dejes (cf. Cant 3,4), sino que, con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, segura, gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad, no creyendo ni consintiendo a nadie que quiera apartarte de este propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino (cf. Rom 14,13) para que no cumplas tus votos al Altísimo (cf. Sal 49,14) en aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor.
Y en esto, para que recorras con mayor seguridad el camino de los mandamientos del Señor (cf. Sal 118,32), sigue el consejo de nuestro venerable padre, nuestro hermano Elías, ministro general; antepónlo a los consejos de los demás y considéralo como más preciado para ti que cualquier otro don. Y si alguien te dijera otra cosa o te sugiriera otra cosa, que impida tu perfección o que parezca contraria a la vocación divina, aunque debas venerarlo, no quieras, sin embargo, seguir su consejo, sino, virgen pobre, abraza a Cristo pobre.
Míralo hecho despreciable por ti y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres (cf. Sal 44,3), que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo, muriendo en medio de las mismas angustias de la cruz.
Si sufres con Él, reinarás con Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes en el esplendor de los santos (cf. Rom 8, 17; 2 Tim 2,12.11; 1 Cor 12,26; Sal 109,3), y tu nombre será inscrito en el libro de la vida (cf. Flp 4,3; Ap 3,5), y será glorioso entre los hombres. Por lo cual, participarás para siempre y por los siglos de los siglos, de la gloria del reino celestial a cambio de las cosas terrenas y transitorias, de los bienes eternos a cambio de los perecederos, y vivirás por los siglos de los siglos.
Que te vaya bien, carísima hermana y señora, por el Señor tu esposo; y procura encomendarnos al Señor en tus devotas oraciones, a mí y a mis hermanas, que nos alegramos de los bienes del Señor que Él obra en ti por su gracia (cf. 1 Cor 15,10). Recomiéndanos también, y mucho, a tus hermanas.
CARTA III A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla3]
A la hermana Inés, su reverendísima señora en Cristo y la más digna de ser amada de todos los mortales, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ahora hermana y esposa del supremo Rey de los cielos, Clara, humildísima e indigna esclava de Cristo y sierva de las Damas Pobres, le desea los gozos de la salvación en el autor de la salvación y todo lo mejor que pueda desearse.
Reboso de alegría por tu buena salud, por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio celestial, y respiro saltando de tanto gozo en el Señor, por cuanto he sabido y compruebo que tú suples maravillosamente lo que falta, tanto en mí como en mis otras hermanas, en la imitación de las huellas de Jesucristo pobre y humilde.
Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie podría privarme de tanta alegría, cuando, teniendo ya lo que deseé ardientemente bajo el cielo, veo que tú, sostenida por una admirable prerrogativa de la sabiduría que procede de la boca del mismo Dios, echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias del taimado enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la vanidad que vuelve fatuos los corazones humanos, y cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada; y, para usar con propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable (cf. 1 Cor 3,9).
¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables? Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor, carísima, y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas; fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman. Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero, cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite; hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.
¿Quién no aborrecerá las insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es mayor que el cielo? En efecto, resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, como dice la Verdad: El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21.23).
Por consiguiente, así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente, así también tú, siguiendo sus huellas, ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas, poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente. En esto se engañan algunos reyes y reinas del mundo, pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura.
Y en cuanto a las cosas que me has pedido que te aclare, a saber, cuáles serían las fiestas que tal vez nuestro gloriosísimo padre san Francisco nos aconsejó que celebráramos especialmente con variedad de manjares, como creo que hasta cierto punto has estimado, me ha parecido que tenía que responder a tu caridad. Tu prudencia ciertamente se habrá enterado de que, exceptuadas las débiles y las enfermas, para con las cuales nos aconsejó y mandó que tuviéramos toda la discreción posible respecto a cualquier género de alimentos, ninguna de nosotras que esté sana y fuerte debería comer sino alimentos cuaresmales sólo, tanto los días feriales como los festivos, ayunando todos los días, exceptuados los domingos y el día de la Natividad del Señor, en los cuales deberíamos comer dos veces al día. Y también los jueves, en el tiempo ordinario, según la voluntad de cada una, es decir, que la que no quisiera ayunar, no estaría obligada. Sin embargo, las que estamos sanas ayunamos todos los días, exceptuados los domingos y el día de Navidad.
Mas en todo el tiempo de Pascua, como dice el escrito del bienaventurado Francisco, y en las fiestas de santa María y de los santos Apóstoles, no estamos tampoco obligadas a ayunar, a no ser que estas fiestas caigan en viernes; y, como queda dicho más arriba, las que estamos sanas y fuertes comemos siempre alimentos cuaresmales.
Pero como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es la de la roca, sino que más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal, te ruego, carísima, y te pido en el Señor que desistas con sabiduría y discreción de una cierta austeridad indiscreta e imposible en la abstinencia que, según he sabido, tú te habías propuesto, para que, viviendo, alabes al Señor, ofrezcas al Señor tu obsequio racional y tu sacrificio esté siempre condimentado con sal.
Que te vaya siempre bien en el Señor, como deseo que me vaya bien a mí, y encomiéndanos en tus santas oraciones tanto a mí como a mis hermanas.
CARTA IV A SANTA INÉS DE PRAGA [CtaCla4]
A quien es la mitad de su alma y relicario de su amor entrañable y singular, a la ilustre reina, a la esposa del Cordero, el Rey eterno, a doña Inés, su madre carísima e hija suya especial entre todas las demás, Clara, indigna servidora de Cristo e sierva inútil de las siervas de Cristo que moran en el monasterio de San Damián de Asís, le desea salud, y que cante, con las otras santísimas vírgenes, un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y que siga al Cordero dondequiera que vaya.
¡Oh madre e hija, esposa del Rey de todos los siglos!, aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, ni creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos suavemente en las entrañas de tu madre. Este ha sido el impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos. Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de júbilo contigo en el gozo del Espíritu, oh esposa de Cristo, porque tú, como la otra virgen santísima, santa Inés, habiendo renunciado a todas las vanidades de este mundo, te has desposado maravillosamente con el Cordero inmaculado, que quita los pecados del mundo.
Feliz ciertamente aquella a quien se le concede gozar de este banquete sagrado, para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial: puesto que Él es el esplendor de la eterna gloria, el reflejo de la luz eterna y el espejo sin mancha. Mira atentamente a diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro, para que así te adornes toda entera, interior y exteriormente, vestida y envuelta de cosas variadas, adornada igualmente con las flores y vestidos de todas las virtudes, como conviene, oh hija y esposa carísima del supremo Rey. Ahora bien, en este espejo resplandece la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como, con la gracia de Dios, podrás contemplar en todo el espejo.
Considera, digo, el principio de este espejo, la pobreza de Aquel que es puesto en un pesebre y envuelto en pañales (cf. Lc 2,12). ¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es acostado en un pesebre. Y en medio del espejo, considera la humildad, al menos la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y al final del mismo espejo, contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el mismo del género de muerte más ignominioso de todos.
Por eso, el mismo espejo, puesto en el árbol de la cruz, advertía a los transeúntes lo que se tenía que considerar aquí, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! (Lam 1,12); respondamos, digo, a una sola voz, con un solo espíritu, a quien clama y se lamenta con gemidos: ¡Me acordaré en mi memoria, y mi alma se consumirá dentro de mí! (Lam 3,20). ¡Ojalá, pues, te inflames sin cesar y cada vez más fuertemente en el ardor de esta caridad, oh reina del Rey celestial!
Además, contemplando sus indecibles delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando a causa del deseo y amor extremos de tu corazón, grita: ¡Llévame en pos de ti, correremos al olor de tus perfumes (Cant 1,3), oh esposo celestial! Correré, y no desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda esté debajo de mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente, hasta que me beses con el ósculo felicísimo de tu boca. Puesta en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre, sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la tablilla de mi corazón, teniéndote por la más querida de todas.
¿Qué más? En cuanto al amor que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua del espíritu. ¡Oh hija bendita!, porque la lengua de la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito de manera semiplena. Te ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas letras al menos el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia ti y tus hijas, a las cuales encomiéndanos mucho en Cristo a mí y a mis hijas. También estas mismas hijas mías, y principalmente la prudentísima virgen Inés, nuestra hermana, se encomiendan en el Señor, cuanto pueden, a ti y a tus hijas.
Que os vaya bien, carísima hija, a ti y a tus hijas, y hasta el trono de gloria del gran Dios, y orad por nosotras.
Por las presentes recomiendo a tu caridad, en cuanto puedo, a los portadores de esta carta, nuestros carísimos el hermano Amado, querido por Dios y por los hombres, y el hermano Bonagura. Amén.
MECHA1
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor PEPITA GARCIA 2 » Jue Ene 15, 2015 7:42 pm

Patronazgos de Santa Clara


Uno de sus atributos característicos de Santa Clara de Asís es la flor del lirio, que significa la pureza y la virginidad.

*****Imagen*****

En el cuerpo incorrupto de la Santa, expuesto en la Basílica de Santa Clara de Asís, en Asís, la Santa sostiene entre sus manos un lirio de metal precioso, y en el escudo de las Clarisas, lirio y báculo se entrecruzan en sotuer = forma de X.

El 17 de febrero de 1958, S. S. el Papa Pío XII.- Imagen declaró a Santa Clara patrona de: la televisión y de las telecomunicaciones, aunque la religiosa vivió de 1194 a 1253, siglos antes de la invención de los modernos sistemas de comunicación. También es patrona de los clarividentes, de los orfebres y del buen tiempo, motivo por el cual desde la Edad Media existe la tradición de que las novias ofrezcan huevos a Santa Clara para que no llueva el día de su boda.

Además de la Basílica con su nombre en Asís, tiene santuarios importantes en Nápoles y Bari, en Italia, en la Ciudad California nombrada en su honor y en la Ciudad de Santa Clara, provincia de Villa Clara, en Cuba, de cuya Diócesis es patrona.

Basílica de Santa Clara de Asís.- Imagen

La Basílica y el Convento de Santa Clara se construyeron en los años de 1310 a 1340, sobre un complejo de baños romanos del Siglo I d. C., cerca de la muralla occidental de la Ciudad de Nápoles, Italia; su arquitectura gótica y es el templo más grande de la ciudad de ese estilo, y su cadáver incorrupto se conserva la iglesia de Santa Clara, en Asís, que se construyó poco tiempo después de su muerte.

Además de este Templo su patronazgo se encuentra en las ciudades de Argentina, de la Republica del Salvador, en España y en México en el Centro Histórico del D. F., en los estados de: Puebla, Michoacán, Santiago de Querétaro.

Centro Historico de México.-
La Capilla del Convento de Santa Clara; las Clarisas ocupaban la ermita de la Santísima Trinidad, en 1579, decidieron trasladar el Convento a un lugar más amplio y adquirieron unas casas ubicadas en el sitio llamado por los indígenas Pepetlán = fábrica de esteras o petates, que estaban localizadas en la esquina de las calles de la antigua Calzada de Tlacopán o Tacuba y la calle de Vergara, hoy Bolívar. El 13 de octubre de 1601, se pusieron los cimientos, Don Antonio Arias Tenorio se hizo cargo de la construcción de la Iglesia y del Convento al financiar la obra. Arias Tenorio falleció cuando se había construido la mitad de la obra, dejando su herencia para ese fin. El 22 de octubre de 1661 la obra concluyó, siendo bendecida por Fray Alonso Bravo, guardián del Convento grande de San Francisco. La iglesia tiene dos puertas que salen a la calle de Tacuba y estaba adornada con retablos en el interior, y en la esquina de las calles de Tacuba y Bolívar hay una pequeña capilla. La iglesia tuvo dos incendios, el primero el 20 de septiembre de 1677, comenzando por la sacristía y gracias a la intervención de dos monjas, el fuego cesó. El segundo ocurrió 5 de abril de 1755 y ocasionó graves daños a la Iglesia y Convento, las Religiosas se refugiaron en el Convento de Santa Isabel, hasta el 16 de mayo del mismo año en que las monjas regresaron a su Convento. Las reparaciones fueron propiciadas por Don Miguel Alonso de Ortigosa, el Convento tenía 48 casas en propiedad y se extendían desde la Calle de Tacuba hasta la de Plateros, hoy Fco. I. Madero. Debido a la ley de exclaustración, el Convento fue fraccionado, abriéndose en lo que había sido la huerta, para formar parte de lo que ahora es la calle de Cinco de Mayo. Del extenso y bello Convento solo queda el Templo, que actualmente ocupa la Biblioteca del Congreso.- Imagen

Cada 11 de Agosto se conmemora la festividad de Santa Clara de Asís, una de las más fieles seguidoras de San Francisco de Asís y fundadora de la Segunda Orden Franciscana de Hermanas Clarisas.

De acuerdo a la tradición, cuando estaba postrada en su celda en San Damián, sin poder acudir a los servicios navideños, se le concedió la gracia de observar la Santa Misa que se llevaba a cabo en la Porciúncula, pequeña capilla dentro de la Basílica de Santa María de los Ángeles, milagro por el que se considera actualmente patrona de las telecomunicaciones.

En el 2008, al celebrar 50 años de la proclamación como patrona de la televisión, el Secretario de Estado Vaticano, Mons. Tarsisio Bertone, definió el milagro como «Una experiencia de televisión mística».

A fin de conmemorar esta fecha, la Arquidiócesis de Puebla, México, en la Parroquia de Santa Clara de Asís, se celebra una Santa Misa presidida por el Obispo Auxiliar y Presidente de la Comisión Diocesana de Comunicación Social, Mons. Eugenio Lira Rugarcía.

La iglesia de Santa Clara constituye, con El Carmen y San Francisco, las tres construcciones conventuales más importantes que ha conservado la Ciudad de Atlixco, Puebla.

Atlixco, Puebla.- Imagen

Las monjas de Santa Clara, en Puebla elaboraban exquisitas confituras, muchas de ellas que aun son confeccionadas, tienen ascendencia mudéjar, como los alfajores, los mazapanes, etc. Los más conocidos son los típicos "camotes de Santa Clara", cuya producción se ha convertido en una verdadera industria, ya que es imprescindible que todo viajero los adquiera, así como tradicional rompope de los Conventos Virreinales de Puebla, elaborado de leche, azúcar, canela, yemas de huevo y alcohol para consumo humano de 96º. o de caña.

Camotes.- Imagen Rompope.- Imagen

Santiago de Querétaro.- Imagen Don Diego de Tapia, Hijo de Don Fernando Conín, fundador de la ciudad de Querétaro, se construyó en 1606 el Convento de Santa Clara de Asís, en el que se venera y es patrona. Este lugar fue para dar asilo a la vocación religiosa de su hija María Luisa del Espíritu Santo.

En la época virreinal, el Templo de Santa Clara fue uno de los más importantes y opulentos de la Nueva España.

Actualmente se conservan el templo y un pequeño anexo, ya que durante la Guerra de Reforma fue destruida gran parte de la construcción.

Santa Clara del Cobre.-
Imagen es un Pueblo Mágico del Estado de Michoacán en la Ciudad de México, donde las hábiles manos de sus artesanos dan vida a todo tipo de objetos hechos en cobre.

Cobre.- Imagen

Santa Clara Michoacán de Ocampo.- Imagen
Del 2 al 17 de agosto, la cual coincide con la festividad de Santa Clara de Asís se lleva a cabo la fiesta religiosa. Los eventos comienzan el día 2, cuando los orfebres y demás pobladores realizan la peregrinación hasta la Iglesia de su Patrona, Santa Clara de Asís, cuya veneración se realiza los días 11 y 12. Esto va acompañado por ferias, danzas tradicionales, desfiles y juegos pirotécnicos, y continúan con esta festividad: el día 15 de agosto a Nuestra Señora del Sagrario, junto con la Asunción de la Virgen María.

Fuentes: México Desconocido. Parroquia de Santa Clara de Asís, Puebla. Travel bye México. Biblioteca Legislativa
"No anteponer nada al amor de Dios"

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EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA» DE SANTA CLARA DE ASÍS

Notapor FARV » Vie Ene 16, 2015 5:34 pm

Muy buena tarde apreciad@s herman@s de camino, deso compartir con ustedes:

EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA»
DE SANTA CLARA DE ASÍS
Historia y significado


por Engelbert Grau, o.f.m.

I. HISTORIA

Nadie suele tratar de la pobreza religiosa sin tener en cuenta a Francisco de Asís. Está fuera de toda duda y discusión que Francisco ha sido quien, en el seguimiento de Cristo, ha penetrado más profundamente en el misterio de la pobreza. Pero al hablar de esta cuestión se olvida casi siempre que en la gran familia franciscana, junto a Francisco, hubo una mujer que vivió la vida «sin nada propio», como dicen Francisco y Clara, casi con un radicalismo aun mayor. Y cuando digo que la vivió «junto a Francisco», debería decir, para ser más exacto, que ella realizó este ideal «juntamente con Francisco». Clara no queda como eclipsada por Francisco; ella hace realidad una vida de pobreza que tiene no sólo una dimensión externa, sino que es ante todo espiritual e interna; más aún, es enteramente peculiar y de forma realmente femenina. Ciertamente, nadie como esta mujer entendió y adoptó tan en profundidad el espíritu de Francisco y, en especial, su ideal de pobreza.

Clara nació en Asís en 1194, en el seno de una familia noble. Cuando a la joven, instruida y experimentada en los quehaceres femeninos y domésticos, se la quería casar, ella se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, y había escuchado su predicación que la llamaba al seguimiento radical de Cristo pobre y crucificado. Esta llamada ya nunca se acalló en ella. Clara se dirigió a Francisco, por medio de quien se sentía llamada por Dios. Y ambos llegaron a la conclusión de que Clara debía dar el paso a la pobreza radical. Cómo tenía que realizarse esto, sin embargo, todavía no les constaba con claridad. Con la aprobación ciertamente del obispo de Asís, Guido II, Clara abandonó en secreto la casa paterna el Domingo de Ramos por la noche (18/19 de marzo de 1212), bajando apresuradamente al valle, camino de la capilla de la Porciúncula, entonces solitaria en medio del bosque, donde la esperaban Francisco y sus hermanos. Allí recibió, de manos de Francisco, el vestido gris de penitencia, el velo y la cuerda. A la mañana siguiente, sus familiares, consternados, se dieron a la búsqueda de la joven, y encontraron a Clara en el monasterio de las Benedictinas de Bastia, cuatro kilómetros al oeste de Asís, adonde Francisco la había llevado y donde Clara debía permanecer hasta que el Señor «dispusiera otra cosa», como nos dice la «Leyenda de santa Clara» (n. 8). Los familiares trataron de persuadir a Clara con consejos, promesas, adulaciones, y, finalmente, quisieron conseguir su retorno a casa por la violencia. Clara entonces corrió hacia el altar, se agarró a los manteles del mismo y descubrió su cabeza tonsurada. Ante esta postura, sus familiares la dejan.

Pronto acaecerá algo sorprendente: 16 días después, su hermana Inés, más joven que ella, se le une. ¡La familia se subleva!

Entre tanto, Clara se había dirigido al monasterio de Benedictinas de S. Angelo de Panso, situado más abajo de las Cárceles. Su tío Monaldo, cabeza de familia, enfurecido, se dirigió allá con un grupo de hombres. Con violencia y malos modos intenta llevarse a Inés. ¡Todo en vano! Las oraciones de Clara son más fuertes. Poco tiempo después, también Inés recibe de manos de Francisco el hábito penitencial de la pobreza. Ante los temores de las Benedictinas de S. Angelo a nuevas desavenencias con los familiares, Francisco lleva a las dos hermanas a San Damián de Asís, lugar que pertenecía al obispo. Aquí nació el primer convento de mujeres dentro del movimiento franciscano. Otras muchas mujeres se unieron a Clara, incluso su otra hermana Beatriz y, finalmente, su madre Ortulana.

Clara fue hasta su muerte no sólo la superiora oficial del monasterio, sino también el centro espiritual de la comunidad. Mantuvo siempre con tenacidad la aventura de la más estrecha pobreza, emprendida al principio de la Semana Santa de 1212. Sólo quien amaba esta pobreza tenía cabida en San Damián. Además, semejante pobreza, con su dura experiencia, donde muchas veces faltaba incluso lo necesario, nada tenía de romántico ni de placentero. Únicamente se podía soportar y vivir porque, como decía Clara, en la comunidad reinaba la alegría a causa de ella y de las riquezas que comporta, y todas se sabían envueltas en el amor mutuo.

Por esta pobreza tuvo que luchar Clara durante toda su vida. Tres años después de la fundación de su comunidad, el Concilio Lateranense IV (1215) decretó que todas las Ordenes aún no aprobadas debían tomar la Regla de una Orden ya aprobada. San Damián quedó bajo tal cláusula, ya que sólo tenía una pequeña «forma de vida» escrita por san Francisco, pero que no había recibido la aprobación oficial de la Iglesia. De este modo, las hermanas de San Damián se vieron obligadas a tomar la Regla benedictina. En esta Regla no se hablaba de la pobreza tal cual la entendían Clara y sus hermanas. Por esta razón, Clara trató de obtener del Papa un privilegio que le permitiera permanecer fiel a esta pobreza. Privilegio ciertamente único y peculiar este Privilegium paupertatis, el «Privilegio de la pobreza». Aunque el gran movimiento religioso de la alta Edad Media, en cuya panorámica puede situarse a Francisco y a Clara, pudo haber sido un movimiento ortodoxo de pobreza, de ello hablaremos luego: jamás un caso semejante se le había presentado todavía a la Curia romana. Esto se puso de manifiesto en la concesión del privilegio por Inocencio III. En la cancillería pontificia no había precedentes de un caso semejante y, consiguientemente, tampoco disponían del formulario adecuado. El Papa mismo tuvo que elaborar de propia mano el borrador para este privilegio extraordinario. El texto del privilegio es el siguiente:

«Inocencio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a las amadas hijas en Cristo, Clara y demás siervas de Cristo de la iglesia de San Damián, en Asís, tanto presentes como futuras, que han profesado la vida regular, para siempre.

»1. Como es manifiesto, deseando consagraros únicamente al Señor, renunciasteis a todo deseo de cosas temporales; por lo cual, habéis vendido todas las cosas y las habéis repartido a los pobres, y os proponéis no tener posesión alguna, siguiendo en todo las huellas de Aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida.

»2. Ni la penuria de las cosas os hace huir temerosas de un tal propósito, porque el brazo izquierdo del Esposo celestial está bajo vuestra cabeza para sostener las flaquezas de vuestro cuerpo, que habéis ordenado y sujetado a las leyes del espíritu.

»3. Finalmente, quien alimenta a las aves del cielo y viste los lirios del campo, no os faltará en cuanto al sustento y al vestido, hasta que, pasando Él, se os dé a sí mismo en la eternidad, cuando su diestra os abrace más felizmente en la plenitud de su visión.

»4. Así, pues, como nos lo habéis suplicado, con benignidad apostólica confirmamos el propósito de la altísima pobreza, concediéndoos, por la autoridad de las presentes Letras, que no podáis ser obligadas por nadie a recibir posesiones.

Cuando, sin embargo, alguna mujer no quisiera o no pudiera observar tal propósito, no debe permanecer entre vosotras, sino que debe ser trasladada a otro lugar», es decir, debe pasar a una de las antiguas Ordenes monásticas.

Al final del texto, que no leo, se amenaza con duras sanciones a las que obren de otra manera. Señalemos de pasada que muchos investigadores pusieron en duda que este privilegio fuera realmente dado primero por Inocencio III. Pero no puede dudarse de ello. El inventario de manuscritos que he confeccionado recientemente es una prueba más de su autenticidad.

Para Clara, pues, la pobreza consiste no sólo en que cada hermana viva personalmente pobre y sin posesiones, sino que además la comunidad, el monasterio, no debe poseer bien alguno. Así lo había querido Francisco para sus hermanos y así lo quiso Clara para sus hermanas.

A pesar de este privilegio concedido por la suprema autoridad eclesiástica, Clara tuvo que seguir luchando tenazmente por su pobreza. El peligro surgió, no del sucesor de Inocencio III, Honorio III, sino del sucesor de éste, Gregorio IX (1227-1241), antes Cardenal Hugolino, que tan adicto había sido a Clara. En sus preocupaciones por Clara y su comunidad, trató de persuadir a Clara, en una visita que hizo a San Damián, de que aceptara poseer lo que él mismo generosamente le ofrecía. Según la Leyenda, el Papa dijo textualmente a Clara: «Si tienes miedo por el voto, Nos te desligamos del voto». Con firmeza inconmovible y con toda amabilidad femenina, replicó de inmediato Clara al Papa: «Santo Padre, de ningún modo deseo ser dispensada del seguimiento perpetuo de Cristo» (n. 14). Ante tal argumento, Gregorio IX no pudo oponer nada. Y así, el 17 de septiembre de 1228, segundo año de su pontificado, el Papa confirmó de nuevo el Privilegio de la pobreza. El original lo conservamos todavía. Su texto es esencialmente el mismo de Inocencio III.

Clara, sin embargo, no había logrado con ello todavía sus propósitos. Quería una Regla que tuviese el espíritu de san Francisco. Tras el obligado experimento de las Constituciones del Cardenal Hugolino (1218-1219) y el fracasado intento de una nueva Regla en 1247 por parte de Inocencio IV, Clara comenzó la elaboración de una Regla propia. La Regla de Clara, que tiene como modelo inconfundible la Regla definitiva de la Orden de los Hermanos Menores, fue confirmada por primera vez el 16 de septiembre de 1252 por el Cardenal Rainaldo de Segni, Protector de la Orden. En esta Regla se afirma de forma expresa, en los capítulos 6 y 8, la absoluta desposesión, tal como se encontraba en el «Privilegio de la pobreza». No sin razón la Leyenda (n. 40) llama a esta Regla Privilegium paupertatis.

Clara no descansó ni se quedó tranquila hasta que obtuvo para su Regla la confirmación papal, cuya extraordinaria historia es ésta: Inocencio IV visitó a Clara en San Damián días antes de su muerte. El Papa, que residía en el convento de S. Francisco en Asís, confirmó de palabra la Regla y ordenó que se redactase inmediatamente la Bula en su cancillería. La fecha de su redacción es el 9 de agosto de 1253. Al día siguiente, 10 de agosto, el Papa envió la Regla por medio de uno de los Hermanos Menores a Clara, quien, al otro día, 11 de agosto, murió. Se conservan todavía el original de la Bula papal y la Regla íntegra. Hasta aquí hemos visto la historia del Privilegium paupertatis.

II. SIGNIFICADO

¿Qué se proponía concretamente Clara con su inquebrantable empeño de una mayor pobreza? ¿Qué pretende con este desmesuramiento, con esta que casi podríamos llamar terquedad? ¿Se trata aquí de una forma de especialización religiosa o más bien, detrás de todo esto, se oculta algo completamente diferente?

Para obtener una respuesta satisfactoria, debemos analizar la situación de aquel entonces bajo un determinado aspecto. Durante el siglo XII y comienzos del siglo XIII se produjo en Occidente una revolución económica de incalculable magnitud, ocasionada especialmente por las Cruzadas, que nos trajeron un contacto comercial intenso con Oriente. Esta revolución económica llevó consigo una clasificación social que, a su vez, trajo como consecuencia una ruptura en el campo religioso. El entramado del mundo occidental se vio transformado totalmente. La economía del dinero experimentó un auge espectacular, convirtiéndose el dinero en el verdadero medio de pago. La economía del dinero se impuso definitivamente a la economía natural. Quien tenía el dinero, tenía el poder. Un auténtico afán de dinero se apoderó de los hombres. Acumulaban dinero porque éste era y suponía la mayor seguridad en la vida. El dinero era un valor estable y del que se podía disponer en todo momento. De esta manera fue surgiendo poco a poco, pero cada vez en mayores proporciones, el sistema económico del capitalismo. El dinero, por otra parte, trajo la industria. Los comerciantes importaban materias primas y las hacían elaborar. Al lado de la artesanía privada, fue tomando cuerpo la iniciativa industrial, comenzando por la industria textil y la del metal. Surge entonces en Occidente el estado de «trabajador»: hombre que ejerce su oficio para el industrial percibiendo por ello un sueldo. El trabajador viene a equipararse a los siervos, ya sea en provincias, ya sea trabajando con los artesanos independientes en la ciudad. Nace en las ciudades un estado muy especial: junto a los intelectuales y a la nobleza surge la burguesía muy consciente de sí misma: está compuesta de comerciantes y artesanos, de industriales, que se reúnen en las ciudades y desarrollan un estilo de vida totalmente nuevo. El trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida de estas gentes. No hace falta que se las estimule a trabajar, ya de por sí trabajan en demasía; lo que necesitan, más bien, es que se las estimule a la autorreflexión. Hay todavía otra cosa: el trabajo es valorado ahora de forma muy distinta a como se había valorado hasta entonces. Antes se trabajaba para subsistir, ahora se trabaja para aumentar los beneficios. El comerciante, por ejemplo, que recorre el país arriesgando su vida, sólo tiene una idea: aumentar sus beneficios y así elevar su nivel de vida. El trabajo adquiere un valor superior en la vida del hombre, que queda dominada y planificada por aquél. En la vida del burgués el trabajo ocupa una posición tal que todo lo demás, incluida la vida religiosa, pasa a segundo término.

Consecuencia de este desarrollo es el enraizamiento profundo en este hombre de la codicia y preocupación por lo material. El hombre se habitúa a pensar, en primer lugar y sobre todo, en el lucro, en el dinero, en las ventajas terrenas; y esto, muy frecuentemente, con total independencia de su vida cristiana. De repente, la cuestión terrena, típicamente egoísta y, en el fondo, totalmente acristiana, es la que decide el actuar de los hombres. Estos pueden renunciar a todo menos al dinero, al lucro de su trabajo. Hasta qué punto el criterio económico llega a ser decisivo e incluso se utiliza lo religioso sin escrúpulo alguno como causa justificante, nos lo demuestra el desarrollo de la cuarta Cruzada (1202-1204), llevada a cabo en favor de los intereses económicos de los comerciantes de Venecia. Es muy significativo que se llegara hasta este extremo.

De esta forma surge para el cristianismo y para la vida cristiana una situación harto peligrosa. ¿Se encuentran los guardianes vigilantes en sus puestos? ¿El clero, ante todo, se da cuenta del peligro?

Para comprender mejor la situación de entonces, quiero presentar un segundo ejemplo. Jacobo de Vitry, más tarde Cardenal, cuenta a sus amigos en una carta escrita en 1216: «Cuando residí por un cierto tiempo en la Curia Romana, observé muchas cosas que no me agradaron. Se estaba tan ocupados con quehaceres temporales y terrenos, con reyes y reinados, con procesos y reclamaciones, que apenas era posible charlar un poco sobre asuntos espirituales». No se puede negar: dentro de la misma Iglesia estaban muy extendidos el afán de medrar y la preocupación por lo terreno. Observamos de repente un desmesurado deseo de posesión, de dinero, de cargos remunerativos. Con ello, el cristianismo se encuentra cautivo de un espíritu tan extraño a su propia esencia que, con el tiempo, podría acabar con lo esencialmente cristiano.

En este contexto surgen preguntas de trascendental importancia: ¿este espíritu nuevo, tan extraño al cristianismo, será capaz de destruir interna y externamente el cristianismo occidental? ¿Quién saldrá victorioso de la lucha entablada? ¿Será el cristianismo, con su doctrina de la unión de todos en Dios, con su exigencia del precepto ineludible del amor al prójimo, con su enseñanza de la responsabilidad de todos para con todos? ¿O se impondrá más bien el espíritu nuevo afincado en el egoísmo del individuo y en su postura anticristiana? Tales preguntas nos acosan al contemplar la situación descrita, aunque no haya sido en todo su detalle. Pero preguntas semejantes asediaron mucho más a cuantos experimentaban en aquel entonces el peligro amenazante y querían combatirlo.

Con un rigor casi desconocido hasta entonces, se cuestionó en Occidente la vida y la doctrina de la Iglesia. Especialmente los núcleos religiosos vivos experimentaban de forma muy dolorosa el abismo existente entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo, y esto sucedía tanto entre el clero como entre los fieles. Estos hombres y mujeres se constituyeron en los exponentes vivos del movimiento religioso de la floreciente Edad Media. Y este movimiento, ante la situación descrita, se convierte por sí mismo, incluso por necesidad, en un movimiento religioso de pobreza. Todos perciben que un cristianismo resquebrajado de aquella forma ya no es el cristianismo; experimentan que se pierden los valores fundamentales del cristianismo allá donde la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo se contradicen tan abiertamente. Notemos, sin embargo, un pensamiento que distingue a aquellos «reformadores» de nosotros: frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, el movimiento de pobreza no se alza con un programa de reforma, sino con la exigencia de una vida nueva, con el deseo de formar un hombre nuevo, ya que cuando el hombre no cambia, nunca ni en ninguna parte cambian las relaciones humanas. El hombre nuevo se constituye únicamente por el seguimiento de Cristo y, más concretamente aquí, por el seguimiento de Cristo pobre. Según la mente de estos hombres y mujeres, lo cristiano únicamente puede salvarse si los cristianos tienen de nuevo el valor de vivir como Cristo, que fue pobre; de vivir como los apóstoles, que fueron pobres y vivieron del trabajo de sus manos. Así surgió, en esta situación histórica de Occidente, la llamada cada vez más apremiante e ineludible a una vida según el Evangelio, según los apóstoles.

Esta llamada fue escuchada también por Francisco y, a través de él, por Clara. Pero, ¿cuál fue en última instancia la causa decisiva para ellos? Frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, Francisco y Clara tampoco oponen un programa: ellos no tienen ningún programa de reforma frente a la Iglesia de su tiempo que desea el poder temporal y las posesiones terrenas; tampoco tienen ningún programa de reforma para el mundo occidental que comienza a dividirse en profundos antagonismos sociales, los «mayores» y los «menores»; ni tienen programa alguno para la reforma de la vida económica de su tiempo que, al lado del cristianismo y alejándose de él, comienza a desarrollarse. Francisco y Clara ni tan siquiera tienen nuevos y extraordinarios pensamientos que ofrecer a su tiempo. Tienen, sin embargo, algo decisivo: la acción, la vida. Ellos dan en su ideal de «altísima pobreza» la respuesta de la acción, la respuesta de la vida. Viven de forma llana y sencilla como seguidores de Cristo pobre. Pero viven este seguimiento de Cristo pobre con tal radicalidad, que se convierten en los hombres nuevos, los hombres radicalmente cristianos, que debieran ser patrón y guía para su tiempo y también para el nuestro, para nosotros. Ellos ven una única posibilidad de vencer el espíritu de craso egoísmo existente en su tiempo y, con él, el materialismo reinante: contraponer a las negaciones que implica el espíritu de este tiempo los valores positivos del Evangelio.

Ser totalmente pobre significa para ellos desprenderse de toda posesión, de todo bien. Ellos no viven esta pobreza para, mediante su ejemplo, allanar los antagonismos entre ricos y pobres; tampoco como fruto de una renuncia cansina que hace de la necesidad virtud. No. Ellos quieren ser pobres porque Cristo, el Señor, fue pobre en la tierra. La pobreza es para ellos una parte esencial del seguimiento de Cristo, y así debía verse en su tiempo, casi por necesidad, debido a la situación que hemos descrito someramente. Pocas palabras de Cristo impresionaron tan profundamente a Francisco como éstas: «Las zorras tienen madriguera, los pájaros del cielo, nido; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). No es, pues, de extrañar que Clara, en la primera carta a Inés de Praga, donde canta las alabanzas de la pobreza, cite esta misma frase bíblica. No tener nada por amor de Cristo, no desear nada, no quedar desilusionado ante pérdida alguna, esto es ser totalmente pobre.

Esto supone, además, abandonar todas las seguridades que la vida nos ha dado hasta el momento presente. La inseguridad, la desinstalación, pero no en un mundo teórico, sino en la realidad concreta y de hecho, es una característica determinante de la nueva vida a la que Francisco y Clara se consagran. Ser dependiente, estar confiado a la bondad de Dios y de los hombres, ahí radica el ser pobre con todas sus consecuencias. Y lo decisivo es que ambos, Francisco y Clara, quisieron y buscaron esta inseguridad de hecho, inseguridad que implica todavía más consecuencias: el hombre debe renunciar, en favor de los demás hombres, a todos los derechos y aspiraciones. Aquí se funda la actitud de renuncia de Francisco y de Clara a toda exigencia de salario, a casas e iglesias.

Con todo, la inseguridad real externa todavía no garantiza por sí sola el ser-pobre absoluto. En efecto, tal inseguridad o desinstalación no dice gran qué si no va acompañada de la ausencia de garantías o apoyaturas internas. La pobreza podría incluso convertirse en una posesión, en algo de lo que el hombre se siente orgulloso, de lo que se envanece. Por esto, Francisco y Clara, con profundo conocimiento de todo el conjunto, ponen repetidamente la humildad junto a la pobreza. Sólo entonces, cuando se unen pobreza y humildad, queda garantizado el ideal de la altísima pobreza, ya que la humildad es en verdad la pobreza consumada, cosa que los fanáticos de la pobreza no han sabido captar en la mayoría de los casos a lo largo de la historia, provocando así su propia ruina. En la Regla definitiva de los Hermanos Menores (cap. 12) y en la Regla de santa Clara (cap. 12) se afirma al unísono que los hermanos o las hermanas «deben seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo».

Francisco y Clara exigen todavía un último y más alto grado de ausencia de seguridades humanas y terrenas a quien quiera ser totalmente pobre. El hombre debe ser pobre también ante Dios, es decir, debe permanecer sin apoyaturas, desinstalado e inseguro, sin garantías. El hombre religioso, precisamente, tiende con excesiva frecuencia a buscar en Dios, en el Inconcebible e Incomprensible, su seguridad: practica el bien, actúa de forma meritoria y por ello se siente asegurado ante Dios, al que cree tener obligado. Contra tal actitud se levantan decididamente Francisco y Clara: el hombre, incluso por el bien que realiza, no puede tener pretensión alguna ante Dios; de su obrar no puede deducir derecho alguno frente a Dios. Quien de veras quiere ser pobre, ha de saberse siempre pobre ante Dios. No tiene méritos ni buenas acciones de las que pueda alardear ante Dios. El que es verdaderamente pobre ante Dios está totalmente convencido de su condición de mendigo. Todo pertenece a Dios, incluso aquello que realiza el hombre. De aquí, la tan repetida exhortación de Francisco: devolver al Señor Dios todo bien, reconocerlo como posesión suya y darle gracias por él.

La realidad más profunda de la pobreza reside en esta pobreza interior, de tal suerte que toda pobreza exterior -y aquí viene al caso recordar el privilegio de la pobreza de santa Clara- es sola y únicamente una imagen, un reflejo de esta pobreza interior. Desde esta perspectiva interior podemos incluso analizar en su totalidad los hechos: donde falta la pobreza interior ante Dios, la pobreza exterior no es ya un reflejo, una imagen visible de la actitud interior, y fácilmente se transforma en caricatura, en fanatismo, en justicia propia, desembocando, con ello, en una postura totalmente anticristiana.

A modo de conclusión, quisiera plantear, a fin de poner de manifiesto el sentido del «privilegio de la pobreza» para el hombre de nuestros días, la siguiente cuestión: ¿es lícito convertir la categoría de ser-pobre en un valor?, ¿puede convertirse en ideal algo negativo, algo que amenaza en profundidad la existencia humana?, ¿no nos falta a nosotros comprender que la pobreza es un estado ideal deseable?, ¿qué respuesta nos dan Francisco y Clara a estas cuestiones?

Si un ideal es verdaderamente un ideal y, por tanto, significativo y deseable para el hombre, lo ha de demostrar en sí y por sí mismo. Su validez no depende de la opinión de los hombres ni de las circunstancias peculiares de una época. Pretender negar su valor al ideal de pobreza no es una novedad de nuestro tiempo. Ya se intentó en tiempo de san Francisco. Precisamente, en su primer encuentro con la Curia Romana, esta cuestión fue vivamente debatida (LM 3,9). La asamblea de Cardenales se dio pronto cuenta de que este ideal, pese a lo temerario y revolucionario que pudiera parecer, pertenece de algún modo al orden de los valores cristianos, ya que no se podía negar que fue formulado y llevado a la práctica por el mismo Cristo, quien afirma: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). La pobreza como ideal es parte integrante del seguimiento de Cristo, y así también la pobreza absoluta de S. Francisco y de Sta. Clara. Y para una mejor comprensión de la pobreza, nos seguimos preguntando: ¿qué fue lo que motivó la pobreza, ese ser-totalmente-pobre en las vidas de Francisco y de Clara? La pobreza, para ellos, jamás fue un valor supremo, deseable por sí mismo y en el que detenerse. Únicamente las luchas posteriores por la pobreza en nuestra Orden desfiguraron la imagen espiritual de la pobreza, especialmente la imagen que le diera Francisco; tal es el caso de las Florecillas o del Espejo de Perfección en sus diferentes redacciones. Para Francisco como para Clara el amor es, sin lugar a dudas, el centro. Por amor se hicieron ellos pobres, o sea, que para ellos la pobreza tiene un carácter totalmente de servicio. La pobreza es camino para el amor. Mediante la voluntad absoluta de ser totalmente pobre, el hombre queda liberado de todas las ataduras y obstáculos que le impiden el acceso al Dios que es amor. Esta es la función de la pobreza: crear en el hombre un espacio para el «Espíritu del Señor», como repiten constantemente Francisco y Clara. Donde está ese Espíritu del Señor, allí existe en el hombre espacio para Dios, allí el hombre es libre, libre para Dios.

Esta libertad para Dios, para el Espíritu del Señor, la libertad frente a todo lo terreno, libertad que elimina todo obstáculo de modo que Dios pueda actuar libremente, es regalada al hombre a través de la pobreza, de la desapropiación, de la kénosis (anonadamiento).

Quien se ha hecho así verdaderamente libre a través de la pobreza, será también verdaderamente alegre. Por ello, no es de extrañar que la alegría jugara siempre un papel tan importante tanto en Francisco y sus hermanos como en Clara y sus hermanas. Tenemos que afirmar abiertamente: la alegría sólo puede darse a aquél que se ha hecho pobre para, mediante su pobreza, estar abierto al reino de Dios.

Tal vez podamos ahora formular la cuestión sobre el sentido más profundo, sobre el valor más interno e intrínseco del ser-pobre, según el pensamiento de Francisco y de Clara, en los siguientes términos: la pobreza, el ser-pobre es condición indispensable para toda persona religiosa, porque el hombre a través de la pobreza entra en la libertad para Dios y alcanza la alegría en Dios. Sólo en esa libertad y en esa alegría está el hombre capacitado para el amor.

Este es el sentido perenne e imperecedero de la pobreza. Esto es lo que fundamenta su carácter de ideal en el orden de los valores cristianos. Y está fuera de toda duda que fue mérito de Francisco y de Clara haber abierto los ojos al hombre de su tiempo y de todos los tiempos para este mysterium paupertatis, para este «secreto de la pobreza».

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, n. 20 (1978) 233-242]

http://www.franciscanos.org/stacla/grau2.htm
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor ayga127 » Dom Ene 18, 2015 2:53 pm

El "Privilegio de la pobreza" de Santa Clara de Asís


¿Qué se proponía concretamente Clara con su inquebrantable empeño de una mayor pobreza? ¿Qué pretende con este desmesuramiento, con esta que casi podríamos llamar terquedad? ¿Se trata aquí de una forma de especialización religiosa o más bien, detrás de todo esto, se oculta algo completamente diferente?

Para obtener una respuesta satisfactoria, debemos analizar la situación de aquel entonces bajo un determinado aspecto. Durante el siglo XII y comienzos del siglo XIII se produjo en Occidente una revolución económica de incalculable magnitud, ocasionada especialmente por las Cruzadas, que nos trajeron un contacto comercial intenso con Oriente. Esta revolución económica llevó consigo una clasificación social que, a su vez, trajo como consecuencia una ruptura en el campo religioso. El entramado del mundo occidental se vio transformado totalmente. La economía del dinero experimentó un auge espectacular, convirtiéndose el dinero en el verdadero medio de pago. La economía del dinero se impuso definitivamente a la economía natural. Quien tenía el dinero, tenía el poder. Un auténtico afán de dinero se apoderó de los hombres. Acumulaban dinero porque éste era y suponía la mayor seguridad en la vida. El dinero era un valor estable y del que se podía disponer en todo momento. De esta manera fue surgiendo poco a poco, pero cada vez en mayores proporciones, el sistema económico del capitalismo. El dinero, por otra parte, trajo la industria. Los comerciantes importaban materias primas y las hacían elaborar. Al lado de la artesanía privada, fue tomando cuerpo la iniciativa industrial, comenzando por la industria textil y la del metal. Surge entonces en Occidente el estado de «trabajador»: hombre que ejerce su oficio para el industrial percibiendo por ello un sueldo. El trabajador viene a equipararse a los siervos, ya sea en provincias, ya sea trabajando con los artesanos independientes en la ciudad. Nace en las ciudades un estado muy especial: junto a los intelectuales y a la nobleza surge la burguesía muy consciente de sí misma: está compuesta de comerciantes y artesanos, de industriales, que se reúnen en las ciudades y desarrollan un estilo de vida totalmente nuevo. El trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida de estas gentes. No hace falta que se las estimule a trabajar, ya de por sí trabajan en demasía; lo que necesitan, más bien, es que se las estimule a la autorreflexión. Hay todavía otra cosa: el trabajo es valorado ahora de forma muy distinta a como se había valorado hasta entonces. Antes se trabajaba para subsistir, ahora se trabaja para aumentar los beneficios. El comerciante, por ejemplo, que recorre el país arriesgando su vida, sólo tiene una idea: aumentar sus beneficios y así elevar su nivel de vida. El trabajo adquiere un valor superior en la vida del hombre, que queda dominada y planificada por aquél. En la vida del burgués el trabajo ocupa una posición tal que todo lo demás, incluida la vida religiosa, pasa a segundo término.

Consecuencia de este desarrollo es el enraizamiento profundo en este hombre de la codicia y preocupación por lo material. El hombre se habitúa a pensar, en primer lugar y sobre todo, en el lucro, en el dinero, en las ventajas terrenas; y esto, muy frecuentemente, con total independencia de su vida cristiana. De repente, la cuestión terrena, típicamente egoísta y, en el fondo, totalmente acristiana, es la que decide el actuar de los hombres. Estos pueden renunciar a todo menos al dinero, al lucro de su trabajo. Hasta qué punto el criterio económico llega a ser decisivo e incluso se utiliza lo religioso sin escrúpulo alguno como causa justificante, nos lo demuestra el desarrollo de la cuarta Cruzada (1202-1204), llevada a cabo en favor de los intereses económicos de los comerciantes de Venecia. Es muy significativo que se llegara hasta este extremo.

De esta forma surge para el cristianismo y para la vida cristiana una situación harto peligrosa. ¿Se encuentran los guardianes vigilantes en sus puestos? ¿El clero, ante todo, se da cuenta del peligro?

Para comprender mejor la situación de entonces, quiero presentar un segundo ejemplo. Jacobo de Vitry, más tarde Cardenal, cuenta a sus amigos en una carta escrita en 1216: «Cuando residí por un cierto tiempo en la Curia Romana, observé muchas cosas que no me agradaron. Se estaba tan ocupados con quehaceres temporales y terrenos, con reyes y reinados, con procesos y reclamaciones, que apenas era posible charlar un poco sobre asuntos espirituales». No se puede negar: dentro de la misma Iglesia estaban muy extendidos el afán de medrar y la preocupación por lo terreno. Observamos de repente un desmesurado deseo de posesión, de dinero, de cargos remunerativos. Con ello, el cristianismo se encuentra cautivo de un espíritu tan extraño a su propia esencia que, con el tiempo, podría acabar con lo esencialmente cristiano.

En este contexto surgen preguntas de trascendental importancia: ¿este espíritu nuevo, tan extraño al cristianismo, será capaz de destruir interna y externamente el cristianismo occidental? ¿Quién saldrá victorioso de la lucha entablada? ¿Será el cristianismo, con su doctrina de la unión de todos en Dios, con su exigencia del precepto ineludible del amor al prójimo, con su enseñanza de la responsabilidad de todos para con todos? ¿O se impondrá más bien el espíritu nuevo afincado en el egoísmo del individuo y en su postura anticristiana? Tales preguntas nos acosan al contemplar la situación descrita, aunque no haya sido en todo su detalle. Pero preguntas semejantes asediaron mucho más a cuantos experimentaban en aquel entonces el peligro amenazante y querían combatirlo.

Con un rigor casi desconocido hasta entonces, se cuestionó en Occidente la vida y la doctrina de la Iglesia. Especialmente los núcleos religiosos vivos experimentaban de forma muy dolorosa el abismo existente entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo, y esto sucedía tanto entre el clero como entre los fieles. Estos hombres y mujeres se constituyeron en los exponentes vivos del movimiento religioso de la floreciente Edad Media. Y este movimiento, ante la situación descrita, se convierte por sí mismo, incluso por necesidad, en un movimiento religioso de pobreza. Todos perciben que un cristianismo resquebrajado de aquella forma ya no es el cristianismo; experimentan que se pierden los valores fundamentales del cristianismo allá donde la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo se contradicen tan abiertamente. Notemos, sin embargo, un pensamiento que distingue a aquellos «reformadores» de nosotros: frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, el movimiento de pobreza no se alza con un programa de reforma, sino con la exigencia de una vida nueva, con el deseo de formar un hombre nuevo, ya que cuando el hombre no cambia, nunca ni en ninguna parte cambian las relaciones humanas. El hombre nuevo se constituye únicamente por el seguimiento de Cristo y, más concretamente aquí, por el seguimiento de Cristo pobre. Según la mente de estos hombres y mujeres, lo cristiano únicamente puede salvarse si los cristianos tienen de nuevo el valor de vivir como Cristo, que fue pobre; de vivir como los apóstoles, que fueron pobres y vivieron del trabajo de sus manos. Así surgió, en esta situación histórica de Occidente, la llamada cada vez más apremiante e ineludible a una vida según el Evangelio, según los apóstoles.

Esta llamada fue escuchada también por Francisco y, a través de él, por Clara. Pero, ¿cuál fue en última instancia la causa decisiva para ellos? Frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, Francisco y Clara tampoco oponen un programa: ellos no tienen ningún programa de reforma frente a la Iglesia de su tiempo que desea el poder temporal y las posesiones terrenas; tampoco tienen ningún programa de reforma para el mundo occidental que comienza a dividirse en profundos antagonismos sociales, los «mayores» y los «menores»; ni tienen programa alguno para la reforma de la vida económica de su tiempo que, al lado del cristianismo y alejándose de él, comienza a desarrollarse. Francisco y Clara ni tan siquiera tienen nuevos y extraordinarios pensamientos que ofrecer a su tiempo. Tienen, sin embargo, algo decisivo: la acción, la vida. Ellos dan en su ideal de «altísima pobreza» la respuesta de la acción, la respuesta de la vida. Viven de forma llana y sencilla como seguidores de Cristo pobre. Pero viven este seguimiento de Cristo pobre con tal radicalidad, que se convierten en los hombres nuevos, los hombres radicalmente cristianos, que debieran ser patrón y guía para su tiempo y también para el nuestro, para nosotros. Ellos ven una única posibilidad de vencer el espíritu de craso egoísmo existente en su tiempo y, con él, el materialismo reinante: contraponer a las negaciones que implica el espíritu de este tiempo los valores positivos del Evangelio.

Ser totalmente pobre significa para ellos desprenderse de toda posesión, de todo bien. Ellos no viven esta pobreza para, mediante su ejemplo, allanar los antagonismos entre ricos y pobres; tampoco como fruto de una renuncia cansina que hace de la necesidad virtud. No. Ellos quieren ser pobres porque Cristo, el Señor, fue pobre en la tierra. La pobreza es para ellos una parte esencial del seguimiento de Cristo, y así debía verse en su tiempo, casi por necesidad, debido a la situación que hemos descrito someramente. Pocas palabras de Cristo impresionaron tan profundamente a Francisco como éstas: «Las zorras tienen madriguera, los pájaros del cielo, nido; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). No es, pues, de extrañar que Clara, en la primera carta a Inés de Praga, donde canta las alabanzas de la pobreza, cite esta misma frase bíblica. No tener nada por amor de Cristo, no desear nada, no quedar desilusionado ante pérdida alguna, esto es ser totalmente pobre.

Esto supone, además, abandonar todas las seguridades que la vida nos ha dado hasta el momento presente. La inseguridad, la desinstalación, pero no en un mundo teórico, sino en la realidad concreta y de hecho, es una característica determinante de la nueva vida a la que Francisco y Clara se consagran. Ser dependiente, estar confiado a la bondad de Dios y de los hombres, ahí radica el ser pobre con todas sus consecuencias. Y lo decisivo es que ambos, Francisco y Clara, quisieron y buscaron esta inseguridad de hecho, inseguridad que implica todavía más consecuencias: el hombre debe renunciar, en favor de los demás hombres, a todos los derechos y aspiraciones. Aquí se funda la actitud de renuncia de Francisco y de Clara a toda exigencia de salario, a casas e iglesias.

Con todo, la inseguridad real externa todavía no garantiza por sí sola el ser-pobre absoluto. En efecto, tal inseguridad o desinstalación no dice gran qué si no va acompañada de la ausencia de garantías o apoyaturas internas. La pobreza podría incluso convertirse en una posesión, en algo de lo que el hombre se siente orgulloso, de lo que se envanece. Por esto, Francisco y Clara, con profundo conocimiento de todo el conjunto, ponen repetidamente la humildad junto a la pobreza. Sólo entonces, cuando se unen pobreza y humildad, queda garantizado el ideal de la altísima pobreza, ya que la humildad es en verdad la pobreza consumada, cosa que los fanáticos de la pobreza no han sabido captar en la mayoría de los casos a lo largo de la historia, provocando así su propia ruina. En la Regla definitiva de los Hermanos Menores (cap. 12) y en la Regla de santa Clara (cap. 12) se afirma al unísono que los hermanos o las hermanas «deben seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo».

Francisco y Clara exigen todavía un último y más alto grado de ausencia de seguridades humanas y terrenas a quien quiera ser totalmente pobre. El hombre debe ser pobre también ante Dios, es decir, debe permanecer sin apoyaturas, desinstalado e inseguro, sin garantías. El hombre religioso, precisamente, tiende con excesiva frecuencia a buscar en Dios, en el Inconcebible e Incomprensible, su seguridad: practica el bien, actúa de forma meritoria y por ello se siente asegurado ante Dios, al que cree tener obligado. Contra tal actitud se levantan decididamente Francisco y Clara: el hombre, incluso por el bien que realiza, no puede tener pretensión alguna ante Dios; de su obrar no puede deducir derecho alguno frente a Dios. Quien de veras quiere ser pobre, ha de saberse siempre pobre ante Dios. No tiene méritos ni buenas acciones de las que pueda alardear ante Dios. El que es verdaderamente pobre ante Dios está totalmente convencido de su condición de mendigo. Todo pertenece a Dios, incluso aquello que realiza el hombre. De aquí, la tan repetida exhortación de Francisco: devolver al Señor Dios todo bien, reconocerlo como posesión suya y darle gracias por él.

La realidad más profunda de la pobreza reside en esta pobreza interior, de tal suerte que toda pobreza exterior -y aquí viene al caso recordar el privilegio de la pobreza de santa Clara- es sola y únicamente una imagen, un reflejo de esta pobreza interior. Desde esta perspectiva interior podemos incluso analizar en su totalidad los hechos: donde falta la pobreza interior ante Dios, la pobreza exterior no es ya un reflejo, una imagen visible de la actitud interior, y fácilmente se transforma en caricatura, en fanatismo, en justicia propia, desembocando, con ello, en una postura totalmente anticristiana.

A modo de conclusión, quisiera plantear, a fin de poner de manifiesto el sentido del «privilegio de la pobreza» para el hombre de nuestros días, la siguiente cuestión: ¿es lícito convertir la categoría de ser-pobre en un valor?, ¿puede convertirse en ideal algo negativo, algo que amenaza en profundidad la existencia humana?, ¿no nos falta a nosotros comprender que la pobreza es un estado ideal deseable?, ¿qué respuesta nos dan Francisco y Clara a estas cuestiones?

Si un ideal es verdaderamente un ideal y, por tanto, significativo y deseable para el hombre, lo ha de demostrar en sí y por sí mismo. Su validez no depende de la opinión de los hombres ni de las circunstancias peculiares de una época. Pretender negar su valor al ideal de pobreza no es una novedad de nuestro tiempo. Ya se intentó en tiempo de san Francisco. Precisamente, en su primer encuentro con la Curia Romana, esta cuestión fue vivamente debatida (LM 3,9). La asamblea de Cardenales se dio pronto cuenta de que este ideal, pese a lo temerario y revolucionario que pudiera parecer, pertenece de algún modo al orden de los valores cristianos, ya que no se podía negar que fue formulado y llevado a la práctica por el mismo Cristo, quien afirma: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). La pobreza como ideal es parte integrante del seguimiento de Cristo, y así también la pobreza absoluta de S. Francisco y de Sta. Clara. Y para una mejor comprensión de la pobreza, nos seguimos preguntando: ¿qué fue lo que motivó la pobreza, ese ser-totalmente-pobre en las vidas de Francisco y de Clara? La pobreza, para ellos, jamás fue un valor supremo, deseable por sí mismo y en el que detenerse. Únicamente las luchas posteriores por la pobreza en nuestra Orden desfiguraron la imagen espiritual de la pobreza, especialmente la imagen que le diera Francisco; tal es el caso de las Florecillas o del Espejo de Perfección en sus diferentes redacciones. Para Francisco como para Clara el amor es, sin lugar a dudas, el centro. Por amor se hicieron ellos pobres, o sea, que para ellos la pobreza tiene un carácter totalmente de servicio. La pobreza es camino para el amor. Mediante la voluntad absoluta de ser totalmente pobre, el hombre queda liberado de todas las ataduras y obstáculos que le impiden el acceso al Dios que es amor. Esta es la función de la pobreza: crear en el hombre un espacio para el «Espíritu del Señor», como repiten constantemente Francisco y Clara. Donde está ese Espíritu del Señor, allí existe en el hombre espacio para Dios, allí el hombre es libre, libre para Dios.

Esta libertad para Dios, para el Espíritu del Señor, la libertad frente a todo lo terreno, libertad que elimina todo obstáculo de modo que Dios pueda actuar libremente, es regalada al hombre a través de la pobreza, de la desapropiación, de la kénosis (anonadamiento).

Quien se ha hecho así verdaderamente libre a través de la pobreza, será también verdaderamente alegre. Por ello, no es de extrañar que la alegría jugara siempre un papel tan importante tanto en Francisco y sus hermanos como en Clara y sus hermanas. Tenemos que afirmar abiertamente: la alegría sólo puede darse a aquél que se ha hecho pobre para, mediante su pobreza, estar abierto al reino de Dios.

Tal vez podamos ahora formular la cuestión sobre el sentido más profundo, sobre el valor más interno e intrínseco del ser-pobre, según el pensamiento de Francisco y de Clara, en los siguientes términos: la pobreza, el ser-pobre es condición indispensable para toda persona religiosa, porque el hombre a través de la pobreza entra en la libertad para Dios y alcanza la alegría en Dios. Sólo en esa libertad y en esa alegría está el hombre capacitado para el amor.

Este es el sentido perenne e imperecedero de la pobreza. Esto es lo que fundamenta su carácter de ideal en el orden de los valores cristianos. Y está fuera de toda duda que fue mérito de Francisco y de Clara haber abierto los ojos al hombre de su tiempo y de todos los tiempos para este mysterium paupertatis, para este «secreto de la pobreza».

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, n. 20 (1978) 233-242]


Fuente:http://www.franciscanos.org/
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor thelmigu2014 » Dom Feb 15, 2015 9:51 pm

Muy buenas noches a todos.
Después de muchos días de ausencia, por cuestiones de trabajo y principalmente, porque no sé por qué motivo por más que intenté ingresar a los foros no me fue posible, gracias a Dios, luego de fallidos intentos, por fin logré de nuevo entrar y continuar con este interesante curso .
Estoy muy atrasada pero con la ayuda de Dios espero ponerme al día.
Este es un link de youtube sobre las Hermanas Clarisas en Guatemala y Santa Clara de Asís 14 film:
yuotube.com/watch?v=kILTfGIOVC
Espero que si alguien lo intenta pueda verlo.
Un abrazo a todos y hasta luego.
thelmigu2014
 
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Re: 5. Las Hermanas Clarisas. 11 enero 2015

Notapor juaman2003 » Jue Abr 09, 2015 9:40 pm

SANTA CLARA DE ASÍS.
LA HERMANA CLARA O LA LEALTAD
por Daniel Elcid, o.f.m.
. Quizá extrañe que, hablando de las virtudes o actitudes que caracterizan al franciscanismo, ponga entre ellas -y la primera- la lealtad. Lo juzgo, sin embargo, necesario. La lealtad, en un sentido, las comprende todas, y, en otro, le da a cada una su temple auténtico. La lealtad es el nombre más hermoso de la fidelidad y perseverancia en el amor. Aquí es la lealtad al ideal evangélico franciscano.
Y quien encarna esa lealtad mejor que nadie, en quienes imitaron la del Pobrecillo, no es ninguno de los suyos, sino la más suya: la hermana Clara. Huelga decir que estas páginas no son una biografía de ella, ni siquiera condensada; son sólo, en esta galería de modelos franciscanos, un simple esbozo de su retrato total: una escueta presentación de su lealtad al «Evangelio según San Francisco», como hilo conductor de su existencia toda. Para conocerla de cuerpo y alma enteros, también en este aspecto de su fidelidad acrisolada, hay muchos y buenos libros.
Siguiendo a FranciscoEncontrémonos con ella ya en su plena juventud. Hermosa, noble, rica, de buenas y generosas inclinaciones, temperamentalmente enérgica. Y más madura ella -psicológica y espiritualmente- que sus años. Con la capacidad de tomar una heroica determinación definitiva.
Quiso Dios que naciera en el mismo Asís y en la misma época que Francisco, trece años más joven que él. Cuando el hijo del opulento comerciante Pedro Bernardone le dio un vuelco evangélico a su vida y revolucionó la ciudad, esta primogénita de la alcurnia de Favarone Offreduccio sintió como una flecha divina en su corazón. Añadamos, en fidelidad biográfica, que la flecha la encontró con su diana vuelta en esa dirección. Desde niña venía formal, piadosa, reflexiva, hasta aficionada a la cruz por amor del Crucificado. Cuando los suyos le buscaron -y repetidamente- partido matrimonial con uno y otro prócer de la nobleza, una y otra vez supo ella decir rotundamente que no, porque -con tanta claridad como la de su nombre- veía que ése no iba a ser su camino (Leyenda de Sta. Clara 4).
Su camino iba a cruzarse con el de Francisco, y sin que lo hubieran buscado desde el principio ninguno de los dos. Aunque, bien miradas las cosas desde lo alto, alguien lo hubiera podido adivinar. En la pequeña ciudad habían ido creciendo dos famas: la del rico y fiestero mercader convertido en un pordiosero alegre y radical, y la de esta dama de la más alta nobleza que vivía para la piedad más que para las vanas grandezas mundanas. Sin que se diera cuenta él, ella lo seguía con los ojos de su admiración; sin que se diera cuenta ella, él intuía la buena novia que sería ella para el nuevo Amor que había encontrado él.
Adelantémonos ya con una circunstancia prologal. Este primer encuentro fue casi fortuito, y a distancia. Y resultó profético. Francisco se había metido a albañil de Dios, y, con sus manos y con el material recogido de limosna, estaba reparando la iglesia de San Damián, próxima a Asís, en un alto recodo del Subasio. Y allí se fue Clara un día con sus trece años adolescentes, acompañada de su hermanita Catalina, a verlo trabajar; quizá, también, por la curiosidad de verlo y conocerlo en acción. Pero la originalidad de Francisco, inspirado por su nueva juglaría divina, cambió aquel momento laboral en histórico. Clara lo rememorará en su Testamento cuarenta y seis años después, cuando la cercanía de la muerte ilumina con relieve los recuerdos imborrables. Merece la pena transcribir sus palabras: «Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián (...), profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumplió más tarde. Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, en lengua francesa y en alta voz decía a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda la Iglesia"» (Testamento de Clara 2; 2 Cel 13; TC 24).
Cuando escribía eso -y mucho antes-, Clara no dudó de que lo había dicho por ellas, que le oyeron esa gracia; entonces lo tomaría -y nada más- como una encantadora espiritual galantería. Pero en lo alto, desde el punto de mira de los planes divinos, el Arquero había lanzado la primera flecha que iba a unir para siempre aquellos dos destinos.
Pasarían más de tres años para que esas dos vidas empezaran a cruzarse de verdad. Creció Francisco en su nueva familia de discípulos, evangélicamente pobres como él, enamorados como él de Jesús pobre y crucificado. Creció Clara en la madurez opima de su juventud y en la ilusión de su amor virginalmente consagrado. Entre los que siguieron pronto a Francisco surgió uno de la misma estirpe de los Offreduccio, Rufino Scipione, primo suyo carnal; debió ser un fuerte tirón de ella hacia Francisco y su estilo de vida. Cada vez que oía hablar de ellos, o los veía transitar por la ciudad, gozosos y fervorosos mendigos voluntarios, el corazón y los ojos se le iban hacia Francisco, que había sido el imán de aquellas múltiples y sorprendentes conversiones. Y como Francisco se había metido también a predicador, y hasta en el púlpito de la catedral, ella no perdía ocasión de oírlo. Y el Arquero divino lanzaba otros tantos flechazos, suaves, ardorosos, irresistibles: a Clara le latía apresuradamente el corazón con el deseo de encontrarse y conversar con Francisco, para que también a ella la cautivara en el seguimiento total de Jesucristo; y a Francisco se le metió en el alma el propósito -voy a escribirlo con la expresión caballeresca de Celano- de «arrebatar tan noble presa al siglo malvado y conquistarla para el Señor».
Y vino el encuentro personal, se prodigaron los encuentros. Acompañada de una discreta y fiel amiga -Bona de Güelfuccio-, Clara atravesaba una u otra puerta de las murallas y bajaba al valle, hacia la Porciúncula, y allí, por las sendas y entre los árboles, se entrevistaba con Francisco. Aquellos diálogos sobre el Amor menudearon durante más de un año. Si el fuego de los corazones pudiera incendiar la selva, aquella arboleda de la Porciúncula hubiera ardido una y otra vez. Eran dos lealtades que se animaban al servicio perfecto de quien era el único Amor de los dos. En Clara, y a la luz de los consejos lúcidos y férvidos de Francisco, la lealtad virginal a Jesús se fue configurando también como lealtad a Jesús pobre y crucificado, como lealtad a la pobreza evangélica del hermano Francisco.
Y llegó al fin -como en una santa catálisis irresistible- la decisión, el acontecimiento increíble, el escándalo. Domingo de Ramos de 1212. Por la mañana, vestida con sus mejores galas, Clara asistió con el pueblo a la misa solemne de la catedral; aquella liturgia esplendorosa, y con el obispo entregándole llamativamente la palma, ha pasado a la historia con la belleza del primer rito de sus bodas con Cristo. Por la noche, con las mismas prendas suntuosas, se fugó de su palacio en compañía de Pacífica, hermana de Bona, y se dirigió con pies alados a la Porciúncula, donde la esperaban Francisco y los suyos, que iluminaban la senda con antorchas. Y allí, a sus dieciocho años floridos, nació la hermana Clara: cambió su rico aderezo por una túnica pobre como la de sus nuevos hermanos, y Francisco le cortó su hermosa cabellera, y, poniéndole un sencillo velo sobre la cabeza rapada, la consagró como esposa del Señor Jesús (Leyenda de Sta. Clara 5-8). Indescriptible la belleza elemental de aquellos desposorios. Y difícilmente se puede resumir mejor este momento cenital que con palabras de la misma Clara. Apliquémosle en primera persona lo que ella escribió veintidós años después a otra que le copió el gesto siendo princesa real, hoy Santa Inés de Bohemia: «Hubiera podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo. Y lo desdeñé todo, y, con alma entera y enamorado corazón, preferí la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndome con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo» (Cta. Cla I, 2).
El gesto de Clara fue una entrega y una ruptura. Y por aquí vino de inmediato el desgarro y la guerra familiar. Previéndolo, y antes del amanecer, Francisco puso su conquista a buen recaudo canónico, en el monasterio benedictino de San Pablo de Bastia, a cuatro kilómetros de Asís. Pronto lo averiguaron los linajudos y belicosos Offreduccio, los cuales, con el violento tío Monaldo al frente de la tropa familiar, se presentaron en el monasterio, resueltos a reparar el escándalo, decididos a volverla a su casa y a su vida social como fuera. El tío Monaldo le habló, le instó, le suplicó, la amenazó. Fue todo inútil, ante la entereza serena e inflexible de nuestra heroína. Y la razón de la estirpe dio paso a la furia de la sangre, y Monaldo se arrojó a tomar a Clara por la fuerza, pero Clara tuvo más rapidez y mejor valor que él: corrió al templo del monasterio, con sus perseguidores a un paso de sus pies descalzos, y, ya allí, se irguió, puso firme una mano sobre el altar, y con la otra se arrancó de un golpe el velo y les mostró desafiante su cabeza rapada. Sin palabras, con solo el gesto, electrizó y desarmó a los suyos: entendieron que la primogénita de Favarone no les pertenecía ya a los Offreduccio, sino a Cristo y a la Iglesia. Y se retiraron -en otra expresión de Celano- «con su orgullo vencido». Lealtad contra lealtad -lealtad de la sangre, lealtad al Espíritu-, había vencido la de Clara, que demostró en aquel momento crucial lo que iba a mostrar luego tantas veces: un sereno temple indomable (Leyenda de Sta. Clara 9).
No tardó en convertirse, al igual que Francisco, en imán de lealtades como la suya, empezando por la de su hermana Catalina. Detallarlo se sale de mi propósito.
El alma -las «almas»- de su lealtad
Recuerdo haber leído en K. Rahner que no conoce de verdad el celibato sino quien lo vive como amor y hasta el final; esto vale igual -o mejor- para la virginidad. Una virginidad consagrada -como la de Clara- es la expresión suprema de la belleza de la vida como lealtad.
La lealtad de Clara fue una y fue múltiple. Una, porque se reducía a lo que ella llamaba «ardiente anhelo del Pobre Crucificado» (Cta Cla I,2), amor de persona a Persona, un amor exclusivo y totalizante a Jesús. Múltiple, porque, además de ser ese enamoramiento de Jesús, era también amor apasionado a la pobreza evangélica como tal, y amor a quien se la enseñó, al que ella llamaba «nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador de Jesús» (Testamento de Clara 1 y 5).
Me he propuesto resistir a la tentación de convertir estas páginas en una biografía abreviada, o en una reflexión espiritual. Y podía -mas no lo voy a hacer- presentar como capítulos de su lealtad los que el biógrafo primitivo da como amor suyo a la Eucaristía, a Belén y al Calvario (Leyenda de Sta. Clara 28-31). Hay muchos y buenos libros que lo explican. Aquí me contento con afirmar su lealtad redondamente, y como la primera cualidad de su temperamento y de su personalidad puestos al servicio indeclinable de este Amor divino de su vida. Sólo voy a recordar -como botón de muestra y con la brevedad de un botón- una de sus anécdotas.
Como en el buen amor humano, tal lealtad es una belleza entre dos. En 1240 -Clara, cuarenta y seis años- las tropas de Federico Barbar roja asediaron Asís, y un pelotón de sus huestes sarracenas comenzó el asalto a la ciudad por el indefenso monasterio de San Damián, alto y fuera de las murallas. La rabia bereber escaló los muros, penetró en el recinto, saltó al mismo claustro interior, ebrio de sangre y desatado de turbia pasión. Las sores, desde que los sintieron, temblaban como hojas en un vendaval. Clara, no. Clara, enferma y casi inválida, se hizo conducir a la misma puerta del patio claustral, «llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, con el Cuerpo del Santo de los Santos». Y allí se conjugaron prodigiosamente dos lealtades: la de Clara confiando sin vacilación en su Amor divino que lo podía todo, y la de este Jesús que no quiso dejarse vencer en lealtad por Clara. Ella, postrándose de bruces ante El, le dice:
-- ¿Te place, mi Señor, poner en las manos de unos infieles a estas desvalidas servidoras tuyas, a las cuales yo he sustentado con tu amor? ¡Guarda, Señor, te lo suplico, a estas siervas tuyas, pues yo ahora no las puedo defender!
Clara lanzó al Señor en aquel patio, cuando ya se abalanzaba sobre ellas la patrulla sarracena, el guante de su amor entregado y confiado. Y el Señor lo recogió: del seno de marfil y plata que guardaba su Presencia Real, salió una voz divinamente dulce:
-- Yo os guardaré siempre.
Clara, asegurada así de su lealtad correspondida, se atrevió a pedir más, latiendo también de fidelidad a su Asís amado:
-- Mi Señor: protege igualmente, si te place, a esta ciudad que nos alimenta por tu amor.
Y el Señor le aseguró:
-- Sufrirá dificultades, pero será defendida con mi fuerza.
Y Clara, ya sin miedo -la que no había perdido el valor-, miró a sus hijas con la fuerza de Dios y les dijo:
-- Hijitas mías, yo salgo fiadora de que no os sucederá nada malo. Basta que confiéis en Cristo.
Y los asaltantes, como por ensalmo, volvieron repentinamente, como impelidos por aquella mirada, por donde habían venido.
Él: «Yo os guardaré». Ella: «Yo salgo fiadora». A ellas: «Basta que os fieis de Cristo». Palabras y obras de una lealtad a toda prueba, hecha de divinos quilates (Leyenda de Sta. Clara 21-22).
* * *
De su amor fiel a la pobreza real no le va a quedar duda a quien lea el apartado siguiente. Ahora sólo voy a recordar un gesto suyo radical: «Lo primero que hizo al comienzo de su conversión fue vender la herencia paterna que le había tocado, y, sin reservarse nada para sí, la repartió entre los pobres». Y, en ese mismo párrafo, el biógrafo primitivo califica su sentido de la pobreza con dos expresiones que le encantaban a Santa Teresa de Jesús: «Procuraba que su monasterio fuera riquísimo en pobreza, y aseguraba que permanecería a despecho de los siglos si mantenía siempre enhiesta la torre de la pobreza» (Leyenda de Sta. Clara 13; Sta. Teresa, Camino de perfección, c. 2).
Sí, se puede afirmar que su amor a la pobreza constituía su alma, su inspiración, su espíritu, el sentido de su vida; un amor en el que comprometió toda su persona, porque era como la encarnación de su amor personal a Jesús hecho pobre por ella. Pero hay que escribir también que su amor a Cristo pobre y a la pobreza real por El se configuró de modo particular como lealtad suya a la persona y a la vida de Francisco. Su mejor nuevo apellido se lo dio ella misma: «plantita del benditísimo padre Francisco» (RCl 3; Test Cl 6); era consciente de que a él -después de Dios, a Dios por él- le debía toda su savia divina. Y pocas cartas entre dos que se aman habrán satisfecho tanto al corazón amante como este billete testamentario que Francisco escribió y envió a Clara poco antes de morir: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo, y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella, por enseñanza o consejo de quien sea» (Ultima Voluntad). Veremos pronto hasta qué punto Clara hizo honor a esta cláusula testamentaria. No la olvidó jamás, y, al final de su vida, la transcribió íntegra en su propia regla (RCl 18).
Yendo a lo anecdótico, es bonito recoger aquí el hecho de cómo, en un momento crucial para la vocación del Pobrecillo, la leal Clara le aclaró y animó en él la fidelidad a lo que Dios le pedía. Gracias a su consejo tenemos al San Francisco que tenemos. Nos consta por el testimonio de San Buenaventura, y lo conocemos al detalle por una doble narración, la de Actus y la de las Florecillas. Lo tomaré de éstas, por su característica candidez, y transcribo los párrafos que hacen a mi propósito (LM 12,2; Flor 16).
«El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad -que poseía en alto grado- no le permitía presumir de sí mismo ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:
-- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mí parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo.
Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Este, no bien la recibió, se puso al punto en oración. Mientras oraba, obtuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Él no lo ha llamado a ese estado solamente para sí, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.
Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios la misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco le llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo respondió:
-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta respuesta, se levantó al punto, lleno de fervor, y dijo:
-- ¡Vamos en el nombre de Dios!
Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Angel, dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del Espíritu...»
Aquél fue un momento histórico. En él brotaron las dos facetas que han hecho al Pobrecillo más amado, más célebre, más simpático: su amistad personal con los animales y su entrega a las gentes con simpatía y en empatía total. Llegando al azar a una aldea llamada Cannara, su férvida predicación arrastró a todo el pueblo -hombres y mujeres- a querer vivir como él; y allí nació la Fraternidad Seglar Franciscana (o Tercera Orden). Y siguió hacia Bevagna, y, en el camino, como si se hubieran juntado para escucharle también ellos un sermón, Francisco se encontró con una gran bandada de pajarillos, y Francisco, regocijado, yendo y viniendo entre ellos, y ellos escuchándole con el embeleso de sus ojos despiertos y de sus piquitos en suspenso, les dirigió la primera de sus maravillosas prédicas a las hermanas criaturas; y allí nació el poeta de la creación, el patrono de la ecología. En el nacimiento de ese nuevo Francisco, universal e inmarchito, había tenido parte decisiva nuestra hermana Clara. En aquella encrucijada vocacional, se lo podía haber quedado más para ella, como otra Santa Escolástica a otro San Benito; pero ella lo regaló, nos lo regaló a todos. Tenemos con ella esa deuda de gratitud. Se lo debemos a su clarividente lealtad al Espíritu del Señor, a su limpia lealtad al hermano Francisco y su carisma.
El privilegio de ser pobre
«Amo la pobreza porque la amó Cristo», proclamaba Pascal. No hay otra razón para escoger la pobreza con alegría y amor. Es también la única explicación del amor apasionado que le tuvieron San Francisco y Santa Clara.
He aquí el razonamiento de esta última, de largo y bello aliento literario: «Un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciable, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad del alimento celeste, se hicieran en El ricos por la posesión del reino de los cielos. Alégrate tú, y salta de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo, al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales...» (CtaCla I, 3). Clara se lo escribía a otra loca del amor evangélico como ella, princesa prometida a Enrique VII de Alemania, hijo del emperador Federico II; esa locura se la contagió Clara, como a ella se la había contagiado el Pobrecillo. Francisco fue testigo jubiloso de que a sus fieles discípulas enclaustradas «no les arredraban la pobreza, el trabajo, la afrenta, el desprecio del mundo, sino que, al contrario, tenían esas cosas como grandes delicias». Ellas, por su parte, se miraban en el espejo de Francisco: «Nuestro bienaventurado padre Francisco, siguiendo las huellas de Cristo (1 Pe 2,21), su santa pobreza -la que escogió para sí y sus hermanos-, en modo alguno se desvió de ella mientras vivió, ni con el ejemplo ni con la doctrina». Y Clara, que escribía eso, las exhortaba, sin cansarse: «Adheríos totalmente a la pobreza, hermanas amadísimas, y por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el sol» (RCl 17 y 20; TestCl 5).
Para muchos, difícil de entender. Pero es así: esta pobreza es puro y gozoso amor, pura y gozosa lealtad al amor de Jesús. Y es también -aunque también parezca raro- el eje de la rosa de los vientos franciscanos: de aquí -y no de otra raíz- brotan y parten la sencillez, la alegría, el olvido de sí, la simpatía en la entrega a los demás, y hasta el amor franciscano a las cosas: todas las virtudes que hacen encantador al franciscanismo.
Pero hablemos ya del privilegio. Fue un privilegio jurídico, mas no por eso menos bello. El nacimiento del franciscanismo -el de los hermanos y el de las hermanas- se encontró con un decreto terminante del Concilio IV de Letrán (1215), que prohibía que las nuevas fundaciones se procuraran regla propia, y les mandaba que adoptaran alguna de las ya aprobadas, aunque permitiéndoles constituciones peculiares. Francisco había tenido una suerte excepcional: por su simpatía única, había logrado que Inocencio III se la aprobara verbalmente en 1209. Pero los demás no: por ejemplo, Santo Domingo se acogió a la de San Agustín, y Clara a la de San Benito.
Aunque eso era más bien una cobertura jurídica -que no afectó sustancialmente a su tenor de vida en San Damián, pues se atenían a las normas evangélicas dadas por «su padre Pobrecillo»-, resultaba jurídicamente que la propiedad en común y otras normas monásticas -sancionadas en la regla benedictina- eran para ella como unos grilletes del espíritu. Y batalló por librarse totalmente de esas ataduras ajenas a su forma evangélica de vida. Y lo consiguió con un privilegio: «el Privilegio de la pobreza».
Y con el mismo Inocencio III, el papa del IV Concilio de Letrán. El papa no la desconocía; más, la apreciaba y admiraba. Clara aprovechó una oportunidad y lo solicitó. Inocencio III quedó conquistado por su fervorosa valentía femenil. Congratulándose de aquella gestión nada cancilleresca, le respondió:
-- Extraña petición. Nunca un privilegio semejante ha sido solicitado de esta Sede Apostólica.
Y él mismo, de su puño y letra, redactó el esbozo de aquel documento original.
Era en sí un privilegio jurídico, con fuerza de ley; más para Clara y las suyas era mucho más: el privilegio de ser pobre como su Jesús, de amar sin trabas lo que Él amó. Y guardó aquel documento como su alhaja más preciada. A Inocencio III le sucedió Honorio III, y Clara se apresuró a lograr que se lo confirmara. Y vino luego Gregorio IX, que ya antes, como cardenal Hugolino de Segni, había sido gran amigo de Francisco y de la misma Clara. Pero él, precisamente por lo mucho que la apreciaba, se resistió a confirmarle el Privilegio:
-- Avente, hermana, a tener algunas posesiones. Yo mismo te las procuraré, y con liberalidad, en previsión de eventuales circunstancias y por lo azaroso de los tiempos.
Clara le agradeció la intención, pero rehusó la oferta con firmeza. Pensó el Pontífice -miope él, en esta ocasión- que a ella le ataba la libertad su compromiso religioso. Y le dijo con solemne confianza:
-- Si temes por el voto, Nos te desligamos de él.
Era no conocer a Clara. Clara, en aquel momento crítico, recordó quizá con más fuerza que nunca la Última Voluntad de su padre Pobrecillo: «Estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de esta santísima vida y pobreza, por la enseñanza o consejo de quien sea». Ahora, y ante ella, este quien sea era el mismo Romano Pontífice. No importa. Ahora -quizá más que nunca- Clara fue lo que la definió Daniel Rops: «Hoja de acero templada, bajo el aspecto de una exquisita dulzura». Si recordó esa cláusula testamentaria de su padre y fundador, fue con la instantaneidad de un rayo. Porque inmediatamente, con firme y sonriente dulzura, le replicó:
-- Santísimo Padre: a ningún precio quiero ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo.
Y el Pontífice, amigo vencido, le confirmó su Privilegio de la pobreza con la máxima formalidad jurídica, en un documento que, por su belleza espiritual y su altura mística, I. Omaechevarría califica como «uno de los más curiosos y originales en la historia de la espiritualidad cristiana».
Pero ni con él descansaría Clara. Al largo pontificado de Hugolino le sucedió el de Inocencio IV. Y también con él buscó la confirmación de su Privilegio, y por Celano sabemos que lo consiguió. Así alcanza plenitud esta cláusula de su testamento: «Para mayor cautela, me preocupé de que el señor papa Inocencio (III), en cuyo pontificado comenzó nuestro género de vida, y otros sucesores suyos reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza, que prometimos al Señor y a nuestro padre, para que nunca y en modo alguno nos apartáramos de ella». Ejercicio alto y sin pausa de su una y triple lealtad: a su Amor Pobre, a la pobreza evangélica y a su pobrecillo padre (Leyenda de Sta. Clara 14 y 40; Test Cl 6).
Fiel... hasta el triunfo final
En la fidelidad a la pobreza evangélica -a la que el idealista Francisco llamaba «su dama» y la enamorada Clara «su privilegio»-, ésta no se contentó ni con esa garantía jurídica excepcional, convalidada por los cuatro papas que ella conoció. Dios quiso prolongarle la vida, y ella amplió hasta el máximo su ambición. Su Privilegio no la aseguraba del todo, ni a ella ni al futuro de su fundación: hasta Gregorio IX, su papa más amigo, estuvo a punto de quebrar su confirmación. Clara aspiró a lo que parecía un imposible: tener Regla propia, sancionada oficialmente por la Iglesia, que ya nada ni nadie se la pudiera arrebatar.
Clara fue una enferma habitual, años y años. Desde su pobre yacija, era el alma de San Damián y del centenar largo de monasterios que Dios fue haciendo germinar prodigiosamente de aquella primitiva semilla: más de sesenta en Italia, y unos cuarenta en las demás naciones de Europa. Los mismos frailes más fieles al ideal neto de Francisco, huérfanos de padre y sometidos a los vaivenes violentos de una gran crisis institucional, la visitaban, buscando en ella claridad y fuerza: la leal alentaba a la leal (Leyenda de Sta. Clara 45).
En su pobre yacija, Clara fue preparando y redactando su Regla con reflexión, con santa prudencia, con indeclinable amor. Incluyó en ella -como una gema engastada en el conjunto afiligranado de su ideal evangélico- el texto de su Privilegio. Nuclearmente, su regla era un traslado, en femenino claustral, de la regla de su padre Pobrecillo. Luego se ingenió y se esforzó por que se la aprobasen. Años y años, pues las normas de la curia romana se levantaban como un muro imposible de superar. Ella luchaba, suplicaba, esperaba. Hizo lo que le aconsejaba a su discípula de Praga: «Mira siempre tu punto de partida, retén lo que tienes, y jamás cejes. No asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos para que no cumplas tus votos con la perfección a la que el Espíritu del Señor te ha llamado» (CtaCla II, 3). Ella no dudaba de que su empeño estaba alentado y sostenido por ese Espíritu del Señor.
Once meses antes de su muerte, creyó que ya tocaba su dicha con las manos. La visitó el cardenal de Ostia, Protector de la Orden; y ella le urgió tanto y tan bien la aprobación pontificia de su Regla, que el cardenal se comprometió a poner en ese empeño toda su influencia. Y, a la semana de aquella entrevista esperanzadora, le escribió diciéndole, en nombre del señor papa, que considerase su regla como ya aprobada. La carta de este anuncio jubiloso estaba fechada el 8 de septiembre de 1252. Pero el refrendo de la bula papal no llegó a San Damián.
Quien sí llegó a visitarla fue, por la Pascua de 1253, el mismo Inocencio IV, con una deferencia cordial, humanísima. Pero ni él mentó la bula de la Regla ni Clara se decidió a recordarle lo que estaba en la mente de los dos, reverenciando su silencio. Una vez más, ofrendó su sacrificio al Señor, y siguió orando, moviendo otros hilos, esperando. Al más alto nivel, mantenía y ejercitaba su lealtad. En su larga agonía, suspiraba:
-- Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil.
Y, en un anhelo en que latía vehementemente su ilusión suprema, exclamaba:
-- ¡Poder besar un día la bula, y al día siguiente morir!
Diecisiete jornadas de inacabable agonía, como si el tiempo se estirara por la fuerza de su esperanza increíble. Y lo imposible se realizó. El papa -¡al fin!- firmaba la bula con fecha de 9 de agosto de ese 1253, un fraile la trajo el 10 en volandas a San Damián, y el 11 emitía ella su último suspiro. Su último beso ardiente, gozosísimo, fue a la bula que canonizaba definitivamente su ideal. Con la bula en sus manos la enterraron (Leyenda de Sta. Clara 44; Pro III, 32).
Hoy pululan las crisis vocacionales. Dicen que son crisis de identidad o de autorrealización. Son también, en algunos casos, crisis de lealtad. Mirar a esta hermana Clara puede ayudar a resolverlas. Muestra la valentía en las dificultades y el gozo único de ser fiel al Amor.
juaman2003
 
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