por pilar calva » Lun Nov 29, 2010 7:51 pm
El matrimonio y la familia no carecen de dificultades. Lo reconocía con honestidad Pablo VI: “No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos; para ellos, como para todos, la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida. La esperanza de esta vida debe iluminar su camino mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo presente, conscientes de que la forma de este mundo es pasajera” (HV, 25).
Y ciertamente no todos los conflictos tienen que ver con la natalidad. Por el contrario, a menudo los trances más duros se dan en el plano de los afectos y de las voluntades. Quizá sean recelos, desconfianzas, discusiones, rencores, faltas de perdón. Tal vez se trate de graves faltas morales como infidelidad, mentiras, violencias, fuertes discusiones, etc. Pero con mucha frecuencia los ahogos y aflicciones son de orden menor, aunque pueden terminar ocasionando serios daños, resquebrajamientos familiares e incluso dolorosas separaciones. No deberíamos extrañarnos, pues las pequeñas grietas que se observan en una pared, cuando no se solucionan a tiempo, terminan causando derrumbes. Aún cuando no se llegue a tanto, sin embargo, esto es suficiente para amargar o hacer difícil la vida de la familia y constituye, ciertamente un obstáculo serio para la felicidad.
Donde hay dos personas ya hay suficiente material para una discusión. No busquemos excusas que no tienen sentido. “—Es que pensamos diferente”; ¿dónde vamos a encontrar dos personas que piensen exactamente igual en todo? Si la armonía dependiese de esto, no habría esperanza de concordia alguna en esta vida. “—Lo que sucede es que nuestros temperamentos son heterogéneos”; ¡por supuesto: no hay dos caracteres exactamente iguales! “Nuestro problema es que somos distintos”; sí, y precisamente por eso se casaron; no hay dos cosas más diversas que una llave y una cerradura…¡y trabajan perfectamente! ¡Ni los gemelos son psicológicamente idénticos!
De aquí que debamos sostener que los problemas familiares o matrimoniales no son principalmente problemas psicológicos o temperamentales (aunque pueden terminar causando serias perturbaciones si no se trabaja a tiempo) sino espirituales. Dicho de otro modo, son problemas de virtudes. De uno de los cónyuges o de los dos.
¿Esto tiene solución? Claro que sí; una solución fácil de formular y difícil de cumplir. Pero que vale la pena siendo su resultado la felicidad.
Consiste en la práctica de las pequeñas virtudes. Tomo la expresión “pequeñas virtudes” de San Marcelino Champagnat, quien a su vez se inspiró en San Francisco de Sales 243 .
San Marcelino explicó el tema en cierta oportunidad en que un hermano fue a verlo apenado por algo que le resultaba inexplicable. Pocos días antes había sido destinado a una comunidad de religiosos que eran, según su parecer, virtuosos, cumplidores de todas las reglas y deseosos de santidad… pero para su sorpresa la unión que reinaba entre ellos estaba lejos de ser “perfecta”. Además, había observado el mismo problema en otra comunidad que consideraba más ejemplar que la suya. En otras palabras, veía, de un lado “religiosos virtuosos” y del otro numerosas “miserias domésticas”, sin poder atinar cuál era la raíz del problema ni, en consecuencia, su solución.
El santo, que era un hombre de un sentido común extraordinario, le respondió que sus observaciones eran cabales; añadiendo: “Podría contentarme con decir que en todas partes hay pequeñas miserias, y que los hombres más virtuosos tienen defectos y están sujetos a cometer faltas, pues que ‘el justo’, como dice el la Sagrada Escritura, ‘cae siete veces’ (Prov 24, 16); pero prefiero entrar en el fondo de la cuestión; tratarla de un modo completo y explicarte mi pensamiento sobre este punto. Se puede ser sólidamente virtuoso con un genio malo; y el carácter difícil de una sola persona basta para perturbar el hogar o la comunidad entera y hacer padecer a todos los demás miembros. Se puede ser observante, piadoso, celoso de la propia santificación; se puede, en una palabra, amar a Dios y al prójimo, sin tener la perfección de la caridad, esto es, las pequeñas virtudes que son los frutos, los adornos más delicados y la corona de la caridad; ahora bien, sin la práctica diaria y habitual de las pequeñas virtudes no puede haber unión perfecta en las ca-sas. El descuido y falta de las pequeñas virtudes, tal es la mayor, y podría decir la única causa de las disensiones, de las divisiones de las discordias entre los hombres”.
Si esto vale para los religiosos, también se ajusta a los laicos, especialmente los casados. Hay muchos que piensan que bastan las cosas principales y más gruesas para que la paz y el gozo reinen entre seres humanos, evitando toda dificultad y miseria. Pero no es así. Las “pequeñas virtudes” son esenciales y necesarias; y si faltan: ¡nada se conseguirá respecto de la felicidad diaria!
De más está decir que el religioso que consultaba al santo no sabía qué era eso de las “pequeñas virtudes”, por lo que el santo le hizo una exhaustiva enumeración y descripción de las mismas, que también nosotros presentamos resumidamente.
1ª Pequeña virtud. La indulgencia, que excusa las faltas del prójimo, las disminuye, las perdona también muy fácilmente, aunque no pueda esperar lo mismo para sí. San Bernardo dijo en una oportunidad a sus religiosos: “Queridos hermanos, haced conmigo lo que queráis, estoy resuelto a amaros siempre, aunque vosotros no me améis. Mi amor me tendrá unido con vosotros, aun a pesar vuestro. Si me insultáis, tendré paciencia, inclinaré la cabeza a las injurias; venceré vuestro mal proceder con beneficios; iré delante de los que rechacen mis servicios; haré bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, porque somos miembros los unos de los otros.”
2ª Pequeña virtud. La disimulación caritativa, que hace como si no se diese cuenta de los defectos, sinrazones, faltas y palabras poco atentas del prójimo, y que todo lo soporta sin decir nada y sin quejarse. Dice San Pablo: “Disimulad, sufrid los defectos de vuestros hermanos” (Col 3, 13). No debemos olvidar que la corrección fraterna no abarca todos los defectos sino los defectos graves 244 . Y además, aun después de haber corregido o reprendido, es necesario sufrir y soportar, habiendo, como hay, defectos que sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y sufriéndolos. Además, también los hay en las almas virtuosas que no se enmiendan a pesar de los esfuerzos que se hacen, y que Dios deja como ejercicio de virtud para aquel que está sujeto a tales defectos y para los que viven en su compañía.
3ª Pequeña virtud. La compasión, que hace compartir las penas de los que padecen para suavizarlas, llorar con los que lloran, que empuja a tomar parte en los trabajos de todos, e interviene para aliviarlos o sobrellevarlos él mismo.
4ª Pequeña virtud. La santa alegría, que comparte también los gozos de los que están felices, pero con la intención de acrecentarlos. San Pablo nos ofrece un ejemplo admirable de esta caridad que toma todas las formas para ser útil al prójimo: “Me he hecho todo para todos, dice; lloro con los que lloran, me alegro con los que están alegres; nadie enferma que no enferme yo con él; nadie se ha escandalizado sin que yo no me abrase; en una palabra, he tomado todas las formas a fin de serviros y ganaros a todos para Jesucristo” (1Co 9, 19-22; cf. 2Co 11, 29).
5ª Pequeña virtud. La flexibilidad de ánimo, que sin motivos muy serios jamás impone a nadie sus opiniones, sino que admite lo bueno y racional que hay en las ideas de los demás, y aplaude sin envidia los buenos pareceres de los demás para conservar la unión y caridad fraterna. Es la renuncia voluntaria de sus intentos personales y la antítesis de la obstinación e intransigencia en las propias ideas. “No disputes”, huye de contiendas de palabras (2Tim 2, 14), dice el San Pablo. Pero si alguno dijese, añade San Marcelino: “Yo tengo razón, y no puedo sufrir las tonterías o los yerros de los demás”, oiga la respuesta de San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia: “Más vale doscientos cincuenta gramos de caridad que cien kilos de razón”. San José de Calasanz decía: “Quien quiera paz a nadie contradiga”.
6ª Pequeña virtud. La solicitud caritativa, que se apura a ayudar las necesidades de los demás antes que ellos lo pidan para evitarles la pena de sentirlas y la humillación de pedir ayuda; la bondad de corazón que nada sabe negar, que está siempre en acecho para poder servir, para dar gusto y obsequiar a todo el mundo.
7ª Pequeña virtud. La afabilidad, que atiende a los importunos sin mostrar la más leve impaciencia, que siempre está pronta para acudir en ayuda de los que piden su auxilio, que instruye a los ignorantes sin cansarse y con toda paciencia. En una oportunidad San Vicente de Paúl interrumpió la conversación que tenía con algunas personas de categoría, para repetir cinco veces la misma cosa a alguien que no la entendía bien, diciéndole la última vez con igual tranquilidad que la primera. Escuchaba sin sombra de impaciencia a pobres personas que hablaban mal y largamente; se le vio, estando sumamente ata-reado, dejarse interrumpir treinta veces en un día por personas escrupulosas que no hacían más que repetir inútilmente lo mismo con di-ferentes términos, oírlas hasta el fin con invencible paciencia, escribirles algunas veces de su puño lo que les había dicho, y explicárselo más detenidamente cuando no le entendían bien; finalmente, interrumpir el oficio y el sueño para servir al prójimo.
8ª Pequeña virtud. La urbanidad y la cortesía, que se anticipan a todo el mundo en las demostraciones de respeto, atención y deferencia, y que ceden siempre el primer lugar en obsequio de otros. “Anticipaos unos a otros en las señales de honor” (Rm 12, 10). Las demos-traciones de estima y veneración manifestadas con sinceridad fomentan el amor mutuo, como el aceite sirve de alimento al fuego de la lám-para, y sostiene la llama que produce la luz; sin esto no hay unión posible ni caridad frater-na. “Ama, dice San Juan Crisóstomo, y serás amado; alaba a los otros y se-rás alabado; respétalos y te respetarán; dales de buena gana la preferencia, y te tendrán toda suerte de atenciones”. Y añadía san Marcelino: “No maltrates a nadie; no falten a nadie tus atenciones; y cuídate de despreciar a ninguno de los que te rodean, o mostrarte áspero con alguien porque tenga defectos”. Así como no nos burlamos ni nos enojamos con nuestra cabeza cuando nos duele o con un pie cuando se nos hincha sino que lo cuidamos de modo especial y lo hacemos reposar, así debemos hacer con los que son como “algo nuestro”.
9ª Pequeña virtud. La condescendencia, que se presta fácilmente a los deseos de otros, se inclina para complacer a los inferiores, escucha las observaciones y muestra apreciarlas aunque no siempre sean perfectamente fundadas. “Ser condescendiente, dice San Francisco de Sales, es acomodarse a todo el mundo en cuanto lo permitan la ley de Dios y la recta razón. Es ser como una masa de blanda cera, susceptible de todas las formas, supuesto que sean buenas; es no buscar el propio interés, sino el del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia es hija de la caridad, y no hay que confundirla con cierta debilidad de carácter que impide reprender las faltas de otro cuando se está obligado a ello; esto no sería un acto de caridad, sino, al revés, cooperar al pecado del otro”.
10ª Pequeña virtud. El interés por el bien común, que hace preferir el provecho de la comunidad, y aun de los particulares, al pro-pio, y que se sacrifica por el bien de los her-manos y la prosperidad de la casa.
11ª Pequeña virtud. La paciencia, que sufre, tolera, soporta siempre, y no se cansa jamás de hacer bien, aun a los ingratos, llegando a hasta dar gracias a los que le hacían padecer. La beata Madre Teresa de Calcuta repetía constantemente a Dios: “Te amo no por lo que mas sino por lo que me quitas”. Hay que soportar, pues, con pa-ciencia las imperfecciones, defectos e importu-nidades del prójimo; tal es el verdadero camino para tener paz y conservar la unión con todos.
12ª Pequeña virtud. La igualdad de ánimo y de carácter, por la cual uno es siempre el mismo sin altibajos, y no se deja llevar de una alegría loca, ni de la cólera, del fastidio, de la melancolía, del mal humor; sino que permanece siempre bondadoso, alegre, afable y contento de todo.
Estas son las llamadas “pequeñas virtudes”. Como se ve son virtudes sociales, esto es, muy útiles a cualquiera que viva en sociedad con seres ra-cionales. Sin ellas no puede ser gobernado este pequeño mundo en que nos hallamos, y las co-munidades y familias están en desorden y agitación continua. Sin la práctica de estas pequeñas virtudes no es posible la paz familiar, el mayor de nuestros consuelos en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas. Desgra-ciada la casa en la que no se toman en cuenta las pequeñas virtudes: superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, padres e hijos, esposos y esposas, todos están en discordia. Sin el amor y práctica de las pequeñas virtudes, no es posible que dos personas vivan armónicamente juntas bajo el mismo techo (sean religiosos, esposos, padres, hijos o hermanos). Sin la caridad y la práctica de las pequeñas virtudes, la casa re-ligiosa y el hogar familiar terminan siendo un presidio o un infierno. “¿Queréis que vuestra casa sea un paraíso por la unión de los corazones? —añadía San Marcelino—. Aficionaos a las pequeñas virtudes y practicadlas fielmente; ellas constituyen la dicha de una comunidad”.
¿Cuáles son los motivos por los que se hace necesario vivir estas pequeñas virtudes? Podemos resumirlos en seis.
1º Motivo. Por la debilidad del prójimo. Sí, todos los seres humanos son débiles, y de aquí tantos defectos, la mayoría de ellos pequeños. El uno es suspicaz, y escudriña cuanto se le dice y cuanto con él se hace; el otro es quisquilloso, y está siempre preocupado con la idea de que se le aborrece, que no se le atiende, que se desconfía de él, etc. Un tercero se deja llevar del desaliento, la menor cosa le aba-te, le pone melancólico y pesado a sí mismo y a los demás. Un cuarto es pronto como la pól-vora, y se acalora a la menor palabra. Finalmente, todos tienen su parte flaca, cada uno es-tá sujeto a muchos defectos e imperfecciones pequeñas que es necesario soportar, y que ofre-cen continuas ocasiones de ejercitar las peque-ñas virtudes. Es justo y racional que se trate con delicadeza todo lo flaco; se deben, por lo tanto, soportar las flaquezas del prójimo.
2º Motivo. Por la levedad de los defectos que nos vemos obligados a tolerar. Estoy refiriéndome al caso de personas virtuosas, al menos cumplidoras de los mandamientos de Dios y de las leyes de la Iglesia. Verdaderamente la mayor parte de los defectos que nos hacen perder la paciencia no son grandes vicios ni defectos groseros, sino imperfecciones, ímpetus de genio, flaquezas que de ninguna manera impiden que las personas a ellas sujetas, sean almas escogidas, de gran fondo, de virtud sólida y de conciencia timorata.
3º Motivo. El tercer motivo es que a veces se trata de la ausencia de verdaderos defectos. Es decir, que muchas veces lo que nos hace sufrir de parte del prójimo son cosas en sí mismas indiferentes y de las cuales esas personas no tienen ninguna culpa. A veces nos molesta la cara de alguien, la fisonomía, el tono de la voz, la figura del cuerpo; o nos impacientamos por las enfermedades o achaques corporales o morales que nos repugnan, etc. Suele suceder también que lo que nos exaspera es la diversidad de caracteres y su oposición al nuestro. El uno es naturalmente serio, el otro alegre; uno es tímido, otro atrevido; uno es muy lento y se hace esperar, otro es muy activo e impetuoso y quisiera obligarnos a que fuésemos a toda máquina. La razón pide que vivamos en paz en medio de esta diversidad de naturalezas, y que nos acomodemos al gusto de los demás por medio de la flexibilidad, de la paciencia y de la condescendencia. El turbarse por esta diversidad de caracteres sería tan poco razonable como el enojarse porque a alguien no le guste una comida que a nosotros nos gusta.
4º Motivo. El cuarto es que todos tenemos necesidad de que los demás nos soporten en algo. Nadie hay tan prudente y cabal que pueda pasar sin la indulgencia de los demás. Hoy yo tendré que aguantar a alguna persona, y mañana esa persona u otra tendrá que soportarme a mí. ¡Qué injusticia sería exigir respeto y atenciones y no corres-ponder sino con dureza y altanería!
5º Motivo. El quinto motivo para practicar las pequeñas virtudes, está en los lazos que nos unen con las personas a quienes debemos soportar. “Entre nosotros —decía Abrahán a Lot— no puede haber discusiones, porque somos hermanos” (Gn 13, 8). ¡Cuánto más se cumple esto si nos referimos a las dificultades en la familia! “Ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”, dice Adán al ver a Eva. Y muchas veces además estamos unidos por lazos de vocación, de común destino sobrenatural, etc. Son muchos motivos para amarlas, para servirlas y soportarlas con toda paciencia.
6º Motivo. Finalmente, el sexto motivo para ejercitar las virtudes pequeñas es su excelencia. Decía San Marcelino: “Ahora me arrepiento de haberlas llamado pequeñas, aunque esta expresión está tomada de San Francisco de Sales. Sólo pueden llamarse pequeñas en cuanto se refieren a objetos materialmente pequeños: una palabra, un gesto, una mirada, una cortesía; porque, por lo de-más, si se examina el principio de donde na-cen y el fin al que se dirigen, son muy gran-des”. Al hablar de estas virtudes y del efecto que causan en una familia queda más en evidencia que la cari-dad es la primera y más excelente de todas las virtudes y la que hace más fácil el camino del cielo. Dios quiera que nunca busquemos excusas inoportunas para no vivirlas.
¿Cuáles son algunas soluciones a las dificultades dentro de la familia y el matrimonio?
243 Voy a adaptar a continuación un capítulo de San Marcelino Champagnat (Sentencias, enseñanzas y avisos, Buenos Aires [1946], cap. 28; 399-414), titulado por él: “El único medio para establecer y mantener el orden en la Comunidad”.
244 Corregir los defectos leves es tarea, en cambio, de los superiores respecto de los inferiores, y suponiendo todos los pasos propios de esta virtud de la corrección fraterna.