por tito » Sab Ene 30, 2016 7:52 pm
El grito de abandono de Jesús
Mateo y Marcos concuerdan en decir que, a la hora nona, Jesús exclamó con voz potente:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Transmiten el grito
de Jesús en una mezcla de hebreo y arameo y lo traducen después al griego. Esta plegaria de
Jesús ha llevado una y otra vez a los cristianos a preguntarse y a reflexionar: ¿Cómo pudo el
Hijo de Dios ser abandonado por Dios? ¿Qué significa este grito? Rudolf Bultmann, por
ejemplo, observa a este res-pecto: La ejecución de Jesús tuvo lugar «a causa de una
interpretación errónea sobre su modo de obrar, entendido como el de un agitador político.
Habría sido entonces —hablando desde el punto de visto histórico— un destino carente de
sentido.Si o cómo Jesús haya visto en esto un sentido, no lo podemos saber. No debemos
descartar la posi-bilidad que se haya derrumbado» (Das Venhältnis, p. 12). ¿Qué debemos
decir frente a todo eso?
Ante todo hay que considerar el hecho de que, según el relato de ambos evangelistas, los que
pa-saban por allí no comprendieron la exclamación de Jesús, pero la interpretaron como un
grito dirigido a Elías. En estudios eruditos se ha tratado de reconstruir precisamente la
exclamación de Jesús de modo que, por un lado, pudiera ser malentendida como un grito hacia
Elías y, por otro, fuera la exclamación de abandono del Salmo 22 (cf. Rudolf Pesch,
Markusevangelium, II, p. 495). Como quiera que sea, sólo la comunidad creyente ha
comprendido la exclamación de Jesús —que los que estaban por allí no entendieron o
malentendieron— como el inicio del Salmo 22 y, sobre esta base, la ha podido comprender
como un grito verdaderamente mesiánico.
No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del Israel afligido y asume de
este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en
este mundo por el ocultamiento de Dios. Lleva ante el corazón de Dios mismo el grito de
angustia del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Se identifica con el Israel dolorido,
con la humanidad que sufre a causa de la «oscuridad de Dios», asume en sí su clamor, su
tormento, todo su desamparo y, con ello, al mismo tiempo los transforma.
Como hemos visto, el Salmo 22 impregna la narración de la Pasión y va más allá. La humillación
pública, el escarnio y los golpes en la cabeza de los que se mofan, los dolores, la sed terrible, el
traspasarle las manos y los pies, el echar a suertes sus vestidos: la Pasión entera está como
narrada anticipadamente en este Salmo. Pero, mientras Jesús pronuncia las primeras palabras
del Salmo, se cumple ya en último análisis la totalidad de esta magnífica oración, incluida
también la certeza de que será escuchada, y que se manifestará en la resurrección, en la
formación de la «gran asamblea» y en el saciar el hambre de los pobres (cf. vv. 25ss). El grito
en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la
salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para «muchos».
En la teología más reciente se han hecho muchos intentos perspicaces para escudriñar,
basándose en este grito de angustia de Jesús, en los abismos de su alma y comprender el
misterio de su persona en el extremo tormento. Todos estos esfuerzos, a fin de cuentas, se
caracterizan por un planteamiento demasiado limitado e individualista.
Pienso que los Padres de la Iglesia, con su modo de comprender la oración de Jesús, se han
acercado mucho más a la realidad. Ya para los orantes del Antiguo Testamento las palabras de
los Salmos no corresponden a un sujeto individual cerrado en sí mismo. Ciertamente, son
palabras muy personales, que han ido surgiendo en el forcejeo con Dios, pero palabras a las
que, sin embargo, están asociados a la vez en la oración todos los justos que sufren, todo
Israel, más aún, la humanidad entera en lucha; por eso estos Salmos abrazan siempre el
pasado, el presente y el futuro. Están en el presente del dolor y, sin embargo, llevan ya en sí el
don de ser escuchados, de la transformación.
Esta figura básica, que en la investigación más reciente se describe como «personalidad
corporativa», los Padres la han acogido y profundizado a partir de su fe en Cristo: en los
Salmos —nos dice Agustín— Cristo ora a la vez como Cabeza y como Cuerpo (cf. p. ej. En. in
Ps., 60,1s; 61,4; 85,1.5). Ruega como «Cabeza», como Aquel que nos une a todos en un sujeto
común y nos acoge a todos en sí. Y ora como «Cuerpo», en el sentido de que tiene presente la
lucha de todos nosotros, nuestras propias voces, nuestra tribulación y nuestra esperanza.
Nosotros mismos somos orantes de este Salmo, pero ahora de manera nueva en la comunión
con Cristo. Y, a partir de Él, pasado, presente y futuro van siempre unidos.
Una y otra vez nos encontramos en el hoy saturado de sufrimiento. Pero, siempre también, la
resurrección y la saciedad de los pobres ocurren ya «hoy». En una perspectiva como ésta, nada
se quita al horror de la Pasión de Jesús. Por el contrario, aumenta, porque no es solamente
individual, sino que lleva realmente en sí la tribulación de todos nosotros. Al mismo tiempo,
sin embargo, el sufrimiento de Jesús es una pasión mesiánica, un sufrir en comunión con
nosotros, por nosotros; un ser-con que proviene del amor, y lleva consigo así la redención, la
victoria del amor.
JESÚS DE NAZARET II
JOSEPH RATZINGER
¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal;
que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad;
que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! Isaías 5,20