Tres peculiaridades de Lourdes: una Virgen pequeña, que ríe y no da avisos sobre desgracias
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El 11 de febrero la Iglesia celebra la advocación de la Virgen de Lourdes, basada en las 18 apariciones de la Virgen a Santa Bernadette a lo largo de varios meses a partir del 11 de febrero de 1858.
Las apariciones de Lourdes han sido consideradas por muchos como paradigmáticas o modelo para comparar el resto, pero el escritor Vittorio Messori, en su libro Bernadette no nos engañó insiste en que Lourdes es especial por varios motivos.
No fue la primera aparición popular en Francia, la de La Salette en 1846 se adelantó 12 años y fue la que de alguna manera marcó un modelo: una gran señora que llora, unos pastorcillos analfabetos, mensajes secretos y avisos de grandes desgracias si no hay conversión de los pecadores.
Lo especial de Lourdes es que no se pareció al modelo de La Salette: en Lourdes la Virgen no era una gran Señora, sino pequeña, como una niña. No lloraba, sino que incluso reía. No avisaba de grandes desgracias, aunque sí pedía a Bernadette que orase e hiciese penitencia por los pecadores. Y sus “secretos”, según explicó Bernadette, nunca se revelaron porque la afectaban solo a ella, a asuntos personales de la joven vidente.
A continuación seleccionamos algunos pasajes del imprescindible libro de Vittorio Messori, uno de los mayores especialistas en el caso de Lourdes, que primero describe la primera aparición, y luego las peculiaridades del caso.
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Lo que pasó el 11 de febrero de 1858
Bernadette partió el jueves 11 de febrero, con una hermana pequeña y una amiga un año más joven. Quieren caminar a lo largo del curso del agua que desciende de los Pirineos y corre hacia el Atlántico, el gave (torrente, en la voz dialectal) de Pau, para recoger ramas y huesos de animales para vender a la trapera y conseguir así algún céntimo. El padre está en paro, la madre se mata a trabajar en las casas de los ricos. Bernadette no va a la escuela para ayudar en casa y también porque carecen del dinero para pagar la modesta tasa y para el silabario. No habla ni comprende el francés, conoce solo el dialecto local, con el que se dirigirá a ella la Aparición.
El canal bajo un molino, procedente del gave, separa a la pequeña de la gruta llamada de Massabielle («la roca vieja»), que ve por primera vez y dentro de la cual se pueden ver las ramas secas llevadas por una riada. Duda en cruzar —la madre le ha recomendado no mojarse, por su mala salud—. Mientras las dos compañeras, con los pies descalzos, tras tirar los zuecos al otro lado, siguen adelante. Volverán solo una vez la aparición haya concluido y le reprocharán a la «perezosa», que se había puesto a rezar de rodillas (la habían pillado desde lejos rezando el rosario mientras ellas recogían) en vez de hacer acopio de su haz de ramas y de llenar su cesto de huesos.
Así lo explicará después Bernadette.
«Me acababa de quitar la primera media para pasar el canal, cuando oí un ruido, como un golpe de viento. Giré la cabeza hacia la pradera desierta, más allá del río. Pero vi que las hojas de los árboles no se movían. Entonces comencé a quitarme la otra media. Oí una vez más el mismo ruido de una ráfaga de viento. Alcé la cabeza hacia la gruta que tenía delante y vi una cavidad que había sobre la entrada, medio cubierta por un arbusto salvaje, que se iluminaba poco a poco con una luz dulce, parecida a la del sol pero más delicada, que no deslumbraba».
«Dentro de aquella luz, vi «algo» blanco, una figura que tenía la forma de un petito Damiselo, una pequeña dama, tan joven y alta como yo. Tenía una túnica blanca, un largo velo también blanco sobre la cabeza, un fajín azul y una rosa amarilla en sus pies descalzos. El rosario que tenía en la mano también era de color amarillo. En ese punto me asusté un poco. Creía que me equivocaba y me froté varias veces los ojos».
«Cuando los volví a abrir, vi siempre la misma figura que me sonreía con dulzura y bondad. Instintivamente llevé mi mano al bolsillo del delantal para coger mi rosario, de dos centavos que me había regalado una tía que había ido en peregrinaje al santuario de Bétharram, cerca de aquí. Como yo todavía seguía sentada en una piedra para quitarme las medias, me levanté y me puse de rodillas. Quería hacer la señal de la cruz pero no me atrevía a llevarme la mano a la frente. El brazo me pesaba tanto que no podía levantarlo. Entonces fui presa del miedo y empecé a temblar».
«Me atreví a hacer la señal de la cruz solo cuando también «Aquella de allí» [Aqueró, en dialecto] lo hizo y de una manera bellísima, que yo intenté imitar. Así que recité el rosario ante ella, que hacía deslizar las cuentas de su rosario pero no movía los labios cuando yo rezaba las Avemarías y lo hacía solo para el Gloria, al final de cada misterio. No escuchaba la voz, la oí solo en el tercer encuentro, y era dulce y fina como la de una niña. Cuando terminé el rosario, Aqueró hizo otra gran señal de la cruz y, aún sonriendo, me hizo un gesto para que me aproximara pero yo no me atreví y ella entonces se fue de repente, mientras la luz en el nicho se apagaba poco a poco».