por pilar calva » Lun Sep 13, 2010 2:28 pm
Planteaba con toda honestidad Pablo VI, al comienzo de su encíclica las dudas y cuestionamientos de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo: “Consideradas las condiciones de la vida actual y dado el significado que las relaciones conyugales tienen en orden a la armonía entre los esposos y a su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos?” (HV, 3). Dicho de otro modo: ¿están los hombres de hoy en condiciones de aceptar una doctrina moral exigente?
Quizá este breve capítulo tendría que haber ocupado el último puesto de estas páginas, como su colofón. Pero prefiero empezar por él, porque considero que trata una de las claves para comprender un aspecto muy importante del problema que analizamos. Podríamos formularlo con una pregunta: ¿qué aceptación ha tenido la doctrina pontificia sobre la sexualidad matrimonial y sobre la relación entre sexualidad y natalidad? No se puede responder fácilmente y con exactitud a esta pregunta. Si hacemos caso a las voces que se oyen por doquier, tal vez nos desalentaríamos, pues da la impresión de que no son muchos los matrimonios que acogen con alegría la exigente doctrina de la Iglesia. Sin embargo, a esta altura de la historia cualquier persona de sentido común debería estar inmunizada ante la represen-tatividad de lo que llamamos “las voces que se escuchan”, es decir, los corifeos de los medios de comunicación. Si nos atenemos al vo-lumen de los gritos, hoy todo el mundo parecería exigir libertad sexual, reconocimiento de la homosexualidad, legalización de las drogas, derecho a abortar o a matarse, libre distribución de anticon-ceptivos, etc. Pero estas “voces” nos llegan siempre a través de boci-nas (medios de comunicación, escritores, hombres públicos) que en una gigantesca medida se han vendido, sin vergüenza alguna, a pe-queños grupos de “gran poder”, o han cedido cobardemente a las pre-siones reinantes de una cultura sin valores; es decir que forman parte del gran mentidero del mundo moderno: “Cuando oigáis hablar de guerras y de rumores de guerras, no os alarméis” (cf. Mc 13, 7).
Hay muchos interesados en que se piense que quedan pocas personas decentes en este mundo, pero no es esa la verdad; ésa es la forma en que se hace fuerza a la verdad.
No podemos decir, pues, que la mayoría de los católicos no haya acogido ni viva las enseñanzas morales de la Humanae vitae. Más bien ignoramos cuál sería la reacción de los católicos si conociesen “adecuadamente” esta doctrina. Pues, ¿cómo podemos saber qué aceptación tiene cuando:
... prácticamente ningún sacerdote predica sobre ella...
... se escribe muy poco al respecto...
... menos aún son quienes leen eso poco que se escribe...
... quienes llegan a escuchar la correcta doctrina no siempre la entienden rectamente...
... y se cuentan con los dedos de la mano los que se la expli-can...
... sin contar que se escuchan hasta el hartazgo enseñanzas explí-citamente contrarias que terminan produciendo un auténtico la-vado de cerebro?
Reconozcamos, de todos modos, que no son pocos, por un mo-tivo o por otro, los que encuentran difícil la enseñanza de este docu-mento (enseñanza, por otra parte, de todos los documentos del Magisterio que tocan estos temas).
De ahí la necesidad de hacernos esta pregunta inicial: en el fondo-fondo, ¿cuál es el problema? Si se me permite expresarlo así, diría que más que un problema sexual-conyugal es un problema conyugal-espiritual. Pablo VI lo expresó diciendo que la doctrina de la Iglesia sobre este punto, “como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social” (HV, 20).
Por ejemplo, todas las objeciones que he escuchado respecto de los métodos naturales terminan por reducirse siempre a alguna de estas: (a) resulta muy difícil acomodarse para ubicar las relaciones sexuales en los tiempos infértiles; (b) estos métodos no tienen una seguridad del 100%; (c) si fallase el método y la mujer quedase de nuevo embarazada su salud peligraría; (d) se hace muy difícil identificar los períodos fértiles-infértiles; (e) un nuevo hijo es una carga que ya no se puede tolerar; (f) el esposo no acompaña en esta decisión, o no está de acuerdo, o no quiere esforzarse; etc.
“Esfuerzo individual y familiar” (o conyugal, que es lo mismo), significa “cruz”. Entonces el problema de fondo-fondo es el problema de la cruz; es decir, el lugar que la cruz ocupa en la propia vida y en la familia. “El que quiera ser mi discípulo cargue su cruz y me siga”, dice el Señor (cf. Mc 8, 34). No dijo “la” cruz, sino “su” cruz. Hay cruces comunes y cruces específicas. Todos tenemos cruces comunes: enfermedades, muerte, pobreza, fatiga, fracasos, etc. Pero además de estas, hay cruces propias: según el lugar social, la edad y el estado de cada uno. En el terreno de la afectividad y de la sexualidad, las cruces del soltero y del célibe tiene que ver con la dificultad de vivir la castidad de un modo total, como plena abstención de su genitalidad; las del viudo y de la viuda, como abstención a partir de la viudez y mientras no vuelvan a casarse; las del casado y de la casada, tienen que ver con el modo en que ejercitan su sexualidad y la aceptación de los hijos que puedan concebirse. Evidentemente, no todo es cruz, ni mucho menos, pero no puede evitarse que surjan cruces.
Estoy plenamente convencido —y mi experiencia sacerdotal atendiendo a personas casadas me lo avala— que es el problema del nulo o escaso lugar que la cruz tiene en la vida de una persona lo que determina la incomprensión del problema de la anticoncepción y el rechazo o disgusto con los métodos naturales para regular la natalidad. Y más convencido estoy todavía de que es el mismo problema (es decir, la protesta ante la cruz) el que determina el fracaso de la inmensa mayoría de los matrimonios que terminan separándose o divorciándose, así como el naufragio de la inmensa mayoría de los padres que se frustran como educadores de sus hijos.
Entiéndase bien: no siempre fallan ambos cónyuges; a veces uno es culpable y el otro inocente. Pero el matrimonio es una cosa de a dos. Cuando sólo uno de ellos da la espalda a las cruces matrimoniales, el otro termina cargando una cruz más grande; porque cuando un cónyuge abandona culpablemente al otro, lo crucifica. Ésta es la idea de la hermosa expresión “cónyuges” que viene del antiguo derecho romano y que expresa a dos que están unidos (uncidos) al mismo yugo; es decir, que tiran, como los bueyes, juntos(6) . No debemos olvidar que es posible que a muchos Dios nos pida, en la vida célibe o en el matrimonio, lo que expresó el confesor de la fe que dijo: “a mí el Señor me pidió que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz”(7) .
Por eso es incomprensible que este tema no se discuta adecuadamente durante el noviazgo de tal modo que cada uno de los novios sepa ponderadamente qué piensa su futuro cónyuge acerca del sufrimiento, de la cruz, del esfuerzo, del sacrificio. Si se hiciera así, es indudable que no habría tantos fracasos matrimoniales.
De ahí que, evidentemente, una importante cuota de la solución del problema de la anticoncepción y de la apropiada visión de los métodos naturales sea de índole espiritual: consiste en el valor que los cónyuges dan a la voluntad de Dios; dicho en términos más tradicionales, al interés por vivir cristianamente, unidos a Dios, y al peso que tenga para ellos la salvación eterna de sus almas; salvación que se logra aceptando las cruces propias de su estado. Cuando no hay interés en vivir coherentemente la vida cristiana respetando los mandamientos de la ley de Dios, no se comprende por qué hay que sujetarse a una práctica moral exigente como la doctrina conyugal católica. Pues, incluso cuando se acepta practicar los métodos naturales pero por motivos en los que no está presente el amor a la voluntad divina y la disposición a abrazar la cruz (por ejemplo, cuando se hace más bien por temor a los efectos nocivos de los anticonceptivos), tal práctica se apoya en fundamentos tan endebles que siempre correrá el riesgo de desmoronarse.
En muchísimos casos, no se acepta la norma moral católica porque no hay conversión moral verdadera.
Por esto considero clave la alusión del Papa Pablo VI a la vida de gracia en los esposos: “La Iglesia, al mismo tiempo que enseña las exigencias imprescindibles de la ley divina, anuncia la salvación y abre con los sacramentos los caminos de la gracia la cual hace del hombre una nueva criatura, capaz de corresponder en el amor y en la verdadera libertad al designio de su Creador y Salvador y de encontrar suave el yugo de Cristo” (HV, 25).
Para vivir plenamente la moral conyugal según la voluntad de Dios, se hacen necesarias tres condiciones fundamentales:
1º Tener “sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia” (HV, 21). Sin formación doctrinal, o lo que es igual, ignorando la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, es difícil que pueda esperarse una vida conyugal coherente con las obligaciones cristianas.
2º La disposición a la lucha contra uno mismo y la adquisición de las virtudes: “El dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre”, lo que exige “una ascética” que tiene sobre los cónyuges “un influjo beneficioso” (HV, 21). No se puede vivir la doctrina moral cristiana sobre el matrimonio si no hay “un clima favorable a la educación de la castidad” (HV, 22). Si se quisiera vivir aceptando los criterios del mundo sobre el sexo, la lujuria, la pornografía, el desenfreno, etc., no sólo no será posible vivir la castidad entre los cónyuges, sino tampoco la fidelidad matrimonial ni aun la pureza personal.
3º Vivir la vida de la gracia: “La doctrina de la Iglesia en materia de regulación de la natalidad... no sería posible actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres” (HV, 20). De ahí que el Papa insista: “Afronten los esposos los necesarios esfuerzos apoyados por la fe y por la esperanza, que no engaña...; invoquen con oración perseverante la ayuda divina; acudan, sobre todo a la fuente de la gracia y de la caridad en la Eucaristía. Y si el pecado los sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la Penitencia” (HV, 25). La vida sobrenatural, la oración y los sacramentos, son la savia que vitaliza tanto las personas individuales cuanto las sociedades que ellos fundan; regla a la que no escapa, sino que es su principal realización, el matrimonio y la familia.
Preguntas
¿Cuales son algunas razones por las que es difícil conocer la aceptación que ha tenido la enseñanza pontificia sobre la sexualidad conyugal y la natalidad?
¿Cuáles son algunas objeciones que ha escuchado el autor sobre los métodos naturales?
¿Cuáles 3 condiciones fundamentales se requieren para vivir la moral conyugal?
(6) Cónyuge viene del latín “coniux, coniugis”, del verbo “coniungere” (unir en matrimonio), derivado de “iugum” (el yugo, la herramienta de labranza que se coloca a la yunta de bueyes para que tire del arado). De ahí que el cónyuge es el que comparte el yugo, la labor y el esfuerzo.
(7)Son palabras del P. Anton Luli, confesor de la fe en Albania.