Autor y Asesor: Joaquín Caldevilla Bujalance
Fuente: Libro ¿Qué me falta todavía? Ser Cristiano en el siglo XXI
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http://bit.ly/W2SVdrhttp://amzn.to/16yWkcz8. Espero en Dios“Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca. Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, y cayó y fue tremenda su ruina” (Mateo 7, 24-27)
El ejemplo que utiliza aquí Jesús es muy nítido cuando lo aplicamos a una persona, a las dificultades que la fe le ayuda a superar a lo largo de su vida. Pero lo que quizá no resul- ta tan claro es que también se puede referir a la sociedad, a una entera civilización que ha sido y es azotada –especialmente en el último siglo– por fuertes tormentas y amenazas. Y es que desde hace unas pocas décadas se está produciendo un hecho nuevo: por primera vez en su historia, la humanidad es capaz de crear las condiciones para provocar su autodestrucción. Y esto, paradójicamente, como resultado del progreso científico y tecnológico: amena- za nuclear, armas bioquímicas, contaminación y degradación del medio ambiente, manipulación genética276. Por primera vez es posible provocar ruinas de una dimensión tan catas- trófica que puede hacer desaparecer a una gran parte de la civilización y poner en peligro incluso su propia supervivencia.
Cada vez es más evidente que el mundo en que vivimos no es algo de lo que podamos aprovecharnos de manera salvaje, egoísta, incontrolada. Esto antes era posible, porque se hacía a pequeña escala, había mucho y las herramientas eran muy limitadas, con lo que daba tiempo a que se renovasen las riquezas naturales. Y aunque la capacidad creativa del hom- bre se supera día a día, ahora ya no está tan claro que pueda ser siempre así. A esto se añade la gran cantidad de basura generada por una sociedad altamente derrochadora, y que no se sabe dónde colocarla (se habla incluso de “chatarra espacial”, satélites ya sin uso); lo cual hace pensar, aunque se intente reciclar todo lo posible, que quizá se consume la naturaleza más de lo necesario. Hasta se comercia con órganos humanos, “fabricando” fetos para disponer de órganos de repuesto o con la excusa de “avanzar” en la investigación y en la pre- vención médica; y –lo que es terrible– esto a no pocos les empieza a parecer normal y lógico.
Hace todavía pocos años hemos podido casi tocar el infierno en la tierra: “la prueba no nos la da tanto el espectáculo diario de la televisión, cuanto la mirada al siglo que hemos concluido y que nos ha dejado palabras como Auschwitz o Archipiélago Gulag, y nombres como Hitler, Stalin, Pol Pot”. “Pero el desprecio por el hombre que supone el cómo se usa y abusa del ser humano conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos”. “Estos infiernos fueron construidos para preparar un mundo futuro de hombres autosuficientes que no tenían necesidad alguna de Dios. Donde Dios no está, surge el infierno”, y se puede llegar a ese extremo “incluso a través de formas sutiles, que casi siempre afirman que lo que se busca es el bien de los hombres”. Ahora entendemos que “Nietzsche tenía razón al subrayar que cuando la noticia de la muerte de Dios fuera conocida por todo el mundo, cuando su luz se hubiera apagado definitivamente, ese momento tendría que ser terrorífico”277. Aquí hay ya una pista, que nos ayudará a comprender mejor después.
Al contemplar este panorama, el temor y el desánimo pueden cebarse también con quienes buscan edificar un mundo de paz y de amor, un mundo con un futuro animante e ilusionante. “Os impresiona la miseria y el hambre reinantes en amplias zonas de la tierra y las muchas injusticias. (...) Sabéis que muchos hombres, sobre todo jóvenes, están amenazados por el paro o no tienen ya trabajo. Muchos hombres de otros países sufren opresión es- piritual y no pueden confesar libremente su fe. Todo esto va creando aquí y allá la sensación de que la vida tiene poco futuro, poco sentido”. Cuando no se tienen asideros sólidos y per- manentes, la salida fácil es huir e intentar refugiarse en mundos ficticios: droga, alcohol, sexo, violencia, indiferencia, incluso llegando al suicidio. Pero, afortunadamente, esa situa- ción está cambiando: “como ha dicho alguien, la media noche es al mismo tiempo el comienzo del día. Las dificultades de nuestra época hacen renacer también en muchos hombres, especialmente entre los jóvenes, los sueños más audaces, las mejores fuerzas del espíritu, del corazón, de las manos. En todas partes hay hombres que han comenzado a preguntarse: ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué podemos hacer nosotros?”278.
Porque comenzamos a intuir que a la sombra de esas amenazas hay muchas veces es- tructuras de poder político y económico que se mantienen injustamente, y ocultas en ellas intereses, corrupciones y egoísmos personales o de grupos, ideológicos o empresariales, ya sea locales, nacionales o internacionales. O sea, pecados. Se comprende entonces que, para curar este mundo enfermo, será necesario arreglar sobre todo a las personas. “Lo que hay que cambiar es el corazón de los hombres. Sin duda, es necesario modificar ciertas estructuras que engendran la injusticia y la miseria; pero al mismo tiempo hay que cambiar el corazón de los hombres”279, pues de lo contrario esas estructuras injustas volverán a aparecer una y otra vez, ya que no son otra cosa que “pecados institucionalizados”, la acumulación de muchos pecados congelados, endurecidos, instalados en la sociedad.
Todo esto está muy bien, y muchos están de acuerdo en ello. Pero quedan algunas pre- guntas sin contestar en ese caldo, y que pocos se atreven a hacerse. “Con razón, pues, preguntáis: ¿Por qué un progreso tan grande de la humanidad –que no puede compararse con ninguna época anterior de la historia– en el campo de la ciencia y de la técnica; por qué el progreso en el dominio de la materia por parte del hombre se dirige en tantos aspectos contra el hombre?”280. ¿En qué nos hemos equivocado para llegar a esta situación? Si el desarrollo científico y económico puede ser, y es ya, una gran ayuda para la humanidad, ¿por qué se vuelve ahora contra nosotros? ¿Qué hemos hecho mal?
Una respuesta fácil sería decir que muchas personas han caído en un modo de vida egoísta y consumista, y que para mantener su nivel de bienestar deben eliminar otras cosas que parecen querer limitarlo: los demás, Dios. Esto es verdad. Hay en muchos corazones – aunque no es un problema de ahora– una preocupación casi insaciable por acumular rique- zas: los que tienen grandes casas, “como si no tuvieran nunca bastante, juntan casa con casa, y con inquieta ambición y curiosidad edifican, derriban, cambian los edificios que eran re- dondos en cuadrados y éstos en redondos”; nunca es bastante, nunca se llega al fin. Además, lo poco que cabe conseguir a costa de mucho trabajo se posee con gran temor, y con la certeza de que hemos de perderlo y la incertidumbre de no saber cuándo281.
Pero, sinceramente, reconocerás que eso no te acaba de convencer del todo. Tienes la secreta sensación de que debe haber alguna razón más profunda, cuando tantos caen en esas redes y muchas personas buenas consienten en ese modo de vida y no buscan cambiar las cosas. Una indicación te la puede dar lo poco que se habla ahora, incluso entre personas que se consideran creyentes, de la muerte y de la vida después de esta vida. Pero es claro que, “cuando nos llegue el momento, entonces pasaremos de la muerte a la inmortalidad, y no se puede empezar la vida eterna, hasta que no salgamos de ésta. No es ciertamente una salida,sino un paso y traslado a la eternidad, después de correr en esta carrera temporal”282.
El sabio egipcio
A mediados del siglo XX, un turista estadounidense fue a la ciudad de El Cairo (Egip- to), con el fin de visitar a un famoso sabio. Al llegar a su casa, el turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy sencillo, lleno de libros. Los únicos muebles eran una cama, una mesa y un pequeño banco. “¿Dónde están sus muebles?”, preguntó el turista. Y el sabio, rápidamente, le contestó: “¿y dónde están los suyos?”. “¿Los míos?”, se sorprendió el turista. “¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso...!”. “Yo también, yo también...”, respondió sonriendo el sabio.
Algunos viven como si fueran a quedarse aquí para siempre. Olvidan que “una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja” (proverbio italiano). Para un cristiano la muerte es nacer a otra vida, es el parto al final de la gestación, la salida del tallo a la superficie, el despertar después de un breve sueño: “Es hermosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos. (...) Rompiste mis cadenas”283. Tu vida es un tiempo que se te da para llegar a ser lo que Dios pensó para ti, pero libremente; y después de esta vida Él te dará lo que hayas buscado en ella: a Dios, o a ti. Pues, hayas o no elegido a Dios, “tú seguirás siendo tú. Seguirás siendo el mismo ser, pero sin este cuerpo, sin los consuelos y satisfacciones que ahora disfrutas. Serás tú misma, encerrada en ti misma. Dicen que la gente puesta largo tiempo en confinamiento solitario termina volviéndose loca. Al pasar a ese otro mundo, si cortas con lo que has sido aquí, si te quedas sólo con la compañía de ti misma, el peso será mayor y no menor que ahora”284.
Sería el aislamiento y la incomunicación total, la depresión máxima, la oscuridad definitiva; centrándote cada vez más en ti, en tus muchos deseos insatisfechos, como una estre- lla de neutrones que, habiendo consumido ya todo el gas que tenía cuando era una gran es- trella, se va empequeñeciendo y se va “comiendo a sí misma” (implota su núcleo, se derrumba “hacia dentro”), para acabar siendo un agujero negro que todo lo chupa para nada, egoístamente, incluida la luz. Eso debe ser el infierno: egoísmo, frustración, y aislamiento máximos, depresión total sin ningún consuelo. Pero eso también se puede aplicar a la humanidad en su conjunto: en un mundo sin Dios, sin un Padre común que dignifica a todas las personas en auténtica igualdad, cada hombre o mujer (sobre todo los no nacidos, los ancianos y enfermos) quedará en manos de la arbitrariedad y la manipulación de los poderes fácticos y de las “mayorías” sociales (¡qué fácil es crear estados de opinión, con ayuda de la TV, internet, radios, periódicos...!). Y ahora comenzamos a ver el efecto que eso tendría en nuestro mundo: lo convertiría en un infierno. Tenemos mucho que cambiar, y no hay tiempo que perder: están en juego cosas importantes.
“Construir la casa sobre roca” es basar la propia vida en principios meditados y con- vincentes, y buscar siempre una explicación a lo que hago: por qué lo hago. Nuestros auténticos valores no son las cosas que decimos que más nos importan, sino aquellas a las que dedicamos más tiempo durante la vida; mis valores se muestran en lo que elijo hacer. ¿Qué hago yo con mi tiempo? ¿Lo aprovecho como un don precioso que me ha sido concedido, o lo malgasto en superficialidades? Mis cimientos espirituales serán tan profundos como lo sean mis valores. Pero eso no basta: debo buscar una roca firme para anclarlos bien. Para que cuando lleguen la lluvia, las riadas, los vientos –que llegarán, antes o después–, no se pueda decir de mí: “cayó, y fue tremenda su ruina” (KAROL).
Quizá ya comienzas a verle las orejas al lobo. “Hoy pensamos que el acontecer del mundo se explica exclusivamente por medio de factores internos a él. Nadie se ocupa de él al margen de nosotros mismos, y por ello tampoco esperamos nada de nadie, al margen de nosotros mismos”285. Nos parece no necesitar un Dios gracias al dominio de la naturaleza que hemos alcanzado. Pero si el hombre no es algo más que un aglomerado de células, una combinación de mecanismos y sistemas muy organizados, no sería en el fondo más que una simple máquina, aunque muy perfecta. Entonces sería aceptable fabricar a las personas en un taller o laboratorio, repararlas todo lo que fuese necesario (sin preguntarles) para que rindan al máximo, y destruirlas cuando ya no son útiles, como se hace con los aparatos viejos. ¿Te acuerdas de la “serie 100” de Terminator 2? Algunos ya están pidiendo un “mercado de órganos”, para poderlos comprar los ricos, claro. ¿Has oído hablar de los experimentos “científicos” para mezclar humanos con animales, o hacer clones? Si hiciéramos esto entre animales, pronto nos saltarían encima un montón de ecologistas, con pancartas y megáfonos; en cambio, con un ser humano... ¿Qué mundo nos espera así?
Lo anterior plantea una pregunta difícil: entonces, ¿hemos de desentendernos de mejorar este mundo, y dedicarnos a esperar que llegue el final de los tiempos sin hacer nada mientras tanto? Quizá te sorprenda saber que ese mismo pensamiento ha existido, con dis- tintos matices, en algunas épocas de la historia del cristianismo. En el siglo I, en los inicios de la Iglesia, los cristianos comenzaron a ser perseguidos y muchos pensaron que el fin del mundo estaba cerca apoyándose en algunas palabras de Jesús. Después, con la caída de Roma, las invasiones bárbaras y la dominación del Islam, se perdió la ilusión por crear una so- ciedad sólida y duradera, y sólo unos pocos (en los monasterios) consideraron útil mantener la cultura y la investigación. Además, ya desde el siglo IV, cierta mentalidad –originada en los monjes del desierto– ha considerado hasta hace poco el mundo y sus afanes como un ambiente “peligroso” para un verdadero cristiano: lugar de corrupción, egoísmo, pasiones exaltadas...
Aunque se ha intentado rectificar ese equívoco, aún persiste en bastantes cabezas. De- bió pasar la Edad Media, y llegar el Renacimiento, para que el calvinismo protestante (siglo XVI) aportase una valoración más positiva del trabajo humano, como vector de progreso, aunque exaltó excesivamente el éxito profesional a toda costa. Después llegaron los grandes descubrimientos científicos modernos (siglos XVII y XVIII), y la Revolución industrial (si- glo XIX), que hizo posible que de esos inventos se beneficiasen muchos. Todo esto ha dado una visión más positiva del mundo y de la sociedad, pero desgraciadamente –aunque no inevitablemente– produjo una sensación de creciente poderío autosuficiente y de indepen- dencia en el hombre. Hubo algún intento de unir el trabajo y el progreso humano con la fe cristiana (San Francisco de Sales, siglo XVII). Pero ha sido en el siglo XX cuando se ha reconocido el trabajo humano como lugar y camino de santificación, como misión divina confiada al varón y a la mujer para mejorar el mundo, gracias en buena medida a las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer286.
Creemos que hay otra vida, que ésta no es la definitiva. Pero eso no significa que no debamos ayudar a Dios a ir haciendo realidad en lo posible sus ideas y deseos para el hombre y el mundo; aunque sólo se realizarán plenamente al final. Pues ese final no tiene por qué ser necesariamente una destrucción, y quizá Dios –que se ha empeñado en respetar nuestra libertad y nuestras decisiones hasta sus últimas consecuencias– aprovechará y per- feccionará de un modo misterioso lo que hayamos hecho nosotros. Al recordar las promesas que hizo Jesús en las bienaventuranzas nos podemos preguntar: “¿Es ésta solamente una promesa de futuro? (...) ¿se refieren sólo a la vida eterna, a un reino de los cielos situado más allá de la muerte? Sabemos bien, queridos jóvenes, que ese «reino de los cielos» es el «reino de Dios», y que «está cerca» (Mt 3, 2). Porque ha sido inaugurado con la muerte y resurrección de Cristo. Sí, está cerca, porque en buena parte depende de nosotros”.
Así es: “Somos nosotros, bautizados y confirmados en Cristo, los llamados a acercar ese reino, a hacerlo visible y actual en este mundo, como preparación a su establecimiento definitivo”. “Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del dolor y las dificultades no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hermano. Entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje”287. Entonces estáis construyendo el reino –ése que lleváis ya dentro de vosotros– a vuestro alrededor.
Por eso es importante aprovechar bien el tiempo, desde la juventud: perderlo sería cau- sa de gran daño para muchos. La esperanza en una vida eterna después de la muerte no es algo que nos frene o bloquee: mueve a la acción, resulta ser un estímulo ante las atrocidades de este mundo en peligro de autodestrucción. San Pablo llama a los que no creen en la resu- rrección de los muertos “hombres sin esperanza”288. Pero un mundo sin esperanza es un mundo triste, deprimente, sombrío; es un mundo congelado, muerto por adelantado. “Jóvenes, si vuestra fe es tan sólida que os hace encontrar a Cristo resucitado en lo concreto de la vida cotidiana, sabréis llevar a vuestros amigos un anuncio de esperanza, capaz de hacer que reviva incluso un corazón amenazado y sofocado por la desilusión, por el escepticismo, por la desesperación. Si tenéis fe, queridísimos jóvenes, sabréis convencer a quien esté a vuestro lado de que esperar no equivale a ceder a la ilusión de un sueño; sino que, por el contrario,
es el medio para transformar un sueño en realidad”289.
No cabe el pesimismo, pues “Dios no fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fra- casa siempre, deja actuar la libertad del hombre, y ésta dice continuamente «no». Pero la creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el «no» humano. A cada «no» humano se abre una nueva dimensión de su amor, y Él encuentra un camino nue- vo, mayor, para realizar su «sí» al hombre, a su historia y a la creación”. Todo empezó con “Adán, al cual no satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues quería ser él mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y se consideró un Dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta razón dijo «no» para llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese modo se arrojó él mismo desde su altura. Dios «fracasa» en Adán, como fracasa aparentemente a lo largo de toda la historia. Pero Dios no fracasa, pues- to que Él mismo se hace hombre y así da origen a una nueva humanidad”. “Ha vencido la soberbia con la humildad y con la obediencia de la cruz”290, aunque todavía no se manifies- ten todos los efectos de esa victoria. Ésa es la razón del optimismo cristiano.
Pero cuando un sarmiento se separa de la cepa, cuando un árbol pierde sus raíces, cuando un cachorro se separa de sus padres, se está preparando su propio fin. Y Dios podría permitir que desapareciera toda una civilización, por renunciar a sus raíces (cristianas), como desaparecieron otras culturas milenarias dejando sólo unas pocas ruinas y algunos ele- mentos artísticos. ¿Por qué no? “Si el Señor no edifica la casa, en vano se afanan los cons- tructores. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. En vano madru- gáis, y os vais tarde a descansar los que coméis el pan de vuestras fatigas; porque Él se lo da a sus amigos mientras duermen”291. “El Señor anula los planes de las naciones, vuelve vanos los proyectos de los pueblos. Pero el designio del Señor se mantiene eternamente, los proyectos de su corazón, de generación en generación”292. La historia no está atada a ningún proyecto sólo humano. “Las civilizaciones nacen, crecen y mueren. Pero como las olas del mar en el flujo de la marea van avanzando cada una un poco más allá en la arena de la pla- ya, de la misma manera la humanidad avanza por el camino de la historia”293.
Todas las culturas han surgido, han tenido su período de hegemonía, y luego se han paralizado o han sido arrolladas por otras. Sólo el cristianismo ha sido capaz de generar un tipo de sociedad que, utilizando los verdaderos avances –científicos, culturales– de distintas civilizaciones, y a pesar de sus errores, ha logrado sobrevivir a ellas y hacer que progrese la humanidad. Aprovechó gran parte de las ideas filosóficas de Grecia, del derecho de Roma, heredando la religiosidad y el amor a la tradición del antiguo Israel; sobrevivió a las inva- siones de los pueblos germánicos, y logró cristianizarlos y expandirse así por nuevas zonas de la tierra; consiguió resistir el fuerte embate dominador del Islam, intentando convivir con él durante varios siglos y asumiendo sus descubrimientos en ingeniería, medicina, filosofía, matemáticas; y ha sido capaz de incorporar las valiosas aportaciones del pensamiento filosó- fico moderno ilustrado sobre el hombre y la justa organización social. Pero esto fue posible gracias a su fundamento divino, a una fe que se fue extendiendo –como el alma en el cuerpo– a todos los ámbitos de la vida. Y sin su alma esa sociedad perdería también su fuerza vi- tal y asimiladora.
En pleno siglo XXI estamos viviendo una nueva versión de la parábola de los invita- dos a las bodas: “constatamos cómo los primeros invitados dicen «no». En efecto, la cris- tiandad occidental, o sea, los nuevos «primeros invitados» en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías, los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías. Vemos las diversas formas en que se presenta este «no, tengo cosas más importantes que hacer» (...) ¿por qué sucede precisamente esto? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su existencia interior”. El resultado ya lo conoces: el rey acabó con aquellos invitados, que le habían despreciado y matado a los criados que les había enviado. Y mandó a buscar nuevos invitados entre los que podrían parecer menos aptos: pobres, ciegos, cojos...294
San Gregorio Magno (siglo VI), que vivió en una época en parte semejante a la nuestra
–la caída final de Roma–, ya se planteó este problema: “¿Cómo es posible que un hombre diga «no» a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su existencia?”. La respuesta que daba es: “en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a «gustar» a Dios; nunca han experimentado qué de- licioso es ser «tocados» por Dios. Les falta este «contacto» y, por tanto, el «gusto de Dios»”. Esas personas necesitan saborear de nuevo a Dios. Pero, “¿cómo es posible que el hombre no quiera ni tan siquiera «probar» el gusto de Dios?”. Es que “cuando el hombre es- tá completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible”295.
Entonces, ante un corazón tan atrofiado y endurecido, a veces Dios sólo encuentra un camino para lograr entrar de nuevo en él: permitir que se hunda y se arruine lo que el hom- bre ha construido, para así destruir su orgullo y su soberbia. ¿Recuerdas la torre de Babel296? Es lo que también le sucedió a Pedro cuando negó a Jesús por tres veces: él pasó “de la con- fianza en sí mismo a la confianza en Dios, de la presunción a la esperanza. Se puede decir que, con motivo de su negación, Pedro ha perdido cuantas virtudes creía poseer: su fervor, su fidelidad al Maestro, su valor, etc. En pocos segundos, todo ha estallado en pedazos. Por el contrario, Pedro ha comenzado a practicar, por primera vez en su vida, otra virtud que an- tes no conocía: la virtud de la esperanza. Mientras contamos con nosotros mismos y con nuestras propias fuerzas, mientras no somos radicalmente pobres, no podemos ejercitar la virtud de la esperanza. Porque esta virtud es la que practica quien se sabe infinitamente dé- bil y frágil; quien no se apoya solamente en sí mismo, sino que cuenta confiadamente con Dios; quien lo espera todo de Él, y únicamente de Él, con inmensa confianza”297, aunque sin renunciar a usar la cabeza y las manos que también Dios le ha dado.
En una obra de teatro del escritor francés Gabriel Marcel298, titulada precisamente Le monde cassé (“El mundo estropeado”), se leen unas palabras muy significativas de Christiane Chesnay a su amigo Denise: “¿No tienes algunas veces la impresión de que vivimos..., si a esto se le puede llamar vivir..., en un mundo estropeado? Sí, cascado, como un reloj estropeado. La cuerda ya no funciona.
Aparentemente, nada ha cambiado. Todo sigue en su sitio. Pero si acercamos el reloj al oído..., no se oye nada. El mundo, eso que llamamos el mundo, el mundo de los hombres..., en otro tiempo debía de tener un corazón. Pero se diría que ese corazón ha dejado de latir”. Pues ¿qué ves cuando miras al mundo que te rodea? ¿No notas que se va afianzando en muchos sitios un “totalitarismo planetario”299, una cultura anticris- tiana y antihumana que tiende a globalizarse, que va dominando cada vez más la vida pública exigiendo una adhesión incondicional, fomentando una “fe estatal” y un nuevo ordena- miento mundial, así como una especie de religión natural “global”, alimentados por una in- tensa propaganda300? ¿No aprecias una cierta “dictadura” o absolutismo mundial, un “imperio” o civilización global basados en una ideología materialista, que se va imponiendo de manera sibilina y no violenta, por lo menos al principio301?
El mundo actual se parece a una persona que hubiese andado un largo camino para lle- gar hasta un gran castillo lleno de tesoros, y al llegar a él se encontrase que el puente levadi- zo que permite atravesar el foso está levantado: de repente ha perdido la esperanza y la ilu- sión por el castillo, aunque sigue oyendo hablar con poco interés de todo lo que se esconde en él. Pero esta situación no es irreversible, puede cambiar, en más o menos tiempo – depende también de cómo vivan su fe los cristianos–, como han creído las personas auténti- camente religiosas desde tiempos remotos: “Bendito el hombre que confía en el Señor, y el Señor es su confianza. Será como árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces a lo húmedo, y no teme que llegue el calor, y sus hojas permanecerán lozanas, no se inquietará en año de sequía, ni dejará de dar frutos”302. La experiencia que ya vas teniendo en la vida te lo va confirmando: “Todos los ríos van a dar al mar, pero el mar no se llena”303, nada de este mundo es capaz de llenarte, de darte la felicidad completa que buscas.
Por eso, en ciertas ocasiones parece que el único modo de volver a poner nuestra espe- ranza en Dios es perder toda esperanza humana concreta, toda confianza en lo que podemos hacer por nosotros mismos. Ésa es la esperanza genuina, que nos lleva, usando palabras de san Pablo, a esperar “contra toda esperanza”, como Abraham esperó, siendo ya de edad avanzada, que sería padre de un pueblo numeroso304. Pues “si tenemos puesta la esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres”305. Es claro que “en la medida en que condiciono mi esperanza, me pongo a mí mismo un límite en el proceso mediante el cual puedo triunfar sobre todas las decepciones sucesivas”; decepciones y fracasos que no son posibles cuando hablamos de una “esperanza absoluta, inseparable de una fe también absoluta y que trasciende toda condicionalidad, y con ello, obviamente, cualquier representación” concreta. La verdadera esperanza está más allá de cualquier obje- tivo o proyecto humano: es, en último término, una apertura total al don de Dios, a Dios. Si es distinto creer que (creer algo) y creer en (alguien), también lo es esperar que (esperar al- go) y esperar en (alguien)306.
Más aún: “una conclusión que se deduce irresistiblemente de la experiencia espiritual de la humanidad es que el mayor obstáculo que de hecho se opone al desarrollo de la fe no es la desgracia, sino la satisfacción”; pues “un ser satisfecho, un ser que se declara a sí mis- mo que tiene todo lo que necesita, está ya en vías de descomposición. Es bien frecuentemen- te de la satisfacción de donde nace ese tædium vitæ [aburrimiento vital], ese disgusto secreto que cada uno de nosotros ha podido probar en ciertos momentos y que es una de las formas de corrupción espiritual más sutiles que existen”. La esperanza más radical se funda en el reconocimiento de una impotencia absoluta, en una aparente ineficacia total de las capaci- dades del hombre. En nuestro mundo vivimos a diario una paradoja: de un lado, el ser hu- mano no ha dejado de creer (confiar) en la técnica, es decir, de considerar toda la realidad como una máquina compleja, como un conjunto de problemas a resolver; de otro, esta técni- ca se revela incapaz de salvarle de él mismo, convirtiéndole en un ser “abandonado a la técnica”, y “cada vez menos capaz de dominarla o incluso de dominar su propio dominio”307 sobre ella.
Hace ya siglos, se comenzó a distinguir entre los dos verbos latinos sperare y exspectare. En el primero, obtener lo esperado depende de las propias fuerzas y capacidades; en el segundo, equivalente a “esperar de otro”, lo que se quiere alcanzar depende de una ayuda externa, y por ello crea ciertas “expectativas”, “expectación”308. Entonces se puede decir que “la única esperanza auténtica es aquélla que se dirige a lo que no depende de nosotros, aquélla cuyo resorte es la humildad, no el orgullo”. Ella exige un don exterior al propio sujeto, pues, aunque la esperanza depende y no depende de mí, en su raíz más profunda hay algo que me es ofrecido, es un don, algo que no puedo ni podré nunca alcanzar por mí mismo: la vida eterna, la felicidad eterna, Dios. Por eso, un mundo en el que faltase la muerte – la experiencia de un final personal “irremediable”, que nadie puede “solucionar” o “resol- ver”– sería un mundo en el que la esperanza sólo podría existir en estado embrionario309.
“A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de la vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente, y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas espe- ranzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo”310. No obstante, parece haber personas capaces de vivir durante muchos años como si Dios no existiese, sin esperar nada de Él. ¿Cómo se explica esto? Una pista: Dios ama tanto a cada persona, y su libertad, que no quiere imponerse “por la fuerza”. Y así permite que haya algunas esperan- zas y logros humanos, y algunos placeres, que llenen y alegren lo suficiente para que la vida sin Dios no resulte continuamente insoportable311, y para que si uno quiere pueda vivir durante cierto tiempo (incluso años) sin contar con Él. Y si la persona se enquista en esas cosas, se acaba sumergiendo en un deseo de autosuficiencia que le hace insensible a las llama- das de la trascendencia y del misterio; se va haciendo impermeable a las llamadas de Dios, aunque nunca del todo.
A veces sorprende que cristianos que dicen creer en la resurrección tiemblen desmesu- radamente ante la muerte. Quizá ven la vida futura como una simple supervivencia, no co- mo una elevación y plenitud de esta vida, debido a su excesivo apego a las cosas materiales. Como los faraones de Egipto, que llenaban las pirámides de objetos y comida, les da miedo perder todo lo que han acumulado aquí y no saber qué “tendrán” después. Se parecen a quien se resistiese a subir una montaña por temor a no “encontrar” nada arriba, sin valorar el espectáculo y la belleza que podrá contemplar; o como la semilla que tuviese miedo de romperse por no saber si volverá a ser lo que es ahora, olvidando que está llamada a convertirse en algo mucho mejor: un árbol lleno de frutos312. Es verdad que “nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan”313.
Muchas veces son necesarias la humillación y la experiencia de la propia ineficacia pa- ra poder subir hacia Dios y permanecer cerca de Él, una especie de falta de seguridad en uno mismo, de pobreza vital, que lleva a la persona a apoyarse en Dios; pues “la fuerza se perfecciona en la flaqueza”, y “cuando soy débil, entonces soy fuerte”314, con la fortaleza de Dios. ¿Habría reaccionado Pedro de igual modo ante las palabras de Jesús –“echad la red a la derecha”315, “guía mar adentro y echad las redes”316– si la pesca le hubiese ido bien la no- che anterior? En ocasiones Dios “necesita” nuestro pequeño o gran fracaso para que comprendamos que todo, a fin de cuentas, se lo debemos a Él, y confiemos sobre todo en Él, y no principalmente en nuestras fuerzas o capacidades. Así también nos ayuda quitándonos presión, evitando que suframos por unos agobios y responsabilidades que nos acabarían destruyendo. “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes de que lleguen los días malos y se acerquen los años en que digas: «No me gustan»; antes de que se apaguen el sol y la luz, la luna y las estrellas”317. Y Dios nos asegura que todo acabará bien:
Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, que Él actuará
y hará despuntar tu justicia como la aurora, y tu derecho como luz del mediodía. Descansa en el Señor y espera en Él.
No te irrites por el que prospera en su camino,
por el hombre que trama insidias. Desiste de la ira y depón el enojo, No te irrites no sea que obres mal;
pues los malhechores serán aniquilados, pero los que esperan en el Señor heredarán la tierra.318
A fin de cuentas, la esperanza más profunda, lo último que se pierde en el corazón de un verdadero creyente, se refiere al encuentro definitivo con Dios más allá de la muerte, lo único que puede saciar la infinita capacidad del espíritu humano: “Os lo ruego, amemos jun- tos, corramos juntos el camino de nuestra fe; deseemos la patria celestial, suspiremos por ella, sintámonos peregrinos en este mundo. (...) Entonces llegarás a la fuente con cuya agua has sido rociado; entonces verás al descubierto la luz cuyos rayos, por caminos oblicuos y sinuosos, fueron enviados a las tinieblas de tu corazón, y para verla y soportarla eres entre- tanto purificado. Queridos –dice el mismo Juan–, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”319.
Y con esto hemos tocado fondo. Puede que te sientas como quien viaja por primera vez en barco: algo mareado/a. Quizá todas estas ideas te hayan desconcertado un poco, al ponerte delante de los ojos cosas que no habías sospechado ni pensado antes, y estás con mal cuerpo. Es buena señal: han entrado muy dentro, te han dejado huella. Pero si has lo- grado “amueblar” bien tu mente con ellas, verás que ahora te resultará más fácil hermanar en tu corazón dos sentimientos aparentemente opuestos. De una parte, la humildad para aceptar que no es posible construir una vida verdaderamente humana y una sociedad durade- ra sólo con la ciencia-técnica y el poder-dinero, sin contar con Dios y su ayuda. De otra, el deseo de aprovechar bien el tiempo, tu vida, para contribuir con todas tus fuerzas a acelerar y catalizar en lo posible la llegada de una civilización realmente digna del ser humano, de un mundo a la altura de unos hombres y mujeres que reflejan en sí mismos la imagen de Dios.
Sí, es posible compatibilizarlos. Pues aunque la fe, la esperanza y el amor son realida- des divinas, que nos superan, a la vez hacen pie en deseos humanos profundos y responden a ellos: confianza, seguridad, entrega. Si de verdad lo has conseguido encajar todo, ya no tendrás miedo ante la idea de una vida después de esta vida: “Mi alma tiene sed del Dios vivo; ¿cuándo llegaré a aparecer ante el rostro de Dios?”320. Y vibrará con fuerza tu corazón, y hasta te entrarán ganas de cantar:
He muerto y he resucitado.
Con mis cenizas un árbol he plantado:
su fruto ha dado
y desde hoy algo ha empezado.
He roto todos mis poemas, los de tristezas y de penas, y lo he pensado
y hoy sin dudar vuelvo a tu lado.
Ya no persigo sueños rotos,
los he cosido con el hilo de tus ojos, y te he cantado
al son de acordes aún no inventados.
Ayúdame y te habré ayudado, que hoy he soñado
en otra vida,
en otro mundo, pero a tu lado.321
Notas
276 Cfr. E. SGRECCIA, Manual de Bioética, Diana, México 1996, págs. 16-17 y 649-650.
277 Artículo del Cardenal J. RATZINGER publicado en castellano por el diario La Razón (23.IV.2001).
278 Beato JUAN PABLO II, A los jóvenes en el estadio de Viena (Austria), 10.IX.1983.
279 Beato JUAN PABLO II, Discurso a los jóvenes en el estadio de hielo de Friburgo (Suiza), 13.VI.1984.
280 Beato JUAN PABLO II, Carta a los jóvenes y a las jóvenes del mundo, 31.III.1985, n. 15.
281 Cfr. S. BERNARDO, Tratado del amor a Dios, VII. Ya había “ansiedades urbanísticas” en el siglo XI...
282 S. CIPRIANO, Sobre la mortalidad, 22.
283 Salmos 116, 15-16.
284 Así lo expresaba el Cardenal NEWMAN en su novela Calixta, Encuentro, Madrid 1998, pág. 197.
285 Cfr. J. RATZINGER, Conferencia en la Academia Cristiana (Praga), 30.III.1992.
286 En un artículo publicado en Il Gazzettino di Venezia el 25.VII.1978, un mes antes de ser elegido papa con el nombre de JUAN PABLO I, el Cardenal Albino LUCIANI decía: “en medio de la calle, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos a poco que realicemos el propio deber con competencia, por amor de Dios, y alegremente, de manera que el trabajo cotidiano se convierta no en una «tragedia cotidiana», sino en la «sonrisa cotidiana». Cosas parecidas había enseñado más de trescientos años atrás San Francisco de Sales. (...) Escrivá de Balaguer supera en muchos aspectos a Fran- cisco de Sales. Éste también propugna la santidad para todos, pero (...) Escrivá es más radical: habla directamente de
«materializar» –en buen sentido– la santificación. Para él, es el mismo trabajo material lo que debe transformarse en oración y santidad”.
287 Cfr. Beato JUAN PABLO II, A los jóvenes de Madrid, 3.XI.1982.
288 Cfr. 1 Tesalonicenses 4, 13.
289 Beato JUAN PABLO II, Al Movimiento de estudiantes de Acción Católica Italiana (Roma), 25.II.1984.
286 En un artículo publicado en Il Gazzettino di Venezia el 25.VII.1978, un mes antes de ser elegido papa con el nombre de JUAN PABLO I, el Cardenal Albino LUCIANI decía: “en medio de la calle, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos a poco que realicemos el propio deber con competencia, por amor de Dios, y alegremente, de manera que el tra- bajo cotidiano se convierta no en una «tragedia cotidiana», sino en la «sonrisa cotidiana». Cosas parecidas había ense- ñado más de trescientos años atrás San Francisco de Sales. (...) Escrivá de Balaguer supera en muchos aspectos a Fran- cisco de Sales. Éste también propugna la santidad para todos, pero (...) Escrivá es más radical: habla directamente de
«materializar» –en buen sentido– la santificación. Para él, es el mismo trabajo material lo que debe transformarse en oración y santidad”.
287 Cfr. Beato JUAN PABLO II, A los jóvenes de Madrid, 3.XI.1982.
288 Cfr. 1 Tesalonicenses 4, 13.
289 Beato JUAN PABLO II, Al Movimiento de estudiantes de Acción Católica Italiana (Roma), 25.II.1984.
290 Cfr. BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa concelebrada con los Obispos de Suiza (Ciudad del Vaticano),
7.XI.2006.
291 Salmos 127, 1-2.
292 Salmos 33, 10-11.
293 PABLO VI, Encíclica Populorum progressio (“El progreso de los pueblos”), 26.III.1967, n. 17.
294 Puedes leer la parábola completa en Mateo 22, 1-14, y Lucas 14, 16-24.
295 Cfr. BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa concelebrada con los Obispos de Suiza (Ciudad del Vaticano),
7.XI.2006.
296 Cfr. Génesis 11, 4-9.
297 Cfr. J. PHILIPPE, La libertad interior, 4ª ed., Rialp, Madrid 2004, pág. 116.
298 Gabriel MARCEL (1889-1973), filósofo y dramaturgo, que nació y vivió en París, se convirtió al catolicismo a la edad de 40 años, tras una larga búsqueda de Dios.
299 Cfr. G. MARCEL, Foi et Réalité (“Fe y realidad”, segunda parte de “El misterio del ser”), Aubier-Montaigne, París
1967, pág. 195.
300 Cfr. M. SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. VII, Rialp, Madrid 1961, págs. 174-192.
301 Cfr. J. PIEPER, La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Rialp, Madrid 1980, págs. 165-174.
302 Jeremías 17, 7-8.
303 Eclesiastés 1, 7.
304 Cfr. Romanos 4, 18-19.
305 1 Corintios 15, 19.
306 Cfr. G. MARCEL, Homo Viator (“El hombre en camino”), págs. 39-44, 53-63 y 70-81; Foi et Réalité, págs. 95 y
188-189.
307 Cfr. G. MARCEL, Être et Avoir (“Ser y tener”), Montaigne, París 1935, págs. 111 y 317; y Position et Approches concrètes du Mystère Ontologique (“Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico”, apéndice a Le monde cassé), Desclée de Brouwer, París 1933, pág. 282.
308 Cfr. Sto. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, cuestión 40, art. 2 ad 1; también Cuestión disputada sobre la
Esperanza, art. 1.
309 Cfr. G. MARCEL, Position et Approches..., pág. 283; Homo Viator, págs. 83-84; Être et Avoir, pág. 135.
310 BENEDICTO XVI, Encíclica Spe salvi (“Salvados por la esperanza”), 30.XI.2007, n. 30.
311 Cfr. S. AGUSTÍN, La ciudad de Dios, 22, 24, 5.
312 Cfr. G. THIBON, Una mirada ciega hacia la luz, Belacqua, Barcelona 2005, págs. 32 y 74-75.
313 BENEDICTO XVI, Encíclica Spe salvi (“Salvados por la esperanza”), 30.XI.2007, n. 31.
314 Cfr. 2 Corintios 12, 9-10.
315 Cfr. Juan 21, 6.
316 Cfr. Lucas 5, 4-5.
317 Eclesiastés 12, 1-2.
318 Salmos 37, 5-9.
319 S. AGUSTÍN, Sobre el Evangelio de Juan, 35, 8-9.
320 Salmos 42, 3.
321 LOS SECRETOS, Pero a tu lado (letra de Enrique Urquijo).
Tema 8: ESPERO EN DIOSCuestiones para la reflexión para comentar en los foros del curso1) ¿Asegura el desarrollo material o tecnológico, por sí solo, el progreso también humano? ¿Qué significa que “el verdadero desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico, para ser autentico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre” (Pablo VI, Enc. Populorum progressio)?
2) ¿Es incompatible tener “esperanzas humanas”, deseos de bienes materiales y logros humanos, con esperar en Dios? ¿Por qué?
3) ¿Bajo qué supuestos el pensamiento en la vida eterna después de la muerte paraliza y anula el deseo de mejorar este mundo? ¿Son correctos esos supuestos? ¿Por qué?
4) Comentarios o sugerencias a esta lección del curso?
Sugerencia práctica para vivir esta semana- Al perder algo de lo que acompaña tu vida (el trabajo, la salud, un familiar, unos bienes materiales), eleva tu corazón a Dios diciendo, como Job: “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó… ¡bendito sea el nombre del Señor!”.
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