por Carlos64 » Sab Nov 30, 2013 9:07 pm
Pregunta: "Explica la diferencia entre la comprensión maniquea de la sexualidad y el Ethos cristiano… saca las consecuencias de cada uno."
Desde la perspectiva maniquea, la sexualidad y todo lo que le atañe (el cuerpo, la diferenciación entre el varón y la mujer, al acto carnal en sí, la atracción entre ambos, la masculinidad y la feminidad como arquetipos de humanidad, la convivencia conyugal) es pecaminoso, perverso de forma intrínseca, opuesto al espíritu y, por ende, debe ser condenado. A lo sumo, tolerado como un mal necesario en vista de la necesidad de que el ser humano se reproduzca. Desde un maniqueísmo extremo, toda manifestación sexuada de la humanidad debería evitarse y la única opción vital para alcanzar un estado de santidad sería la abstención absoluta; pero no una abstención positiva, como don al servicio de Dios y de la humanidad (como es el caso de los sacerdotes y religiosos de la Iglesia), sino una abstención basada negativamente en un repudio acérrimo de la sexualidad.
Esta comprensión maniquea de la sexualidad humana es extraña y contraria al Ethos de Cristo. De las palabras pronunciadas por el Señor durante el Sermón del Monte, lo que se desprende en última instancia es que el cuerpo y el sexo no han de ser condenados sino rescatados, liberados, devueltos a su dignidad esencial, dignidad que se desprende del sentido original que les dio Dios antes de la caída de la humanidad en el pecado. Se trata, para Cristo, de que el cuerpo sea redimido (liberado) de la concupiscencia que le domina y limita, y pueda así recuperar su significado esponsalicio, de manera que el cuerpo se constituya en manifestación del espíritu a través del don de sí que fundamenta la comunión a la que están llamados el varón y la mujer. Y así, colocar de nuevo a la masculinidad y a la feminidad como arquetipos de humanidad según el designio divino, expresos en la historicidad concreta de cada quien y de sus opciones éticas.
Si nos dejáramos guiar por una concepción maniquea en torno a nuestros cuerpos y nuestra sexualidad, la vida sería, a mi juicio, terriblemente deprimente. Una vida lastrada por una culpa irresoluble, en vista de que en nosotros al anti-ideal de una realidad antropológica asexuada es imposible como realidad cotidiana, toda vez que hemos sido constituidos por Dios como seres sexuados y no podemos traicionar dicha verdad ontológica en aras de imperativos maniqueos que la única opción que nos brindarían sería la culpabilización sistemática de lo que somos. Una vida además despojada del amor en sus manifestaciones más fundamentales, dada la conexión orgánica innegable entre la vivencia del amor conyugal y la mayoría, si no todas, las demás formas de manifestación del amor en el ámbito de la familia y de la comunidad --de hecho, se considera que el amor conyugal es la base de la familia y ésta, a su vez, es base de la sociedad--. Una vida, en definitiva, opuesta al designio auténtico de Dios en nombre de un puritanismo exacerbado, enfermo en su concepción más básica, dado que como tal vehicularía una ética, mejor decir una pseudo-ética, antagónica a la comunión, al don de sí, a la entrega mutua cuya expresión en el amor conyugal adquiere una dimensión sacramental, dada por la gracia misma de Dios.
El Ethos de Cristo nos abre una perspectiva infinitamente distinta. Llamados al amor desde nuestra corporeidad y nuestra espiritualidad a la vez, hemos de valorar nuestro cuerpo y nuestra sexualidad como dones excelentes de Dios que nos permiten vivir el don de sí de forma concreta en nuestra historicidad y, con ello, corresponder al designio original de nuestro Creador, que nos llamó a ser una sola carne a través de la unión sacramental entre el varón y la mujer. Así, se desprende que hemos de aprender a valorar nuestra realidad sexuada según la ética del Evangelio, para la cual la condición primordial es la pureza del corazón. Hemos de aprender a ejercer autodominio sobre nuestro cuerpo desde nuestra más íntima y profundad interioridad, en la que habita la imagen y semejanza de Dios, no con el fin de negar nuestra sexualidad sino con el fin de vivirla como medio de comunión, como expresión de nuestro espíritu, como don de amor, renunciando para ello a la concupiscencia y a sus distorsiones, siempre amenazantes, del verdadero significado del cuerpo y del sexo. Cristo nos llama encarecidamente a recuperar en nosotros el sentido de una sexualidad que no se sirve a sí misma sino que sirve a la comunión, que es pura en sus intenciones porque obedece a un corazón puro, que parte también de un reconocimiento total de la dignidad de la pareja, de la mujer en mi caso, de mi mujer, como subjetividad íntegra, querida por Dios, cuyo cuerpo no es un objeto sino un sujeto, parte esencial de ella misma, expresión de su espíritu que es feminidad singular, amada ante Dios y por Dios.
Pregunta: "¿Qué quiere decir el Papa cuando habla de las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña como una apelación y una acusación?"
Según la reflexión del Beato Juan Pablo II en torno a las palabras de Cristo en el Sermón del Monte, se da una acusación dirigida al hombre concupiscente (hombre de la concupiscencia) que constituye el resultado del pecado que habita el corazón humano y que desde su propia dinámica, ajena y contraria al designio divino en nosotros, limita y distorsiona el sentido real de lo que somos, incluyendo nuestra realidad corporal sexuada. Esto implica que la acusación de Cristo no es una condena al cuerpo ni al sexo, sino a la concupiscencia que limita (mediante la reducción intencional) su sentido. Ahora bien, y esto es crucial para entender el Ethos del Evangelio, la acusación de Cristo a la concupiscencia que nos habita no se detiene en sí misma si no que eclosiona en una apelación: el Señor Jesús señala al mal que habita en el corazón del hombre (lo acusa) para de forma inmediata y consecuente llamarnos a superar ese mal. Señala al mal que habita en el corazón humano con el fin de pedirle a este mismo corazón que lo venza, esto es, que se separe de este mal y vuelva a ser lo que era en un principio. La acusación de Cristo sobre el mal del hombre lleva consigo la apelación al hombre para que, desde su más profundo interior, renuncie a ese mal.
Aplicando este Ethos a la relación entre el varón y la mujer, se apela a que el varón descubra el valor auténtico del objeto de su mirada (deseo), siendo que esta mirada, concupiscente, ha significado una desvalorización. El hombre es llamado a descubrir el auténtico valor y la dignidad de la mujer, superando así la dinámica de la reducción intencional que subyace a la cosificación del otro. Sólo a través de este descubrimiento puede superarse la confrontación (posesión, dominio, utilitarismo) que impide la comunión verdadera entre el varón y la mujer.
Discípulo de Cristo por amor del Padre y unción del Espíritu. Miembro de la Iglesia por gracia divina. Amar a Jesús es mi mayor alegría.
Dios te salve, María, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra.