por enrique4 » Mar Nov 26, 2013 3:07 pm
Siguiendo con el libro de S.S. Emérito Benedicto XVI, "JESÚS DE NAZARET" (Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección), me parece importante conocer el proceso de Jesús y las etapas anteriores en el camino hacia la condena a muerte, previas a la Vía Dolorosa.
Del capítulo 7 del libro citado:
7. EL PROCESO DE JESÚS
Según la narración de los cuatro Evangelios, la oración nocturna de Jesús terminó cuando llegó
el grupo armado dependiente de las autoridades del templo, guiado por Judas, y prendió a
Jesús, sin encausar a los discípulos.
¿Cómo se llegó a este arresto, obviamente ordenado por las autoridades del templo, y en
último término por el sumo sacerdote Caifás? ¿Cómo se llegó a la entrega de Jesús al tribunal
del gobernador romano Pilato y a la condena a muerte en la cruz?
Los Evangelios nos permiten distinguir tres etapas en el camino hacia la sentencia jurídica de
condena a muerte: una reunión del Consejo en la casa de Caifás, el interrogatorio ante el
Sanedrín y, finalmente, el proceso ante Pilato.
1. DEBATE PREVIO EN EL SANEDRÍN
En un primer momento la aparición de Jesús y del movimiento que se estaba formando en
torno a Él había despertado obviamente escaso interés en las autoridades del templo; todo
parecía indicar que se trataba más bien de un episodio provinciano, uno de esos movimientos
que de vez en cuando surgían en Galilea y que no merecían una especial atención. La situación
cambió con el «Domingo de Ramos»: el homenaje mesiánico a Jesús durante su entrada en
Jerusalén; la purificación del templo con las palabras que interpretaban este gesto, que
parecían anunciar el fin del templo como tal y un cambio radical del culto contrario a las
prescripciones de Moisés; las intervenciones de Jesús en el templo, en las que se podía percibir
una reivindicación de plena autoridad que podría dar a la esperanza mesiánica de Israel una
forma nueva que amenazaba su monoteísmo; los milagros que hacía Jesús en público y la
creciente afluencia del pueblo hacia él, eran hechos que ya no se podían ignorar.
Durante los días en torno a la Pascua, en los quela ciudad estaba abarrotada de peregrinos y
las esperanzas mesiánicas se podían transformar fácilmente en una mezcla explosiva de
carácter político, la autoridad del templo debía tener en cuenta sus propias responsabilidades
y, antes de nada, aclarar cómo se debía valorar el conjunto de la situación y de qué modo se
debería reaccionar. Sólo Juan habla con más detalle de una reunión del Sanedrín para dilucidar
el asunto en un intercambio de ideas y deliberar sobre el «caso» Jesús (cf. 11,47-53). Seha de
notar, por lo demás, que Juan sitúa esta reunión antes del «Domingo de Ramos», y considera
que el motivo inmediato fue el movimiento popular surgido después de la resurrección de
Lázaro. Sin una deliberación precedente como ésta, resulta impensable el arresto de Jesús la
noche de Getsemaní. Evidentemente, Juan ha conservado aquí un recuerdo histórico del que,
de manera más breve, hablan también los Sinópticos (Mc 14,1 par.).
Según Juan, se reunieron conjuntamente los jefes de los sacerdotes y los fariseos, los dos
grupos dominantes en el judaísmo en tiempos de Jesús, aunque hubiera discrepancias entre
ellos sobre muchos puntos. Su preocupación común era: «Vendrán los romanos y nos
destruirán "el lugar" (es decir, el templo, el lugar sagrado de la veneración de Dios) y la
nación» (11,48). Uno estaría tentado de decir que el motivo para proceder contra Jesús era
una preocupación política, en la cual concordaban tanto la aristocracia sacerdotal como los
fariseos, aunque por razones diferentes; pero con este modo de considerar la figura y la obra
de Jesús desde una óptica política, se ignoraría precisamente lo que era esencial y nuevo en Él.
En efecto, Jesús ha creado con su anuncio una separación entre la dimensión religiosa y la
política, una separación que ha cambiado el mundo y pertenece realmente a la esencia de su
nuevo camino.
Con todo, hay que ser cautelosos a la hora de condenar a la ligera la perspectiva «puramente
política» propia de los adversarios de Jesús. En efecto, en el ordenamiento hasta entonces
vigente, las dos dimensiones —la política y la religiosa— eran de hecho absolutamente
inseparables una de otra. No existía ni «sólo» lo político ni «sólo» lo religioso. El templo, la
Ciudad Santa y la Tierra Santa, con su pueblo, no eran realidades puramente políticas, pero
tampoco eran meramente religiosas. Cuando se trataba del templo, del pueblo y de la Tierra,
estaba en juego el fundamento religioso de la política y sus consecuencias religiosas. Defender
«el lugar» y «la nación» era en última instancia una cuestión religiosa, porque estaba de por
medio la casa de Dios y el pueblo de Dios.
Se debe distinguir sin embargo entre esta motivación, religiosa y política a la vez, fundamental
para los responsables de Israel, y el interés específico de la dinastía de Anás y Caifás por el
poder; un interés que, de hecho, condujo después a la catástrofe del año 70, provocando así
precisamente aquello que, según su verdadero cometido, ellos habrían debido evitar. En este
sentido, en la decisión de dar muerte a Jesús se produce una extraña superposición de dos
aspectos: por un lado, la legítima preocupación de proteger el templo y el pueblo y, por otro,
el desmedido afán egoísta de poder por parte del grupo dominante.
Es una superposición que se corresponde con lo que encontramos en la purificación del
templo. Como vimos, Jesús combate allí, por un lado, contra el abuso egoísta en el ambiente
sacro, pero el gesto profético, y la interpretación que ofrece con sus palabras, va mucho más al
fondo: el antiguo culto del templo de piedra se ha acabado. Ha llegado el momento de adorar
a Dios «en espíritu y en verdad». El templo de piedra debe ser derribado para que sea
sustituido por la novedad, la Nueva Alianza, con su modo nuevo de adorar a Dios. Pero eso
significa al mismo tiempo que Jesús mismo debe pasar por la crucifixión para convertirse,
como el Resucitado, en el nuevo templo.
Volvamos ahora otra vez a la cuestión sobre la vinculación y desvinculación entre religión y
política. Hemos dicho que Jesús, en su anuncio y en toda su obra, había inaugurado un reino
no político del Mesías y comenzado a deslindar los dos ámbitos hasta ahora inseparables. Pero
esta separación entre política y fe, entre pueblo de Dios y política, que forma parte esencial de
su mensaje, sólo era posible en última instancia a través de la cruz: sólo mediante la pérdida
verdaderamente absoluta de todo poder externo, del ser despojado radicalmente en la cruz, la
novedad se hacía realidad. Sólo mediante la fe en el Crucificado, en Aquel que es desposeído
de todo poder terrenal, y por eso enaltecido, aparece también la nueva comunidad, el modo
nuevo en que Dios domina en el mundo.
Pero eso significa que la cruz respondía a una «necesidad» divina y que Caifás, con su decisión,
fue en último análisis el ejecutor de la voluntad de Dios, aun cuando su motivación personal
fuera impura y no respondiera a la voluntad de Dios, sino a sus propias miras egoístas.
Juan ha expresado muy claramente esta extraña combinación entre la ejecución de la voluntad
de Dios y la ceguera egoísta de Caifás. En medio de la perplejidad de los miembros del
Sanedrín sobre lo que convenía hacer ante el peligro que suponía el movimiento creado en
torno a Jesús, fue él quien pronunció las palabras decisivas: «No comprendéis que os conviene
que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (11,50). Juan califica
explícitamente dicha afirmación como de «inspiración profética», que Caifás habría proferido
en virtud del carisma vinculado a su cargo de sumo sacerdote, y no por sí mismo.
De estas palabras resulta ante todo que, hasta aquel momento, el Sanedrín reunido se echaba
atrás, asustado ante la perspectiva de una condena a muerte, y que buscaba otras vías de
salida a la crisis, aunque sin encontrar una solución. Sólo una palabra del sumo sacerdote,
teológicamente motivada y expresada basándose en la autoridad de su cargo, podía disipar sus
dudas y obtener en principio su disponibilidad para una decisión tan grave.
El hecho de que Juan reconozca explícitamente como punto decisivo en la historia de la
salvación el carisma vinculado al cargo de quien lo desempeña indignamente, se corresponde
con las palabras de Jesús transmitidas por Mateo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los
escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen»
(23,2s). Tanto Mateo como Juan han querido ciertamente recordar a la Iglesia de su tiempo
esta distinción, porque también en ella existía la contradicción entre la autoridad que
corresponde a un cargo y su forma de vida, entre lo que «dicen» y lo que «hacen».
El contenido de la «profecía» de Caifás es ante todo de naturaleza absolutamente pragmática
y, desde este punto de vista, le parece razonable en lo inmediato: si por la muerte de uno (y
sólo en un caso así) se puede salvar el pueblo, su muerte es un mal menor y la solución es
políticamente correcta. Pero esto, que aparece y se entiende en primer lugar en sentido
meramente pragmático, alcanza sin embargo una profundidad muy diferente visto desde la
inspiración «profética». Jesús, ese «uno», muere por el pueblo: se vislumbra así el misterio de
la función vicaria, que es el contenido más profundo de la misión de Jesús.
La idea de la función vicaria impregna toda la historia de las religiones. Se intenta liberar de
diferentes maneras al rey, al pueblo o a la propia vida de la calamidad que le aflige,
transfiriéndola a sustitutos. El mal debe ser expiado, restableciendo así la justicia. Pero se
descarga sobre otros el castigo, la desgracia ineluctable, y se trata de este modo de liberarse a
sí mismos. Sin embargo, esta sustitución mediante sacrificios animales o incluso humanos
sigue en última instancia sin convencer. Lo que en estos casos se ofrece sustitutivamente es
solamente un sucedáneo de lo que es propiamente personal y en modo alguno puede
reemplazar debidamente a quien debe ser redimido. El sucedáneo no es representante en el
sentido de una función vicaria y, sin embargo, toda la historia está en busca de Aquel que
pueda intervenir realmente en nuestro lugar; que sea verdaderamente capaz de asumirnos en
sí mismo y llevarnos así a la salvación.
En el Antiguo Testamento la idea de la función vicaria aparece de manera del todo central
cuando Moisés, tras la idolatría del pueblo en el Sinaí, dice al Dios encolerizado: «Pero ahora, o
perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro» (Ex 32,32). Es verdad que se le
contesta: «Al que haya pecado contra mí lo borraré» (Ex 32,33); pero Moisés sigue siendo de
alguna manera el sustituto, el que lleva la carga sobre sí, y por cuya intercesión cambia una y
otra vez la suerte del pueblo. En el Deuteronomio, en fin, se traza la imagen del Moisés
apenado, que padece en lugar de Israel y, en función vicaria, por Israel, debiendo morir fuera
de Tierra Santa (cf. von Rad, I, 293). En Isaías 53 aparece totalmente desarrollada la idea dela
función vicaria en la imagen del siervo de Dios que sufre, que carga con la culpa de muchos,
convirtiéndolos así en justos (cf. 53,11). En Isaías, esta figura permanece llena de misterio; el
canto del siervo de Dios es como un avizorar a lo lejos para ver a Aquel que ha de venir. Uno
muere por muchos: esta palabra profética del sumo sacerdote Caifás une a la vez las
aspiraciones de la historia de las religiones del mundo y las grandes tradiciones de la fe de
Israel, aplicándolas a Jesús. Todo su vivir y morir queda sintetizado en la palabra «por»; es,
como ha subrayado repetidamente sobre todo Heinz Schürmann, una «pro-existencia».
A las palabras de Caifás, que equivalían prácticamente a una condena a muerte, Juan ha
añadido un comentario en la perspectiva de fe de los discípulos. Primero subraya —como ya
hemos observado— que las palabras sobre el morir por el pueblo habían tenido su origen en
una inspiración profética, y prosigue: «Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación,
sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,52). Efectivamente, esto se
corresponde ante todo con el modo de hablar judío. Expresa la esperanza de que en el tiempo
del Mesías los israelitas dispersos por el mundo serían reunidos en su propio país (cf. Barrett,
p. 403).
Pero en labios del evangelista estas palabras adquieren un nuevo significado. El reencuentro ya
no se orienta a un país geográficamente determinado, sino a la unificación de los hijos de Dios;
aquí resuena ya la palabra clave de la oración sacerdotal de Jesús. La reunión mira a la unidad
de todos los creyentes y, por tanto, alude a la comunidad de la Iglesia y, ciertamente, más allá
de ella, a la unidad escatológica definitiva.
Los hijos de Dios dispersos no son únicamente los judíos, sino los hijos de Abraham en el
sentido profundo desarrollado por Pablo: aquellos que, como Abraham, están en busca de
Dios; quienes están dispuestos a escucharlo y a seguir su llamada; personas, podríamos decir,
en actitud de «Adviento».
Se pone así de manifiesto la nueva comunidad de judíos y gentiles (cf. Jn10,16). De este modo
se abre desde aquí un nuevo acceso a las palabras de la Última Cena sobre los «muchos» por
los que el Señor da la vida: se trata de la congregación de los «hijos de Dios», es decir, de todos
aquellos que se dejan llamar por Él.
2. JESÚS ANTE EL SANEDRÍN
La decisión fundamental tomada en la reunión del Sanedrín de proceder en contra de Jesús se
llevó a cabo con su arresto en la noche entre el jueves y el viernes en el Monte de los Olivos.
Jesús fue llevado al palacio del sumo sacerdote siendo aún de noche, donde el Sanedrín
(Sanhedrín-synedrium),con sus tres fracciones —sacerdotes, ancianos, escribas— estaba
obviamente ya reunido.
Ambos «procesos» contra Jesús, ante el Sanedrín y ante el gobernador romano Pilato, han sido
objeto de discusión hasta en sus más mínimos detalles por los historiadores del derecho y los
exegetas. No tenemos por qué entrar aquí en estas sutiles cuestiones históricas, sobre todo
porque no conocemos —como ha hecho notar Martin Hengel— los pormenores del derecho
penal saduceo, y no es lícito sacar conclusiones partiendo del tratado «Sanhedrín», de la
Misná, que es posterior, y aplicarlas a las normas del tiempo de Jesús (cf. Hengel Schwemer, p.
592). Hoy puede considerarse verosímil que, en el caso del juicio contra Jesús ante el Sanedrín,
no se haya tratado de un verdadero proceso, sino de un interrogatorio a fondo que concluyó
con la decisión de entregar a Jesús al gobernador romano para la condena.
Examinemos ahora más de cerca la narración de los Evangelios, siempre con el objeto de
comprender mejor la figura de Jesús mismo. Ya hemos visto que, tras el episodio de la
purificación del templo, quedaban en el aire dos acusaciones contra Jesús: la primera se refería
a las palabras que interpretaban el gesto simbólico de expulsar del templo a los comerciantes y
a los animales, que parecía ser un ataque contra el lugar sagrado mismo y, por tanto, contra la
Torá, sobre la que se basaba la vida de Israel.
Considero importante que el objeto de la discusión no es tanto el gesto de la purificación del
templo en sí mismo, cuanto únicamente el sentido de las palabras con las que el Señor había
explicado e interpretado su comportamiento. De esto puede deducirse que el acto simbólico
se haya mantenido dentro de ciertos límites y no diera lugar a una agitación pública, que
habría dado motivos para una intervención judicial. El peligro consistía más bien en la
interpretación que se daba, en el aparente ataque al templo que suponía y en la reivindicación
de la plena autoridad por parte de Jesús mismo.
Sabemos por los Hechos de los Apóstoles que se presentó la misma acusación contra Esteban,
que asumió la profecía de Jesús sobre el templo, lo que provocó su muerte por lapidación al
ser considerada una blasfemia. En el proceso de Jesús se presentaron testigos que querían
referir las palabras de Jesús. Pero no había una versión unánime: no era posible establecer de
manera inequívoca lo que Jesús había dicho realmente. En consecuencia, el hecho de que este
elemento de acusación fuera descartado demuestra que se estaba haciendo un esfuerzo por
seguir un procedimiento legalmente correcto.
A propósito de las palabras de Jesús en el templo quedaba en el aire una segunda acusación:
que Jesús habría avanzado una pretensión mesiánica, con la cual se ponía en cierto modo a la
misma altura de Dios, y así parecía entrar en conflicto con el fundamento de la fe de Israel, con
la profesión de fe en el uno y único Dios. Vale la pena subrayar que ambas acusaciones son de
naturaleza puramente teológica. Pero, dada la imposibilidad de la que antes hemos hablado de
separar una cosa de la otra, el ámbito religioso y el político, dichas acusaciones tienen también
una dimensión política: el templo como lugar del sacrificio de Israel, hacia el que se dirige en
peregrinación todo el pueblo en las grandes fiestas, es la base de la unidad interior de Israel. La
pretensión mesiánica es la reivindicación de la realeza de Israel. Por eso se pondrá después en
la cruz la expresión «Rey de los judíos» para señalar el motivo de la ejecución de Jesús.
Como demuestran los acontecimientos de la guerra judía, había seguramente en el Sanedrín
círculos favorables a la liberación de Israel con medios políticos y militares. Pero la manera en
que Jesús presentaba su reivindicación les parecía obviamente poco apta para ayudar
verdaderamente a conseguir dicho objetivo. Y, en este caso, era preferible más bien el statu
quo, en el que Roma respetaba después de todo los fundamentos religiosos de Israel y, por
tanto, el templo y el pueblo podían considerarse bastante seguros de su permanencia.
Tras el fallido intento de presentar una acusación clara contra Jesús basada en su declaración
sobre la destrucción y renovación del templo, se llega a la dramática confrontación entre el
sumo sacerdote de Israel en cargo, la autoridad suprema del pueblo elegido, y Jesús, en quien
los cristianos reconocerán al «Sumo Sacerdote de los bienes definitivos» (Hb9,11), el Sumo
Sacerdote definitivo «según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4; Hb 5,6, etc.).
Este momento de la historia del mundo se presenta en los cuatro Evangelios como un drama
en el que se entrecruzan tres planos, que han de verse juntos para entender el acontecimiento
en toda su complejidad (cf. Mt 26,57-75; Mc 14,53-72; Lc 22,54-71; Jn 18,12-27). En el mismo
momento en que Caifás interroga a Jesús y le hace finalmente la pregunta sobre su identidad
mesiánica, Pedro está sentado en el patio del palacio y reniega de Jesús. Juan, de modo
especial, ha explicado la trabazón cronológica de ambos eventos de manera impresionante;
Mateo, en su versión de la pregunta sobre la identidad mesiánica, hace ver sobre todo la
relación interior entre la confesión de Jesús y la negación de Pedro. Pero el interrogatorio de
Jesús se encuentra inmediatamente relacionado también con la burla de los sirvientes del
templo (e o de los mismos miembros del Sanedrín?), burla a la que se añadiría la de los
soldados romanos en el proceso ante Pilato.
Llegamos al punto decisivo: la pregunta de Caifás y la respuesta de Jesús. Al referir su
formulación, Mateo, Marcos y Lucas difieren en los detalles; su composición del texto está
determinada, entre otras razones, por el contexto global de cada Evangelio y su atención a las
posibilidades de comprensión de sus destinatarios. Como en el caso de las palabras de la
Última Cena, tampoco aquí es posible una reconstrucción estricta de la pregunta de Caifás y de
la respuesta de Jesús. No obstante, lo esencial del acontecimiento aparece en los tres relatos
diferentes de manera absolutamente inequívoca. Hay buenas razones para suponer que la
versión de san Marcos nos haya hecho llegar mejor el tenor original de este diálogo dramático.
Pero en las versiones diferentes de Mateo y Lucas aparecen aspectos importantes que nos
ayudan a entender más en profundidad el conjunto.
Según Marcos, la pregunta del sumo sacerdote reza así: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del
Bendito?». Jesús responde: «Sí, lo soy. Y veréis que el Hijo del hombre está sentado a la
derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo» (14,62).
Que se evite el nombre de Dios y la palabra «Dios», y se sustituyan por términos como «el
Bendito» y «el Todopoderoso» es un signo de que el texto refleja las palabras originarias. El
sumo sacerdote interroga a Jesús sobre si es el Mesías, y lo define según el Salmo 2,7 (cf. Sal
110,3) con el término «Hijo del Bendito», Hijo de Dios. En la perspectiva de la pregunta, esta
denominación pertenece a la tradición mesiánica, pero deja abierto el tipo de filiación. Se
puede suponer que, al hacer esta pregunta, Caifás no se haya basado solamente en las
tradiciones teológicas, sino que la ha formulado en función de lo que había llegado a sus oídos
sobre el anuncio de Jesús.
Mateo pone un acento particular en la formulación de la pregunta. Según él, Caifás dice:
«¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» (cf. 26,63). De este modo, reproduce directamente la
confesión de fe de Pedro en Cesarea de Felipe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»
(16,16). En el mismo momento en que el sumo sacerdote dirige a Jesús en forma de pregunta
las palabras de la confesión de fe de Pedro, Pedro mismo, separado de Jesús apenas por una
puerta, asegura no conocerlo. Mientras Jesús emite «la noble confesión de fe» (cf. 1 Tm 6,13),
el primero en haberla pronunciado niega aquello que entonces había recibido del «Padre que
está en el cielo»; ahora sus palabras son dictadas sólo por «la carne y la sangre» (cf. Mt16,17).
Según Marcos, ante la pregunta de la cual dependía su destino, Jesús responde de manera
muy simple y clara: «Sí lo soy» (¿no resuena aquí acaso Éxodo 3,14: «Soy el que soy»?). Sin
embargo, con una palabra tomada del Salmo 110,1 y del Libro de Daniel 7,13, Jesús define
después con mayor precisión cómo se han de entender Mesías y filiación. Mateo expresa la
respuesta de Jesús de modo más expeditivo: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo...» (26,64).
Así, Jesús no contradice a Caifás, pero contrapone a su formulación el modo en que Él mismo
quiere que se entienda su misión, y lo hace con palabras de la Escritura. Por último, Lucas
distingue dos intervenciones diferentes (cf. 22,67-70). A la primera intimación del Sanedrín —
«Si tú eres el Mesías, dínoslo»—, el Señor responde con una afirmación enigmática, sin asentir
abiertamente, pero tampoco negando. Después sigue su propia declaración personal,
formulada con el Salmo 110 y Daniel 7 entrelazados. Después, a la segunda pregunta
planteada insistentemente por el Sanedrín —«Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?»—, Jesús
responde al fin: «Vosotros lo decís, yo lo soy».
De todo esto se desprende lo siguiente: Jesús asume el título de Mesías, que para la tradición
tenía significados diferentes, pero al mismo tiempo lo precisa de tal manera que provoca una
condena, que podría haber evitado con un rechazo o una interpretación atenuada del
mesianismo. No deja margen alguno para ideas que pudieran dar lugar a una comprensión
política o beligerante de la actividad del Mesías. No, el Mesías —Él mismo— vendrá como el
Hijo del hombre sobre las nubes del cielo. Esto significa objetivamente más o menos lo mismo
que la afirmación que encontramos en Juan: «Mi reino no es de este mundo» (18,36). Él
reivindica el derecho a sentarse a la diestra del Poder, es decir, de venir del mismo modo que
el Hijo del hombre del que habla el Libro de Daniel, de venir de Dios para instaurar a partir de
Él el Reino definitivo.
Esto debió parecer a los miembros del Sanedrín políticamente carente de sentido y
teológicamente inaceptable, porque, de hecho, ya había expresado ahora una cercanía al
«Poder», una participación en la naturaleza misma de Dios, lo que se consideraba una
blasfemia. En todo caso, Jesús solamente había puesto en relación algunas palabras de la
Escritura y expresado su misión «según la Escritura», con las mismas palabras de la Escritura.
Pero la aplicación de las excelsas palabras de la Escritura a Jesús pareció obviamente a los
miembros del Sanedrín un atentado insoportable para la altura de Dios, para su unicidad.
Para el sumo sacerdote y los demás allí reunidos la respuesta de Jesús cumplía en cualquier
caso los requisitos para la blasfemia, y Caifás «rasgó sus vestiduras, diciendo: "Ha
blasfemado"» (Mt 26,65). «El gesto del sumo sacerdote de rasgarse las vestiduras no es fruto
de su propia irritación, sino que está prescrito al juez en funciones como signo de indignación
cuando oye una blasfemia» (Gnilka, Matthäus evangelium, II, p. 429). Ahora se abate sobre
Jesús, que había predicho su venida gloriosa, la burla brutal de los que se saben más fuertes y
le hacen sentir su poder y todo su desprecio. Aquel del que habían tenido miedo días antes,
ahora está en sus manos. El vil conformismo de espíritus débiles se siente fuerte ensañándose
con Aquel que en estos momentos parece ser ya sólo impotencia.
No se dan cuenta de que, precisamente burlándose de él y golpeándolo, cumplen literalmente
en Jesús el destino del siervo de Dios (cf. Gnilka, p. 430): la humillación y la exaltación se
entrecruzan de modo misterioso. Justamente en cuanto maltratado, Él es el Hijo del hombre,
viene de Dios en la nube que le oculta e instaura el Reino del Hijo del hombre, el Reino de la
humanidad que proviene de Dios. Según Mateo, Jesús había dicho en una paradoja irritante:
«Desde ahora veréis...» (26,64). De ahora en adelante comienza algo nuevo. A lo largo de la
historia, los hombres miran el rostro desfigurado de Jesús y reconocen precisamente en Él la
gloria de Dios.
En aquel mismo instante, Pedro reitera por tercera vez que no tenía nada que ver con Jesús. «Y
enseguida, por segunda vez, cantó el gallo. Y Pedro se acordó...» (Mc 14,72). El canto del gallo
se consideraba como el final de la noche y el comienzo del día. Con el canto del gallo termina
también para Pedro la noche del alma en la que se había hundido. Las palabras de Jesús de
que le negaría antes de que el gallo cantara reaparecen de repente ante él, y ahora en su
terrible verdad. Lucas añade la noticia de que, en aquel mismo momento, se llevaron a Jesús,
condenado y atado, para comparecer ante el tribunal de Pilato. Jesús y Pedro se encuentran.
La mirada de Jesús llega a los ojos y al alma del discípulo infiel. Y Pedro, «saliendo afuera, lloró
amargamente» (Lc 22,62).
3. JESÚS ANTE PILATO
El interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín concluyó como Caifás había previsto: Jesús había
sido declarado culpable de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de
muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los
romanos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el
aspecto político de la sentencia de culpabilidad. Jesús se había declarado a sí mismo Mesías,
había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo
singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado
por la justicia romana. Con el canto del gallo había comenzado el día. El gobernador romano
acostumbraba a despachar los juicios por la mañana temprano.
Así, Jesús fue llevado por sus acusadores al pre-torio y presentado a Pilato como un malhechor
merecedor de la muerte. Es el día de la «Parasceve» de la fiesta de la Pascua: por la tarde se
preparaban los corderos para la cena de la noche. Para ello se requiere la pureza ritual; por
tanto, los sacerdotes acusadores no pueden entrar en el Pretorio pagano y tratan con el
gobernador romano a las puertas del palacio. Juan, que nos transmite esta información (cf.
18,28s), deja entrever de este modo la contradicción entre la observancia correcta de las
prescripciones cultuales de pureza y la cuestión de la pureza verdadera e interior del hombre:
a los acusadores no les cabe en la cabeza que lo que contamina no es entrar en la casa pagana,
sino el sentimiento íntimo del corazón. Al mismo tiempo, el evangelista subraya con esto que
la cena pascual aún no ha tenido lugar y debe hacerse todavía la matanza de los corderos.
En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuerdan en todos los
puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la
cuestión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su profundidad (cf.
18,33-38). Obviamente, entre los exegetas se discute el problema del valor histórico de esta
tradición. Mientras Charles H. Dodd y también E. Raymond Brown la valoran en sentido
positivo, Charles K. Barrett se manifiesta extremamente crítico: «Las añadiduras y
modificaciones que hace Juan no inspiran confianza en su fiabilidad histórica» (op. cit.,p. 511).
Sin duda, nadie espera que Juan haya querido ofrecer algo así como un acta del proceso. Pero
se puede suponer ciertamente que haya sabido interpretar con gran precisión la cuestión
central de la que se trataba y que, por tanto, nos ponga ante la verdad esencial de este
proceso. Así, Barrett dice también que «Juan ha identificado en la realeza de Jesús con la
mayor sagacidad la clave para interpretar la historia de la Pasión, y ha resaltado su significado
tal vez más claramente que ningún otro autor neotestamentario» (p. 512).
Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha
insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las respuestas que dan los Evangelios hay
diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente «los judíos».
Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal —como
quizás podría pensar el lector moderno—, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A
fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La
comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en
Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del
templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de
Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia
del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a
Nicodemo (cf. 7,50ss).
En Marcos, en el contexto de la amnistía pascual (Barrabás o Jesús), el círculo de los
acusadores se amplía: aparece el «ochlos», que opta por dejar libre a Barrabás. «Ochlos»
significa ante todo simplemente un montón de gente, la «masa». No es raro que la palabra
tenga una connotación negativa, en el sentido de «chusma». En cualquier caso, no indica el
«pueblo» de los judíos propiamente dicho. En la amnistía de Pascua (que en realidad no
conocemos por otras fuentes, pero de la cual no hay razón alguna para dudar), la gente —
como es usual en amnistías de este tipo— tiene derecho a presentar una propuesta
manifestada por «aclamación»: en este caso, la aclamación del pueblo tiene un carácter
jurídico (cf. Pesch, Markus evangelium, II, p. 466). En cuanto a esta «masa», se trata en realidad
de partidarios de Barrabás, movilizados para la amnistía; naturalmente, como rebelde al poder
romano podía contar con cierto número de simpatizantes. Por tanto, estaban presentes los
secuaces de Barrabás, la «masa», mientras que los seguidores de Jesús permanecían ocultos
por miedo; por eso la voz del pueblo con la que contaba el derecho romano se presentaba
de modo unilateral. Así, en Marcos, aparecen los «judíos», es decir, los círculos sacerdotales
distinguidos, y también el ochlos, el grupo de partidarios de Barrabás, pero no el pueblo judío
propiamente dicho.
El ochlos de Marcos se amplía en Mateo con fatales consecuencias, pues habla del «pueblo
entero» (27,25), atribuyéndole la petición de que se crucificara a Jesús. Con ello Mateo no
expresa seguramente un hecho histórico: ¿cómo podría haber estado presente en ese
momento todo el pueblo y pedir la muerte de Jesús? La realidad histórica aparece de manera
notoriamente correcta en Juan y Marcos. El verdadero grupo de los acusadores son los círculos
del templo de aquellos momentos, a los que, en el contexto de la amnistía pascual, se asocia la
«masa» de los partidarios de Barrabás.
Tal vez se puede dar la razón en esto a Joachim Gnilka, según el cual Mateo —yendo más allá
de los hechos históricos— ha querido formular una etiología teológica para explicar con ella el
terrible destino de Israel en la guerra judeo-romana, en laque se quitó al pueblo el país, la
ciudad y el templo (cf. Matthäusevangelium,II, p. 459). En este contexto, Mateo piensa quizás
en las palabras de Jesús en las que predice el fin del templo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas
a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos,
como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra
casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. en Gnilka, el parágrafo completo «Gerichtsworte», pp.
295-308).
A propósito de estas palabras —como ya se indicó en la reflexión sobre el discurso
escatológico de Jesús— es preciso recordar la estrecha analogía entre el mensaje del profeta
Jeremías y el de Jesús. Jeremías —contra la ceguera de los círculos dominantes de entonces—
anuncia la destrucción del templo y el exilio de Israel. Pero también habla de una «nueva
alianza»: el castigo no es la última palabra, sino que sirve para la curación. De manera análoga,
Jesús anuncia la «casa vacía» y ofrece ya desde ahora la Nueva Alianza «sellada con su
sangre»: en última instancia, se trata de curación, no de destrucción ni repudio.
En caso de que el «pueblo entero» hubiera dicho, según Mateo: «Su sangre caiga sobre
nosotros y nuestros hijos» (27,25), entonces el cristiano recordará que la sangre de Jesús habla
una lengua muy distinta de la de Abel (cf. Hb 12,24); no clama venganza y castigo, sino que es
reconciliación. No se derrama contra alguien, sino que es sangre derramada por muchos, por
todos. Como dice Pablo: «Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios...
Cristo Jesús, a quien [Dios] constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre»
(Rm 3,23.25). De la misma manera que, basándose en la fe, se debe leer de modo totalmente
nuevo la afirmación de Caifás sobre la necesidad de la muerte de Jesús, también debe hacerse
así con las palabras de Mateo sobre la sangre: leídas en la perspectiva de la fe, significan que
todos necesitamos del poder purificador del amor, que esta fuerza está en su sangre. No es
maldición, sino redención, salvación. Sólo sobre la base de la teología de la Última Cena y de la
cruz, que recorre todo el Nuevo Testamento, las palabras de Mateo sobre la sangre adquieren
su verdadero sentido.
Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. Aunque Flavio Josefo
y especialmente Filón de Alejandría trazan de él un perfil del todo negativo, en otros
testimonios aparece como resolutivo, pragmático y realista.
A menudo se dice que los Evangelios, siguiendo una tendencia pro romana por motivos
políticos, lo habrían presentado cada vez más positivamente, cargando progresivamente la
responsabilidad de la muerte de Jesús sobre los judíos. Sin embargo, en la situación histórica
de los evangelistas no había razón alguna en favor de esta tendencia: cuando se redactaron los
Evangelios, la persecución de Nerón había mostrado ya el perfil cruel del Estado romano y toda
la arbitrariedad del poder imperial. Si podemos datar el Apocalipsis más o menos en el periodo
en que se compuso el Evangelio de Juan, resulta evidente que el cuarto Evangelio no se ha
formado en un contexto que pudiera haber dado motivos para un planteamiento simpatizante
con los romanos.
La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano
como un hombre que sabía intervenir de manera brutal, si eso le parecía oportuno para el
orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no
en último lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pacificadora del
derecho romano. Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús.
La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que
Roma podía reconocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser
legitimados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de
soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amenazaba la Pax romana y, por
consiguiente, se convertía en reo de muerte.
Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de
todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez
transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un
asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordenamiento romano
sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio
contra Jesús.
Llegados a este punto hemos de pasar de las consideraciones sobre la persona de Pilato al
proceso en sí mismo. En Juan 18,34s se dice claramente que Pilato, según la información de
que disponía, no tenía nada contra Jesús. No había llegado a las autoridades romanas ninguna
información sobre algo que pudiera amenazar la paz legal. La acusación provenía de los
mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una
sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma,
desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera
necesaria una intervención.
Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración
de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey.
Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el
que es de la verdad, escucha mi voz» (In 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de
este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera
en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).
Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica
realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con
una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por
este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del
reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el
ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión.
Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y
lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra. ¿Qué debe pensar Pilato?
¿Qué debemos pensar nosotros de este concepto de reino y realeza? ¿Es algo irreal, un
ensueño del cual podemos prescindir? ¿O tal vez nos afecta de alguna manera?
Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús
ha introducido un concepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular
del poder de este reinado: la verdad. A lo largo del interrogatorio Pilato introduce otro término
proveniente de su mundo y que normalmente está vinculado con el vocablo «reinado»: el
poder, la autoridad (exousía). El dominio requiere un poder; más aún, lo define. Jesús, sin
embargo, caracteriza la esencia de su reinado como el testimonio de la verdad. Pero la verdad,
¿es acaso una categoría política? O bien, ¿acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la
política? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino
en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato
preguntara: «¿Qué es la verdad?» (18,38).
Es la cuestión que se plantea también en la doctrina moderna del Estado: ¿Puede asumir la
política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como
dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la
justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la
imposibilidad de poder contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿no se
convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de
conservación del poder?
Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces
posible?¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia
para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de
poder? ¿No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y
que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación? ¿Qué es la verdad? La pregunta del
pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la
cual se juega efectivamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La
podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer,
tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad?
La definición clásica de la filosofía escolástica dice que la verdad es «adaequatio intellectus et
rei, adecuación entre el entendimiento y la realidad» (Tomás de Aquino, S. Theol. I, q. 21, 2 c).
Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha
encontrado la verdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en
toda su grandeza y plenitud.
Con otra afirmación de santo Tomás ya nos acercamos más a las intenciones de Jesús: «La
verdad está en el intelecto de Dios en sentido propio y verdadero, y en primer lugar (primo et
proprie); en el intelecto humano, sin embargo, está en sentido propio y derivado (proprie
quidem et secundario)» (De verit. q. 1, a. 4 c). Y se llega así finalmente a la fórmula lapidaria:
Dios es «ipsasumma et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I,q. 16, a. 5 c).
Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para
cuyo testimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están
continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su
grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el
sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero
cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a
ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el
ser y el sentido.
«Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del
mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero
«Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar
testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios,
de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación
en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder
de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.
Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad
de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al
dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el
dios de este mundo.
Ahora, como hombres modernos, uno siente la tentación de decir: «Gracias a la ciencia, la
creación se nos ha hecho descifrable». De hecho, Francis S. Collins, por ejemplo, que dirigió el
Human Genome Project, dice con grata sorpresa: «El lenguaje de Dios ha sido descifrado» (The
Language of God, p. 99). Sí, es cierto: en la gran matemática de la creación, que hoy podemos
leer en el código genético humano, percibimos el lenguaje de Dios. Pero no el lenguaje entero,
por desgracia. La verdad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad acerca
de sí mismo —sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o
el mal— no se la puede leer desgraciadamente de esta manera. El aumento del conocimiento
de la verdad funcional parece más bien ir acompañado por una progresiva ceguera para la
«verdad» misma, para la cuestión sobre lo que realmente somos y lo que de verdad debemos
ser.
¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como
insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en
la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el
hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes.
«Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea
reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En
Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la
historia. Externamente, la verdad resulta impotente en el mundo, del mismo modo que Cristo
está sin poder según los criterios del mundo: no tiene legiones. Es crucificado. Pero
precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte
siempre de nuevo en poder.
En el diálogo entre Jesús y Pilato se trata de la realeza de Jesús y, por tanto, del reinado, del
«reino» de Dios. Precisamente en este coloquio se ve claramente que no hay ruptura alguna
entre el mensaje de Jesús en Galilea —el Reino de Dios— y sus discursos en Jerusalén. El
centro del mensaje hasta la cruz —hasta la inscripción en la cruz— es el Reino de Dios, la
nueva realeza que Jesús representa. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza
anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el
juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de
este reinado como verdadera liberación del hombre.
Queda claro al mismo tiempo que no hay contradicción alguna entre el planteamiento prepascual
centrado en el Reino de Dios y el post-pascual, centrado en la fe en Jesucristo como
Hijo de Dios. En Cristo, Dios ha entrado en el mundo, ha entrado la verdad. La cristología es el
anuncio del Reino de Dios que se ha hecho concreto.
Después del interrogatorio, Pilato tuvo claro lo que en principio ya sabía antes. Este Jesús no es
un revolucionario político, su mensaje y su comportamiento no representa una amenaza para
la dominación romana. Si tal vez ha violado la Torá, a él, que es romano, no le interesa.
Pero parece que Pilato sintió también un cierto temor supersticioso ante esta figura extraña.
Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que
los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres
humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y
añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8).
Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso había realmente algo de
divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía
esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica
únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por
estas cuestiones.
Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro
temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la
amenaza muy concreta de perder el favor del emperador, de perder su puesto y caer así en
una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» Un 19,12),
es una intimidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los
poderes divinos.
Pero antes de la decisión final hay todavía un intermedio dramático y doloroso en tres actos,
que al menos brevemente hemos de considerar.
El primer acto consiste en que Pilato presenta a Jesús como candidato a la amnistía pascual,
tratando así de liberarlo. Sin embargo, con ello se expone a una situación fatal. Quien es
propuesto como candidato para una amnistía ya está condenado de por sí. Sólo en este caso
tiene sentido la amnistía. Si corresponde a la gente el derecho a decidir por aclamación,
después de ésta quien no ha sido elegido ha de considerarse condenado. En este sentido la
propuesta para la liberación mediante la amnistía incluye ya implícitamente una condena.
Sobre la contraposición entre Jesús y Barrabás, así como sobre el significado teológico de esta
alternativa, he escrito detalladamente en la primera parte de esta obra (cf. pp. 65s). Por tanto,
baste recordar aquí brevemente lo esencial. Juan denomina a Barrabás, según nuestras
traducciones, simplemente como «bandido» (18,40). Pero, en el contexto político de entonces,
la palabra griega que usa había adquirido también el significado de «terrorista» o
«combatiente de la resistencia». Que éste era el significado que se quería dar resulta claro en
la narración de Marcos: «Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían
cometido un homicidio en la revuelta» (15,7).
Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía
pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos
delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax
romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, que para él era Jesús. Pero las
categorías de la multitud y también de las autoridades del templo son diferentes. La
aristocracia del templo llega a decir como mucho: «No tenemos más rey que al César» (In
19,15); pero esto es sólo en apariencia una renuncia a la esperanza mesiánica de Israel: a
este rey no le queremos. Ellos quieren otro tipo de solución al problema. La humanidad se
encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder
de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la
violencia.
Los seguidores de Jesús no están en el lugar del proceso. Están ausentes por miedo. Pero
faltan también porque no se presentan como masa. Su voz se hará oír en Pentecostés, en el
sermón de Pedro, que entonces «traspasará el corazón» de aquellos hombres que
anteriormente habían preferido a Barrabás. Cuando éstos preguntan: «¿Qué tenemos que
hacer, hermanos?», se les responde: «Convertíos»; renovad y transformad vuestra forma de
pensar, vuestro ser (cf. Hch 2,37s). Éste es el grito que, ante la escena de Barrabás, como en
todas sus representaciones sucesivas, debe desgarrarnos el corazón y llevarnos al cambio de
vida.
El segundo acto está sintetizado lacónicamente en la frase de Juan: «Entonces Pilato tomó a
Jesús y lo mandó azotar» (19,1). La flagelación era el castigo que, según el derecho romano, se
infligía como pena concomitante a la condena a muerte (cf. Hengel Schwemer, p. 609). En Juan
aparece sin embargo como algo que tiene lugar en el contexto del interrogatorio, una medida
que el prefecto estaba autorizado a tomar en virtud de su poder policial. Era un castigo
extremadamente bárbaro; el condenado «era golpeado por varios guardias hasta que se
cansaban y la carne del delincuente colgaba en jirones sanguinolentos» (Blinzler, p. 321).
Rudolf Pesch comenta: «El hecho de que Simón de Cirene tuviera que llevar a Jesús el
travesaño de la cruz y que Jesús muriera tan rápidamente tal vez tiene que ver,
razonablemente, con la tortura de la flagelación, durante la cual otros delincuentes ya perdían
la vida» (Markusevangelium, II, p. 467).
El tercer acto es la coronación de espinas. Los soldados juegan cruelmente con Jesús. Saben
que dice ser rey. Pero ahora está en sus manos, y disfrutan humillándolo, demostrando su
fuerza en Él, tal vez descargando de manera sustitutiva su propia rabia contra los grandes. Lo
revisten —a un hombre golpeado y herido por todo el cuerpo— con signos caricaturescos de la
majestad imperial: el manto de color púrpura, la corona tejida de espinas y el cetro de caña. Le
rinden honores: «¡Salve, rey de los judíos!»; su homenaje consiste en bofetadas con las que
manifiestan una vez más todo su desprecio por él (cf. Mt 27,28ss; Mc 15,17ss; Jn 19,2s).
La historia de las religiones conoce la figura del rey-pantomima, similar al fenómeno del «chivo
expiatorio». Sobre él se carga todo lo que aflige a los hombres: se pretende así alejar del
mundo todo eso. Sin saberlo, los soldados hacen lo que no conseguían aquellos ritos y
costumbres: «Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido
curados» (Is 53,5). Jesús es llevado con este aspecto caricaturesco a Pilato, y Pilato lo presenta
al gentío, ala humanidad: Ecce horno, «¡Aquí tenéis al hombre!» (In 19,5). Probablemente el
juez romano está conmocionado por la figura llena de burlas y heridas de este acusado
misterioso. Y cuenta con la compasión de quienes lo ven.
«Ecce homo»: esta palabra adquiere espontáneamente una profundidad que va más allá de
aquel momento. En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En Él se manifiesta la
miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder
humano, que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos «pecado»:
en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta
propia el gobierno del mundo.
Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él
sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo
imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son
precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión,
Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren.
Al final, Pilato vuelve a su puesto de juez. Dice una vez más: «Aquí tenéis a vuestro Rey» (Jn
19,14). Después pronuncia la sentencia de muerte.
Ciertamente, la gran verdad de la que había hablado Jesús le había quedado inaccesible, pero
la verdad concreta de este caso Pilato la conocía bien. Sabía que este Jesús no era un
delincuente político y que la realeza que pretendía no constituía peligro político alguno. Sabía,
pues, que debería ser absuelto.
Como prefecto representaba el derecho romano sobre el que se fundaba la Pax romana, la paz
del imperio que abarcaba el mundo. Por un lado, esta paz estaba asegurada por el poder
militar de Roma. Pero con el poder militar por sí solo no se puede establecer ninguna paz. La
paz se funda en la justicia. La fuerza de Roma era su sistema jurídico, un orden jurídico con el
que los hombres podían contar. Pilato —repetimos— conocía la verdad de la que se trataba en
este caso y sabía lo que la justicia exigía de él.
Pero al final ganó en él la interpretación pragmática del derecho: la fuerza pacificadora del
derecho es más importante que la verdad del caso; esto fue tal vez lo que pensó y así se
justificó ante sí mismo. Una absolución del inocente podía perjudicarle personalmente —el
miedo a eso fue ciertamente un motivo determinante de lo que hizo—, pero, además, podía
provocar también otros trastornos y desórdenes que, precisamente en los días de Pascua,
había que evitar.
La paz fue para él en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la
grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con
el verdadero significado del derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia.
Por el momento, todo parecía ir bien. Jerusalén permaneció tranquila. Pero que, en último
término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestaría más tarde.