por enrique4 » Mar Nov 26, 2013 2:43 pm
Hola peregrinos, reproduzco parte del capítulo 5 del libro del Papa emérito Benedicto XVI, "Jesús de Nazaret" (Desde la Entrada a Jerusalén hasta La Resurrección), mismo que describe con lujo de detalles y rico en sus narraciones la víspera de la Pascua de Jesús. Es recomendable leer dicho libro, además de los otros dos que complementan la serie ya que son la mejor forma de conocer al Señor Jesús.
1. LA FECHA DE LA ÚLTIMA CENA
El problema de la datación de la Última Cena de Jesús se basa en las divergencias sobre este
punto entre los Evangelios sinópticos, por un lado, y el Evangelio de Juan, por otro. Marcos, al
que Mateo y Lucas siguen en lo esencial, da una datación precisa al respecto. «El primer día de
los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde
quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?"... Y al atardecer, llega él con los Doce»
(Mc 14,12.17). La tarde del primer día de los ácimos, en la que se inmolaban en el templo los
corderos pascuales, es la víspera de Pascua. Según la cronología de los Sinópticos es un jueves.
La Pascua comenzaba tras la puesta de sol, y entonces se tenía la cena pascual, como hizo
Jesús con sus discípulos, y como hacían todos los peregrinos que llegaban a Jerusalén. En la
noche del jueves al viernes —según la cronología sinóptica— arrestaron a Jesús y lo llevaron
ante el tribunal; el viernes por la mañana fue condenado a muerte por Pilato y, seguidamente,
a la «hora tercia» (sobre las nueve de la mañana), le llevaron a crucificar. La muerte de Jesús
es datada en la hora nona (sobre las tres de la tarde). «Al anochecer, como era el día de la
preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea..., se presentó decidido ante Pilato y le
pidió el cuerpo de Jesús» (Mc 15,42s). El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol,
porque después comenzaba el sábado. El sábado es el día de reposo sepulcral de Jesús. La
resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo.
Esta cronología se ve comprometida por el hecho de que el proceso y la crucifixión de Jesús
habrían tenido lugar en la fiesta de la Pascua, que en aquel año cayó en viernes. Es cierto que
muchos estudiosos han tratado de demostrar que el juicio y la crucifixión eran compatibles con
las prescripciones de la Pascua. Pero, no obstante tanta erudición, parece problemático que en
ese día de fiesta tan importante para los judíos fuera lícito y posible el proceso ante Pilato y la
crucifixión. Por otra parte, esta hipótesis encuentra un obstáculo también en un detalle que
Marcos nos ha transmitido. Nos dice que, dos días antes de la Fiesta de los Ácimos, los sumos
sacerdotes y los escribas buscaban cómo apresar a Jesús con engaño para matarlo, pero
decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» (14,1s). Sin embargo, según la
cronología sinóptica, la ejecución de Jesús habría tenido lugar precisamente el mismo día de la
fiesta.
Pasemos ahora a la cronología de Juan. El evangelista pone mucho cuidado en no presentar la
Última Cena como cena pascual. Todo lo contrario. Las autoridades judías que llevan a Jesús
ante el tribunal de Pilato evitan entrar en el pretorio «para no incurrir en impureza y poder así
comer la Pascua» (18,28). Por tanto, la Pascua no comienza hasta el atardecer; durante el
proceso se tiene todavía por delante la cena pascual; el juicio y la crucifixión tienen lugar el día
antes de la Pascua, en la «Parasceve», no el mismo día de la fiesta. Por tanto, la Pascua de
aquel año va desde la tarde del viernes hasta la tarde del sábado, y no desde la tarde del
jueves hasta la tarde del viernes.
Por lo demás, el curso de los acontecimientos es el mismo. El jueves por la noche, la Última
Cena de Jesús con sus discípulos, pero que no es una cena pascual; el viernes —vigilia de la
fiesta y no la fiesta misma—, el proceso y la ejecución. El sábado, reposo en el sepulcro. El
domingo, la resurrección. Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se
sacrifican los corderos pascuales en el templo. El muere como el verdadero Cordero, del que
los corderos pascuales eran mero indicio.
Esta coincidencia teológicamente importante de que Jesús muriera al mismo tiempo en que
tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales ha llevado a muchos estudiosos a descartar
la cronología de la versión joánica, porque se trataría de una cronología teológica. Juan habría
cambiado la datación de los hechos para crear esta conexión teológica que, sin embargo, no se
manifiesta explícitamente en el Evangelio. Con todo, hoy se ve cada vez más claramente que la
cronología de Juan es históricamente más probable que la de los Sinópticos, porque —como ya
se ha dicho— el proceso y la ejecución en el día de la fiesta parecen difícilmente imaginables.
Por otra parte, la Última Cena de Jesús está tan estrechamente vinculada a la tradición de la
Pascua que negar su carácter pascual resulta problemático.
Por eso, siempre se han dado intentos de conciliar entre sí ambas cronologías. El más
importante de ellos —y fascinante en numerosos detalles particulares— para lograr una
compatibilidad entre las dos tradiciones proviene de la estudiosa francesa Annie Jaubert, que
desde 1953 ha desarrollado su tesis en una serie de publicaciones. Sin entrar aquí en los
detalles de esta propuesta, nos limitaremos a lo esencial.
La señora Jaubert se basa principalmente en dos textos antiguos que parecen llevar a una
solución del problema. El primero es un antiguo calendario sacerdotal transmitido por el Libro
de los Jubileos, redactado en hebreo en la segunda mitad del siglo II antes de Cristo. Este
calendario no tiene en cuenta la revolución de la Luna, y prevé un año de 364 días, dividido en
cuatro estaciones de tres meses, dos de los cuales tienen 30 días y uno 31. Cada trimestre,
siempre con 91 días, tiene exactamente 13 semanas y, por tanto, hay sólo 52 semanas por
año. En consecuencia, las celebraciones litúrgicas caen cada año el mismo día de la semana.
Esto significa, por lo que se refiere a la Pascua, que el 15 de Nisán es siempre un miércoles, y
que la cena de Pascua tiene lugar tras la puesta del sol en la tarde del martes. Jaubert sostiene
que Jesús habría celebrado la Pascua de acuerdo con este calendario, es decir, la noche del
martes, y habría sido arrestado la noche del miércoles.
La investigadora ve resueltos con esto dos problemas: en primer lugar, Jesús habría celebrado
una verdadera cena pascual, como dicen los Sinópticos; por otro lado, Juan tendría razón en
que las autoridades judías, que se atenían a su propio calendario, habrían celebrado la Pascua
sólo después del proceso de Jesús, quien, por tanto, habría sido ejecutado la víspera de la
verdadera Pascua y no en la fiesta misma. De este modo, la tradición sinóptica y la joánica
aparecen igualmente correctas, basadas en la diferencia entre dos calendarios diferentes.
La segunda ventaja destacada por Annie Jaubert muestra al mismo tiempo el punto débil de
este intento de encontrar una solución. La estudiosa francesa hace notar que las cronologías
transmitidas (en los Sinópticos y en Juan) deben concentrar una serie de acontecimientos en el
estrecho espacio de pocas horas: el interrogatorio ante el Sanedrín, el traslado ante Pilato, el
sueño de la mujer de PiIato, el envío a Herodes, el retorno a Pilato, la flagelación, la condena a
muerte, el vía crucis y la crucifixión. Encajar todo esto en unas pocas horas parece —según
Jaubert— casi imposible. A este respecto, su solución ofrece un espacio de tiempo que va
desde la noche entre martes y miércoles hasta el viernes por la mañana.
En este contexto, la investigadora hace notar que en Marcos hay una precisa secuencia de
acontecimientos por lo que se refiere a los días del «Domingo de Ramos», lunes y martes, pero
que después salta directamente a la cena pascual. Por tanto, según la datación transmitida,
quedarían dos días de los que no relata nada. Finalmente, Jaubert recuerda que, de este
modo, el proyecto de las autoridades judías de matar a Jesús precisamente antes de la fiesta
habría podido funcionar. Sin embargo, Pilato, con sus titubeos, habría pospuesto la crucifixión
hasta el viernes.
A este cambio de la fecha de la Última Cena del jueves al martes se opone sin embargo la
antigua tradición del jueves, que, en todo caso, encontramos claramente ya en el siglo II. Pero
la señora Jaubert aduce un segundo texto sobre el que basa su tesis: la llamada Didascalia de
los Apóstoles, un escrito de comienzos del siglo III donde se establece el martes como fecha de
la Cena de Jesús. La estudiosa trata de demostrar que este libro habría recogido una antigua
tradición cuyas huellas podrían detectarse también en otras fuentes.
Sin embargo, a todo esto se debe responder que las huellas de la tradición que se manifiestan
en este sentido son demasiado débiles como para resultar convincentes. Otra dificultad es que
el uso por parte de Jesús de un calendario difundido principalmente en Qumrán es poco
verosímil. Jesús acudía al templo para las grandes fiestas. Aunque predijo su fin, y lo confirmó
con un dramático gesto simbólico, Él observó el calendario judío de las festividades, como lo
demuestra sobre todo el Evangelio de Juan. Ciertamente se podrá estar de acuerdo con la
estudiosa francesa sobre el hecho de que el Calendario de los Jubileos no se limitaba
estrictamente a Qumrán y los esenios. Pero esto no es razón suficiente como para poder
aplicarlo a la Pascua de Jesús. Esto explica por qué la tesis de Annie Jaubert, fascinante a
primera vista, es rechazada por la mayoría de los exegetas.
He presentado de manera tan detallada dicha tesis porque nos da una idea de lo variado y
complejo que era el mundo judío en tiempos de Jesús; un mundo que, a pesar de nuestro
creciente conocimiento de las fuentes, sólo podemos reconstruir de manera precaria. Por
tanto, no negaría a esta tesis una cierta probabilidad, aunque, considerando sus problemas, no
se la pueda aceptar sin más.
Entonces, ¿qué diremos? La evaluación más precisa de todas las soluciones ideadas hasta ahora
la he encontrado en el libro sobre Jesús de John P. Meier, quien, al final de su primer volumen,
ha presentado un amplio estudio sobre la cronología de la vida de Jesús. Él llega a la conclusión
de que hemos de elegir entre la cronología de los Sinópticos y la de Juan, demostrando que,
ateniéndonos al conjunto de las fuentes, la decisión debe ser en favor de Juan.
Juan tiene razón: en el momento del proceso de Jesús ante Pilato las autoridades judías aún no
habían comido la Pascua, y por eso debían mantenerse todavía cultualmente puras. Él tiene
razón: la crucifixión no tuvo lugar el día de la fiesta, sino la víspera. Esto significa que Jesús
murió a la hora en que se sacrificaban en el templo los corderos pascuales. Que los cristianos
vieran después en esto algo más que una mera casualidad, que reconocieran a Jesús como el
verdadero Cordero y que precisamente por eso consideraran que el rito de los corderos había
llegado a su verdadero significado, todo esto es simplemente normal.
Pero queda en pie la pregunta: ¿Por qué entonces los Sinópticos han hablado de una cena de
Pascua? ¿Sobre qué se basa esta línea de la tradición? Una respuesta realmente convincente a
esta pregunta ni siquiera Meier la puede dar. No obstante, lo intenta —al igual que otros
muchos exegetas— por medio de la crítica redaccional y literaria. Trata de demostrar que los
pasajes de Mc 14,1 y 14,12-16 —los únicos en los que Marcos habla de la Pascua— habrían
sido añadidos más tarde. En el propio y verdadero relato de la Última Cena no se habría
mencionado la Pascua.
Esta propuesta —por más que la sostengan muchos nombres importantes— es artificial. Pero
sigue siendo justa la indicación de Meier de que en la narración de la Última Cena como tal el
rito pascual aparece en los Sinópticos tan poco como en Juan. Así, aunque sea con alguna
reserva, se puede aceptar esta afirmación: «El conjunto de la tradición joánica... está
totalmente de acuerdo con la que proviene de los Sinópticos por lo que se refiere al carácter
de la Cena, que no corresponde a la Pascua» (A Marginal Jew, I, p. 398).
Pero, entonces, ¿qué fue realmente la Última Cenade Jesús? Y, ¿cómo se ha llegado a la idea,
sin duda muy antigua, de su carácter pascual? La respuesta de Meier es sorprendentemente
simple y en muchos aspectos convincente. Jesús era consciente de su muerte inminente. Sabía
que ya no podría comer la Pascua. En esta clara toma de conciencia invita a los suyos a una
Última Cena particular, una cena que no obedecía a ningún determinado rito judío, sino que
era su despedida, en la cual daba algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero
Cordero, instituyendo así su Pascua.
En todos los Evangelios sinópticos la profecía de Jesús de su muerte y resurrección forma parte
de esta cena. En Lucas adopta un tono particularmente solemne y misterioso: «He deseado
ardientemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que
ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios» (22,15s). Estas palabras
siguen siendo equívocas: pueden significar que Jesús, por una última vez, come la Pascua
acostumbrada con sus discípulos. Pero pueden significar también que ya no la come más, sino
que se encamina hacia la nueva Pascua.
Una cosa resulta evidente en toda la tradición: la esencia de esta cena de despedida no era la
antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite
de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del
judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la
muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, É1 ha celebrado la
Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el
momento para ello Jesús ya había muerto. Pero Él se había entregado a sí mismo, y así había
celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo
antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno.
El primer testimonio de esta visión unificadora de lo nuevo y lo antiguo, que da la nueva
interpretación de la Ultima Cena de Jesús en relación con la Pascua en el contexto de su
muerte y resurrección, se encuentra en Pablo, en 1 Corintios 5,7:«Barred la levadura vieja para
ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima
pascual: Cristo» (cf. Meier, A Marginal Jew, I, p. 429s). Como en Marcos 14,1, la Pascua sigue
aquí al primer día de los Ácimos, pero el sentido del rito de entonces se transforma en un
sentido cristológico y existencial. Ahora, los «ácimos» han de ser los cristianos mismos,
liberados de la levadura del pecado. El cordero inmolado, sin embargo, es Cristo. En este
sentido, Pablo concuerda perfectamente con la descripción joánica de los acontecimientos.
Para él, la muerte y resurrección de Cristo se han convertido así en la Pascua que perdura.
Podemos entender con todo esto cómo la Última Cena de Jesús, que no sólo era un anuncio,
sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección,
fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua.Y lo era verdaderamente.
2. LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA
El llamado relato de la institución, es decir, de las palabras y los gestos con los que Jesús se
entregó a sí mismo a sus discípulos en el pan y el vino, es el núcleo de la tradición de la Última
Cena. Este relato se encuentra en los Evangelios sinópticos —Mateo, Marcos y Lucas—, pero,
además, también en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 11,23-26). Las cuatro
narraciones son muy parecidas en su núcleo, pero muestran algunas diferencias en los detalles
que se han convertido comprensiblemente en objeto de amplios debates exegéticos.
Se pueden distinguir dos modelos de fondo: por un lado la narración de Marcos, con el cual
concuerda en gran parte el texto de Mateo; por otro, el texto de Pablo, que se asemeja al de
Lucas. El relato paulino es el texto literariamente más antiguo: la Primera Carta a los Corintios
fue escrita en torno al año 56. El periodo de redacción del Evangelio de Marcos es posterior,
pero es indiscutible que su texto recoge una tradición muy anterior. La controversia entre los
exegetas versa ahora sobre cuál de los dos modelos —el de Marcos o el de Pablo— es el más
antiguo.
Rudolf Pesch se ha pronunciado con argumentos dignos de consideración en favor de la mayor
antigüedad de la tradición de Marcos, que se debería datar en los años treinta. Pero también
el relato de Pablo se remonta a la misma década. Pablo dice que transmite lo que él mismo ha
recibido como tradición que se remonta al Señor. El relato de la institución y la tradición de la
resurrección (cf. 1 Co 15,3-8) ocupan un lugar especial en las cartas de Pablo: son textos ya
fijados que el Apóstol ha «recibido» así, y que transmite literalmente con todo cuidado. Las
dos veces dice que transmite lo que ha recibido. En 1 Corintios 15 insiste explícitamente en el
tenor literal, cuya conservación es necesaria para la salvación. De esto se deduce que Pablo
recibió las palabras de la Última Cena en el seno de la comunidad primitiva, y de un modo que
le hacía estar seguro de que provenían del Señor mismo.
Pesch considera probada la precedencia histórica de la narración de Marcos por el hecho de
que ésta sería aún un simple relato, mientras que considera 1 Corintios 11 como una «etiología
cultual» y, por tanto, como un texto ya formulado litúrgicamente y adaptado a la liturgia (cf.
Markusevangelium, II, pp. 364-377, especialmente p. 369). Esto es seguramente cierto. Pero
no me parece que haya una diferencia tan decisiva entre el carácter histórico y el teológico de
los dos textos.
Es verdad que Pablo quiere hablar de manera normativa con vistas a la celebración de la
liturgia cristiana; si éste es el verdadero significado de la expresión «etiología cultual»,
entonces puedo estar de acuerdo. Sin embargo, según la convicción del Apóstol, el texto es
normativo precisamente porque reproduce exactamente el testamento del Señor. En ese
sentido, orientación cultual y formulación ya existente para el culto no representan
contradicción alguna con la transmisión estricta de lo que el Señor ha dicho y querido. Por el
contrario, la formulación es normativa precisamente porque es verdadera y originaria. Esta
precisión en el transmitir no excluye una concentración y una selección. Pero la formulación y
la selección —ésta es la convicción de Pablo— no debe tergiversar lo que aquella noche fue
confiado a los discípulos por el Señor.
Pero una selección análoga y una formulación referida a la liturgia se encuentra también en el
Evangelio de Marcos. En efecto, tampoco este «relato» puede prescindir de su significado
normativo para la liturgia de la Iglesia, y presupone ya a su vez una tradición litúrgica vigente.
Ambos modelos de la tradición intentan transmitirnos el verdadero testamento del Señor.
Entre los dos hacen ver la riqueza de perspectivas teológicas del acontecimiento y, al mismo
tiempo, nos muestran la novedad inaudita que Jesús instituyó aquella noche.
Ante un acontecimiento tan imponente y único desde el punto de vista teológico y de la
historia de las religiones como el que manifiestan los relatos de la Ultima Cena, no podía faltar
el cuestionamiento por parte de la teología moderna: con la imagen del rabino afable que
muchos exegetas han trazado de Jesús no es compatible algo tan inaudito. No se puede creer
que «fuera capaz» de tanto. Y, naturalmente, tampoco se armoniza con la idea de Jesús como
un agitador político. Así las cosas, una buena parte de la exégesis actual cuestiona que las
palabras de la institución se remonten realmente a las palabras de Jesús. Dado que lo que aquí
está en juego es el núcleo del cristianismo y el aspecto central de la figura de Jesús, hemos de
examinar la cuestión más detenidamente.
La principal objeción contra la originalidad histórica de las palabras y los gestos de la Última
Cena puede resumirse así: habría una contradicción insalvable entre el mensaje de Jesús sobre
el Reino de Dios y la idea de su muerte expiatoria en función vicaria. El núcleo íntimo de las
palabras de la Última Cena, sin embargo, es el «por vosotros-por muchos», la autoentrega
vicaria de Jesús y, con ello, también la idea de la expiación. Si Juan el Bautista había llamado a
la conversión ante el juicio inminente, Jesús, como mensajero de alegría, habría anunciado la
cercanía del reinado de Dios y la voluntad incondicional de perdón, el régimen de la bondad y
la misericordia de Dios. «La última palabra que Dios pronuncia a través de su último mensajero
(el mensajero de la alegría después de Juan, el último mensajero del juicio) es una palabra de
salvación. El anuncio de Jesús está caracterizado por su orientación claramente prioritaria a la
promesa de salvación por parte de Dios, así como por la superación del Dios del juicio
inminente por el Dios actual de la bondad». Pesch resume con estas palabras el contenido
esencial del razonamiento que apoya la incompatibilidad de la tradición sobre la Última Cena
con la novedad y la peculiaridad del anuncio de Jesús (Abendmahl, p. 104).
Peter Fiedler ha desarrollado de manera drástica la lógica de esta visón cuando escribe: «Jesús
había anunciado al Padre que quiere perdonar incondicionalmente»; y después se pregunta:
«Pero ¿acaso no resulta ser menos generoso en su gracia, o incluso totalmente soberano,
desde el momento que insiste en una expiación?» (op. cit., p. 569; cf. Pesch, Abendmahl, pp.
16 y 106). Explica así la idea de una expiación como incompatible con la imagen que Jesús
tiene de Dios y, en esto, ya son muchos los exegetas y representantes de la teología
sistemática que están de acuerdo con él.
En efecto, aquí reside el verdadero motivo por el que una buena parte de los teólogos
modernos (y no sólo los exegetas) no admiten que las palabras de la Última Cena provengan
de Jesús. La razón no radica en los datos históricos: como hemos visto, los textos eucarísticos
pertenecen a la más antigua tradición. Según los datos históricos no hay nada más originario
precisamente que la tradición de la Última Cena. Pero la idea de expiación es inconcebible para
la sensibilidad moderna. Jesús, en su anuncio del Reino de Dios, debe situarse en el polo
opuesto. Aquí está en juego nuestra imagen de Dios y del hombre. Por eso toda esta discusión
es sólo aparentemente un debate histórico.
La verdadera cuestión es más bien: ¿Qué es la expiación? ¿Es compatible con una imagen
limpia de Dios? ¿Acaso no se trata de un grado del desarrollo religioso de la humanidad que ha
de ser superado? Jesús, para ser el nuevo mensajero de Dios, ¿no debería quizás oponerse a
esta idea? La verdadera discusión deberá versar, pues, sobre si los textos neotestamentarios
—leídos correctamente— nos revelan un concepto de expiación aceptable también para
nosotros, siempre que estemos dispuestos a escuchar en su integridad el mensaje que nos
llega de ellos.
Hemos de reflexionar definitivamente sobre esta cuestión en el capítulo sobre la muerte de
Jesús en la cruz. Esto requiere, sin embargo, la disponibilidad a no limitarse simplemente a
contraponer el Nuevo Testamento de manera «crítico-racional» a nuestra propia
presuntuosidad, sino aprender a dejarnos guiar: la voluntad de no tergiversar los textos según
nuestros criterios, sino dejar que su Palabra purifique y profundice nuestros conceptos.
Tratemos mientras tanto de acercarnos a tientas a la comprensión mediante una escucha
como ésta. En primer lugar, hagamos una pregunta: ¿Existe realmente una contradicción entre
el mensaje de Galilea del Reino de Dios y el último pronunciamiento de Jesús en Jerusalén?
Ciertos exegetas notables —Rudolf Pesch, Gerhard Lohfink, Ulrich Wilckens— ven, sí, una
diferencia profunda entre las dos posiciones, pero no un conflicto insoluble. Suponen que
Jesús, en un primer momento, hizo la generosa oferta del mensaje del Reino de Dios y del
perdón sin condiciones, pero, cuando se dio cuenta del fracaso de este ofrecimiento, identificó
su misión con la del siervo de Dios. Reconoció que tras el rechazo de su oferta sólo quedaba el
camino de la expiación vicaria: debía tomar sobre sí la desgracia que se cernía sobre Israel para
que muchos lograran llegar a la salvación.
¿Qué podemos decir a este propósito? De por sí, una evolución similar, es decir, el emprender
un nuevo camino del amor después de un primer ofrecimiento fallido, es ciertamente posible
según toda la estructura de la imagen bíblica de Dios y la historia de la salvación. Precisamente
esa «flexibilidad» de Dios, que espera la libre decisión del hombre y que, de cada «no», hace
brotar una nueva vía del amor, forma parte del camino de la historia de Dios con los hombres,
como nos lo describe el Antiguo Testamento. Al «no» de Adán responde con una nueva
preocupación por los hombres. Ante el «no» de Babel inaugura una nueva perspectiva de la
historia con la elección de Abraham. La petición de un rey para los israelitas representa en un
primer momento una obstinación contra Dios, que quisiera reinar sobre su pueblo de manera
inmediata. Pero en la profecía dirigida a David transforma esta terquedad en tina vía que lleva
luego directamente hacia Cristo, el Hijo de David. Así pues, una evolución parecida en dos
etapas en el obrar de Jesús es ciertamente posible.
El capítulo 6 del Evangelio de Juan parece aludir a un punto de inflexión similar en el camino
de Jesús con los hombres. Después de su sermón eucarístico, el pueblo y muchos de sus
discípulos le dan la espalda. Sólo los Doce permanecen. Encontramos un cambio análogo en el
Evangelio de Marcos, cuando Jesús, después de la segunda multiplicación de los panes y la
confesión de Pedro (cf. 8,27-30), comienza con el anuncio de la Pasión y se pone en camino
hacia Jerusalén y su última Pascua.
En 1929, Erik Peterson, en su artículo sobre la Iglesia —un artículo que todavía hoy bien vale la
pena leer—, sostenía que la Iglesia existe sólo bajo el supuesto de que «los judíos, como
pueblo elegido de Dios no han aceptado la fe en el Señor». Si hubieran aceptado a Jesús, «el
Hijo del hombre habría vuelto y el Reino mesiánico, en el que los judíos habrían ocupado el
puesto más importante, habría tenido su inicio» (Theologische Trakt., p. 247). Romano
Guardini ha acogido y modificado esta tesis en sus obras sobre Jesús. Para él, el mensaje de
Jesús comienza claramente con la oferta del Reino; el «no» de Israel habría provocado una
nueva etapa en la historia de la salvación, a la cual pertenecen la muerte y resurrección del
Señor, así como la Iglesia de los gentiles.
¿Qué decir sobre todo esto? Ante todo, que un cierto desarrollo en el mensaje de Jesús con
nuevas decisiones es ciertamente posible. El mismo Peterson, sin embargo, no sitúa la ruptura
durante el mensaje de Jesús mismo, sino en la época posterior a la Pascua, cuando los
discípulos, de hecho, luchaban inicialmente todavía por un «sí» de Israel. Sólo en la medida en
que se manifestó el fracaso de este intento se dirigieron a los paganos. Esta segunda fase la
podemos percibir claramente en los textos del Nuevo Testamento.
Por el contrario, una evolución en el camino de Jesús la podemos entrever siempre y sólo con
mayor o menor grado de probabilidad, pero nunca establecerla con claridad. Ciertamente no
se da ese contraste neto entre el anuncio del Reino de Dios y el mensaje de Jerusalén, tal como
se encuentra en las tesis de algunos exegetas modernos. Ya hemos hablado de algunos indicios
sobre un cierto desarrollo en el camino de Jesús. Pero debemos decir ahora (como ha
subrayado claramente, por ejemplo, John P. Meier) que la estructura de los Evangelios
sinópticos no nos permite establecer una cronología del anuncio de Jesús. Ciertamente, el
énfasis sobre la necesidad de la muerte y resurrección se hace más claro a medida que
progresa el camino de Jesús. Pero el conjunto del material no está ordenado cronológicamente
de tal manera que podamos distinguir claramente un antes y un después.
Basten algunas indicaciones. Ya en el segundo capítulo de Marcos, en la discusión sobre el
ayuno de los discípulos, se encuentra el anuncio de Jesús: «Llegará un día en que se lleven al
novio; aquel día sí que ayunarán» (2,20). Mucho más importante aún es la definición de su
misión que se esconde tras su hablar en parábolas, en las parábolas que explican a los
hombres su mensaje sobre el Reino de Dios. Jesús identifica su misión con la que se confió a
Isaías tras el encuentro con el Dios vivo en el templo: se dijo al profeta que, en un primer
momento, su misión sólo contribuiría a una mayor obstinación y que únicamente a través de
ella podría llegar después la salvación. En la primera fase de su anuncio, Jesús dice a los
discípulos que ésta sería precisamente la estructura de su camino (cf. Mc 4,10ss; Is 6,9s).
Pero de este modo todas las parábolas —todo el mensaje sobre el Reino de Dios— se ponen
bajo el signo de la cruz. Partiendo de la Ultima Cena y de la resurrección, podemos afirmar que
la cruz es la extrema radicalización del amor incondicional de Dios, amor en el que, a pesar de
todas las negaciones por parte de los hombres, Él se entrega, toma sobre sí el «no» de los
hombres, para atraerlo de este modo a su «sí» (cf. 2 Co 1,19). Esta interpretación teológica de
las parábolas según la teología de la cruz y su mensaje sobre el Reino de Dios se encuentra
también en los textos paralelos de los otros dos Sinópticos (cf. Mt 13,10-17, Lc 8,9s).
La orientación del mensaje de Jesús según la perspectiva de la cruz, válida ya desde el
comienzo, aparece en los Evangelios sinópticos todavía de otro modo. Me limito a dos breves
observaciones.
En Mateo, al comienzo del camino de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con la
solemne apertura de las Bienaventuranzas. En su conjunto, éstas se caracterizan por la
perspectiva de la cruz, que en la última bienaventuranza aparece con toda claridad: «Dichosos
los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos
vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la
misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,10ss).
En segundo lugar hemos de recordar también que Lucas pone al comienzo de su descripción
del camino de Jesús el rechazo que sufrió en Nazaret (cf. 4,16-29). Jesús anuncia que la
promesa de Isaías de un año de gracia del Señor se ha cumplido: «Me ha enviado para dar la
Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para
dar libertad a los oprimidos...» (4,18). Pero a causa de su pretensión, sus conciudadanos se
pusieron furiosos enseguida y lo expulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo
hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo»
(4,29). Precisamente con el mensaje de gracia que Jesús trae se inaugura la perspectiva de la
cruz. Lucas, que ha redactado con gran cuidado su Evangelio, ha puesto muy conscientemente
esta escena como una especie de título para toda la obra de Jesús.
No hay contradicción entre el jubiloso mensaje de Jesús y su aceptación de la cruz como
muerte por muchos; al contrario: sólo en la aceptación y la transformación de la muerte
alcanza el mensaje de la gracia toda su profundidad. Por otra parte, la idea de que la Eucaristía
se habría formado en la «comunidad» es completamente absurda también desde el punto de
vista histórico. ¿Quién podría haberse permitido pensar una cosa así, crear una realidad
semejante? ¿Cómo podría haber ocurrido que los primeros cristianos —claramente ya en los
años 30— aceptaran una invención como ésa sin oponer ningún tipo de objeción?
A este respecto Pesch dice con razón que «hasta ahora no se ha podido presentar ninguna
explicación crítica convincente de la tradición de la Cena» (Abendmahl, p. 21). No existe. Todo
esto sólo podía nacer de la peculiaridad de la conciencia personal de Jesús. Únicamente Él era
capaz de entrelazar tan soberanamente en la unidad los hilos de la Ley y los Profetas, en total
fidelidad a la Escritura y en la novedad total de su ser de Hijo. Sólo porque Él mismo lo había
dicho y lo había hecho, la Iglesia en sus diferentes corrientes y desde el principio podía «partir
el pan», como Jesús había hecho la noche en que fue traicionado.
3. LA TEOLOGÍA DE LAS PALABRAS DE LA INSTITUCIÓN
Después de todas estas reflexiones sobre el marco histórico y la fiabilidad histórica de las
palabras de la institución pronunciadas por Jesús, ha llegado el momento de prestar atención
al contenido de su mensaje. Hay que recordar ante todo, una vez más, que en los cuatro
relatos sobre la Eucaristía encontramos dos tipos de tradición con características peculiares
que aquí no debemos examinar en sus pormenores, aunque sí mencionar brevemente las
diferencias más importantes.
Mientras en Marcos (14,22) y Mateo (26,26) las palabras sobre el pan son sólo: «Tomad, esto
es mi cuerpo», en Pablo se lee: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11,24),
y Lucas completa con pleno sentido: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros»
(22,19). En Lucas y Pablo sigue inmediatamente el mandato de repetir lo que hizo Jesús:
«Haced esto en conmemoración mía», que falta en Mateo y Marcos. Las palabras sobre el cáliz
en Marcos rezan: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (14,24);
Mateo añade aún: «... por muchos para el perdón de los pecados» (26,28). Según Pablo, sin
embargo, Jesús dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez
que lo bebáis, en memoria mía» (1 Co 11,25). Lucas lo formula de modo similar, pero con
pequeñas diferencias: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por
vosotros» (22,20). Aquí falta la segunda orden de repetir la acción.
Pero hay dos claras diferencias importantes entre Pablo y Lucas, por un lado, y Marcos y
Mateo por otro. En Marcos y Mateo, «sangre» es el sujeto: Ésta «es mi sangre». Pablo y Lucas,
sin embargo, dicen: «Ésta es la nueva alianza sellada con mi sangre». Muchos ven aquí un
respeto por la aversión de los judíos a ingerir sangre: como contenido directo de lo que se da a
beber no se indica «la sangre», sino «la nueva alianza». Con esto hemos llegado ya a la
segunda diferencia: mientras Marcos y Mateo hablan simplemente de la «sangre de la
alianza», aludiendo así a Éxodo 24,8, que es la estipulación de la Alianza en el Sinaí, Pablo y
Lucas hablan de la Nueva Alianza, remitiéndose con ello a Jeremías 31,31. Aparece, pues, en
cada caso un trasfondo veterotestamentario diferente. Además, Marcos y Mateo hablan de la
sangre derramada «por muchos», aludiendo con ello a Isaías 53,12, mientras que Pablo y Lucas
dicen «por vosotros», haciendo pensar así inmediatamente en la comunidad de los discípulos.
Es comprensible por tanto que haya en la exégesis un amplio debate sobre cuáles sean las
palabras originarias de Jesús. Rudolf Pesch ha mostrado que, en un primer momento, surgen
aquí cuarenta y seis posibilidades que, intercambiando cada una de las respectivas
introducciones, pueden ser el doble (cf. Das Evangelium in Jerusalem, p. 134s). Estos esfuerzos
tienen su importancia, pero no entran en el cometido de este libro.
Nosotros partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin
su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la
fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de
las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura,
permitía algún retoque en los matices. Así se podía percibir en las palabras de Jesús tanto el
eco de Éxodo 24 como de Jeremías 31, y acentuar más un contenido u otro, sin por ello faltar a
la fidelidad a aquellas palabras que, casi de manera imperceptible, pero inequívoca, acogían en
sí la Ley y los Profetas. Pero con esto hemos pasado ya a la interpretación de las palabras del
Señor.
La narración de la institución comienza en los cuatro textos con dos afirmaciones sobre el
obrar de Jesús que han adquirido un significado esencial para la recepción en la Iglesia de todo
el conjunto. Se nos dice que Jesús tomó pan, pronunció la bendición y la acción de gracias, y lo
partió. Al comienzo se pone la eucharistia (Pablo y Lucas) o bien la eulogia (Marcos y Mateo):
ambos términos indican la berakha,la gran oración de acción de gracias y bendición de la
tradición judía, que forma parte tanto del rito pascual como de otros convites. No se come sin
dar las gracias a Dios por el don que Él ofrece: por el pan que nace y crece en la tierra, y
también por el fruto de la vid.
Las dos palabras distintas que usan Marcos y Mateo, por una parte, y Pablo y Lucas, por otra,
indican las dos direcciones intrínsecas de esta oración: es acción de gracias y de alabanza por
el don de Dios. Pero esta alabanza se torna en bendición sobre el don, como se lee en 1 Tm
4,4s: «Todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se
coma con acción de gracias (eucharistia); pues está santificado por la
Palabra de Dios y por la oración». En la Última Cena (como en la multiplicación de los panes, Jn
6,11), Jesús ha acogido esta tradición. Las palabras de la institución están en este contexto de
oración; en ellas, el agradecimiento se convierte en bendición y transformación.
Desde los primeros momentos, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no
simplemente como una especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha
junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la cual el
don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como
autodonación de Dios en el amor acogedor del Hijo. Louis Bouyer ha tratado de trazar el
desarrollo de la eucharistia cristiana —el «canon»— a partir de la berakha judía. Se puede
comprender así que «Eucaristía» se haya convertido en la denominación del conjunto del
nuevo acontecimiento cultual dispensado por Jesús. Sobre este tema hemos de volver todavía
en la cuarta sección de este capítulo.
Lo segundo que se nos dice es que Jesús «partió el pan». Partir el pan para todos es
principalmente la función del padre de familia, que en cierto modo representa con ello
también a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos nosotros lo
necesario para vivir. Es también el gesto de hospitalidad con la que se hace partícipe de lo
propio al extraño, acogiéndolo en la comunión de mesa. Partir y compartir: precisamente el
compartir crea comunión. Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere
en la Última Cena de Jesús una profundidad del todo nueva: Él se entrega a sí mismo. La
bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en
el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan.
El gesto de Jesús se ha transformado así en el símbolo de todo el misterio de la Eucaristía: en
los Hechos de los Apóstoles, y en el cristianismo primitivo en general, «partir el pan» designa
la Eucaristía. En ella nos beneficiamos de la hospitalidad de Dios, que se nos da en Jesucristo
crucificado y resucitado. La fracción del pan y el repartir —el acto de atención amorosa por
aquel que necesita de mí— es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma.
«Caritas», la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto,
sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la
«fracción del pan», la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas. En
ambas afirmaciones sobre el dar gracias y el compartir, que se encuentran al comienzo de la
narración de la institución, queda clara la naturaleza del nuevo culto fundado por Cristo en la
Última Cena, en la cruz y en la resurrección: con ello, el antiguo culto del templo queda abolido
y, al mismo tiempo, es llevado a su cumplimiento.
Volvamos a las palabras pronunciadas sobre el pan. Según Marcos y Mateo rezan
escuetamente: «Esto es mi cuerpo». Pablo y Lucas añaden: «Que será entregado por
vosotros». De este modo ponen de manifiesto lo que, de por sí, está incluido en el acto de
repartir. Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto
del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso. En este sentido,
Rudolf Pesch comenta acertadamente: Jesús «en su interpretación del pan presupone el
significado particular de su persona. Los discípulos podían entender: Esto soy yo, el Mesías»
(Markusevangelium, II, p. 357).
Pero ¿cómo puede suceder esto? Jesús se encuentra ciertamente en medio de sus discípulos.
¿Qué está haciendo? Cumple lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Nadie me
quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (cf. Jn 10,18). Se le quitará la vida en la cruz,
pero ya ahora la ofrece por sí mismo. Transforma su muerte violenta en un acto libre de
entrega por otros y a los otros.
Y Él lo sabe: «Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla» (cf. ibíd.). Él
da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida
la resurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya ahora ofrece la vida,
se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir ahora el
Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí
mismo a los hombres en la verdadera multiplicación de los panes.
La frase que se refiere al cáliz, a la que ahora dedicamos nuestra atención, es de una densidad
teológica extraordinaria. Como ya se ha indicado antes, en las pocas palabras de esa frase se
entrecruzan a la vez tres textos del Antiguo Testamento, de manera que toda la historia de la
salvación queda reasumida y se hace presente de nuevo.
Encontramos en primer lugar Éxodo 24,8, la estipulación de la Alianza del Sinaí; después
Jeremías 31,31,la promesa de la Nueva Alianza en medio de la crisis en la historia de la Alianza,
una crisis cuyas manifestaciones más relevantes fueron la destrucción del templo y el exilio en
Babilonia; y finalmente Isaías 53,12, la promesa misteriosa del siervo de Dios que carga con el
pecado de muchos, y así obtiene la salvación para ellos.
Tratemos ahora de entender estos tres textos, cada uno en su significado propio y en su nuevo
contexto. La Alianza del Sinaí, según la descripción de Éxodo 24, se fundaba en dos elementos.
Por un lado, en la «sangre de la alianza», la sangre de animales sacrificados, con la cual se
rociaba el altar —como símbolo de Dios— y el pueblo; y, en segundo lugar, en la palabra de
Dios y la promesa de obediencia de Israel: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor
con vosotros, sobre todos estos mandatos», había dicho solemnemente Moisés después del
rito de la aspersión. Inmediatamente antes el pueblo había respondido a la lectura del libro de
la alianza: «Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos» (Ex 24,7).
Esta promesa de obediencia, que era constitutiva de la alianza, se rompía inmediatamente
después con la adoración del becerro de oro mientras Moisés estaba en la montaña. Toda la
historia que sigue es una historia de reiteradas violaciones de la promesa de obediencia, como
muestran tanto los libros históricos del Antiguo Testamento como los libros de los profetas. La
ruptura parece irremediable en el momento en que Dios abandona a su pueblo al exilio y el
templo a la destrucción.
En aquellos momentos surge la esperanza de la «nueva alianza», no basada ya en la fidelidad
siempre frágil de la voluntad humana, sino grabada indestructiblemente en el corazón mismo
(cf. Jr 31,33). En otras palabras, el nuevo pacto debe basarse en una obediencia que sea
irrevocable e inviolable. Esta obediencia, fundada ahora en la raíz de la humanidad, es la
obediencia del Hijo que se ha hecho siervo y asume en su obediencia hasta la muerte toda
desobediencia humana, la sufre hasta el fondo y la vence.
Dios no puede simplemente ignorar toda la desobediencia de los hombres, todo el mal de la
historia, no puede tratarlo como algo irrelevante e insignificante. Esta especie de
«misericordia» y «perdón incondicional» sería esa «gracia a bajo precio» contra la que
protestó con razón Dietrich Bonhoeffer ante el abismo del mal de su tiempo.
La injusticia, el mal como realidad concreta, no se puede ignorar sin más, dejarlo estar. Se debe
acabar con él, vencerlo. Sólo esto es verdadera misericordia. Y que ahora lo haga Dios, puesto
que los hombres no son capaces de hacerlo, muestra la bondad «incondicional» divina, una
bondad que no puede estar en contradicción con la verdad y la correspondiente justicia. «Si
somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo», escribe Pablo a
Timoteo (2 Tm 2,13).
Esta fidelidad suya consiste en que Él no sólo actúa como Dios respecto a los hombres, sino
también como hombre respecto a Dios, fundando así la alianza de modo irrevocablemente
estable. Por eso, la figura del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos (cf. Is 53,12),
va unida a la promesa de la nueva alianza fundada de manera indestructible. Este injerto ya
inconmovible de la alianza en el corazón del hombre, de la humanidad misma, tiene lugar en el
sufrimiento vicario del Hijo que se ha hecho siervo. Desde entonces, a toda la marea sucia del
mal se contrapone la obediencia del Hijo, en el cual Dios mismo ha sufrido y cuya obediencia
es, por tanto, siempre infinitamente mayor que la masa creciente del mal (cf. Rm 5,16-20).
La sangre de los animales no podía ni «expiar» el pecado ni unir a los hombres con Dios. Sólo
podía ser un signo de la esperanza y de la perspectiva de una obediencia más grande y
verdaderamente salvadora. En las palabras de Jesús sobre el cáliz, todo esto se ha reasumido y
convertido en realidad: Él da la «nueva alianza sellada con su sangre». «Su sangre», es decir, el
don total de sí mismo en que El sufre todos los males de la humanidad hasta el fondo, elimina
toda traición asumiéndola en su fidelidad incondicional. Éste es el culto nuevo, que Él instituyó
en la Última Cena: atraer a la humanidad a su obediencia vicaria. Participar en el cuerpo y la
sangre de Cristo significa que Él responde «por muchos» —por nosotros— y, en el Sacramento,
nos acoge entre estos «muchos».
Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado
recientemente muchas discusiones. Según Marcos y Mateo, Jesús dice que su sangre fue
derramada «por muchos», aludiendo con ello precisamente a Isaías53, mientras en Pablo y
Lucas se habla de darla o derramarla «por vosotros».
La teología reciente ha destacado con razón la palabra «por», común a los cuatro relatos; una
palabra que puede ser considerada palabra clave no sólo de la narración de la Última Cena,
sino de la figura misma de Jesús. Su significado general se define como «pro-existencia»: no un
ser para sí mismo, sino para los demás; y esto no sólo como una dimensión cualquiera de esta
existencia, sino como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, en
cuanto ser, un «ser para». Si alcanzamos a entender esto, entonces estaremos muy cercanos al
misterio de Jesús y sabremos también lo que significa seguir a Jesús.
Pero ¿qué significa «derramada por muchos»? En su obra fundamental, Die Abendmahlsworte
Jesu (1935), Joachim Jeremías ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, la
palabra «muchos» sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo del
significado de la palabra griega, sino según los textos correspondientes del Antiguo
Testamento. Trata de probar que la palabra «muchos» significa en el Antiguo Testamento «la
totalidad» y, por tanto, se debería traducir por «todos». Esta tesis se impuso rápidamente por
entonces y se ha convertido en una convicción teológica común. Basándose en ella, en las
palabras de la consagración, el «muchos» se ha traducido en distintas lenguas por
«todos».«Derramada por vosotros y por todos». Así oyen hoy los fieles en muchos países las
palabras de Jesús durante la celebración eucarística.
Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opinión
predominante tiende hoy a explicar el «muchos» de Isaías 53, y también de otros lugares, en el
sentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al «todos».
Ahora, teniendo en cuenta también el lenguaje de Qumrán, se supone predominantemente
que «muchos», en Isaías y en Jesús, se refiere a la «totalidad de Israel» (cf. Pesch, Abendmahl,
p. 99s; Wilckens, I, 2, p. 84). Sólo con la llegada del Evangelio a los paganos se habría puesto de
manifiesto el horizonte universal de la muerte de Jesús y su expiación, que abarca tanto a los
judíos como a los paganos.
Últimamente, el jesuita vienés Norbert Baumert, junto con María Irma Seewann, ha
presentado una interpretación del «por muchos» que en líneas generales había desarrollado
ya Joseph Pascher en su libro Eucharistia de 1947.El núcleo de la tesis es el siguiente: según la
estructura lingüística del texto, el «ser derramado» no se refiere a la sangre, sino al cáliz; «se
trataría, pues, de un "derramar" efectivamente la sangre del cáliz, un gesto en el que la vida
divina misma se da en abundancia, sin hacer referencia alguna a la acción de los verdugos»
(Gregorianum 89, p. 507). Así, las palabras sobre el cáliz no aludirían al acontecimiento de la
muerte en la cruz y sus consecuencias, sino a la acción sacramental. De este modo se
clarificaría también la palabra «muchos»: mientras que la muerte de Jesús vale «para todos»,
el alcance del Sacramento es más limitado. Llega a muchos pero no a todos (cf. especialmente
p. 511).
Desde el punto de vista estrictamente filológico, esta solución puede ser verdadera en el texto
de Marcos 14,24. Si no se atribuye originalidad alguna al texto de Mateo respecto a Marcos, la
solución sobre las palabras de la Ultima Cena podría considerarse convincente. El énfasis en la
distinción entre el ámbito de la Eucaristía y el alcance universal de la muerte de Jesús en la
cruz es válido en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. Pero con ello el problema
de la palabra «muchos» queda explicado sólo en parte.
En efecto, falta la interpretación fundamental que da Jesús de su misión en Marcos 10,45,
donde también aparece la palabra «muchos». «El Hijo del Hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». Aquí se habla claramente de la
entrega de la vida en cuanto tal, y queda claro con ello que Jesús retoma la profecía sobre el
siervo de Dios de Isaías 53, y la pone en relación con la misión del Hijo del hombre que,
consiguientemente, adquiere así un nuevo significado.
Así pues, ¿qué podemos decir? Me parece presuntuoso, y al mismo tiempo insensato, querer
indagar en la conciencia de Jesús e intentar explicarla basándonos en lo que él pudo o no pudo
haber pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepciones
teológicas. Sólo podemos decir que Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo
de Dios y la del Hijo del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta al
mismo tiempo la superación de la limitación de la misión del siervo de Dios, una
universalización que indica una nueva amplitud y profundidad.
Podemos observar también cómo crece lenta y simultáneamente la comprensión de la misión
de Jesús en el camino de la Iglesia naciente, y cómo el «recordar» de los discípulos bajo la guía
del Espíritu de Dios (cf. Jn 14,26) comienza poco a poco a percibir todo el misterio escondido
tras las palabras de Jesús. 1 Tm 2,6 habla de Jesús como el único mediador entre Dios y los
hombres, «que se entregó en rescate por todos». El significado salvífico universal de la muerte
de Jesús se manifiesta aquí con claridad cristalina.
Podemos encontrar además respuestas históricamente diferenciadas, pero totalmente
concordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesús —
respuestas indirectas al problema «muchos-todos»—, tanto en Pablo como en Juan. Pablo
escribe a los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación «en su totalidad» (pléró
ma), y que, entonces, todo Israel se salvará (cf. 11,25s). Juan dice que Jesús murió «por el
pueblo» (judío), pero «no solamente por el pueblo, sino también para reunir a los hijos de Dios
dispersos» (11,50ss). La muerte de Jesús vale para judíos y paganos, para la humanidad en su
conjunto.
Si en Isaías «muchos» podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta
creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez más
claro que El, de hecho, murió por todos.
El teólogo protestante Ferdinand Kattenbusch trató de demostrar en 1921 que las palabras de
Jesús en la Última Cena serían el acto fundacional propiamente dicho de la Iglesia. Jesús habría
dado con ello a sus discípulos la novedad que los unía y hacía de ellos una comunidad.
Kattenbusch tenía razón: con la Eucaristía quedó instituida la Iglesia misma. Se convierte en
una unidad, llega a ser ella misma a partir del cuerpo de Cristo y, desde su muerte, queda
abierta a la vez a la inmensidad del mundo y de la historia.
La Eucaristía es el acontecimiento visible de reunión que —en un lugar y más allá de todos los
lugares— es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombres
unos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La Iglesia
proviene de la Última Cena, pero precisamente por eso se deriva de la muerte y resurrección
de Cristo, anticipadas por Él en el don de su cuerpo y su sangre.