Francisco Ugarte Corcuera
Del sufrimiento a la felicidad
El dolor y el sufrimiento forman parte de la vida humana son inseparables de la existencia del hombre , aunque los momentos de dolor, la frecuencia y los grados de intensidad pueden variar a lo largo del tiempo. También existe una gran desigualdad en el sufrimiento de las diversas personas: desde el casi bo ha sufrido hasta el que sufre lo indecible. ¿ Existe alguna respuesta al por qué el dolor y al motivo de estas diferencias, o se trata de un misterio? Guardini, poco antes de morir afirmó: “ Cuando esté ante el Señor, lo primero que le preguntaré es algo cuya respuesta no he encontrado en ningún sitio: ¿ Por qué tienen los hombres que sufrir? “. El hombre sufre de manera mas profunda si no encuentra respuesta satisfactoria.
A mucha gente, el dolor le parece un obstáculo insuperable en el camino hacia la felicidad. Esto es evidente para quien piensa que la felicidad se reduce al placer y a la ausencia de dolor (Stuart Mili), o para quien considera que hay que huir del dolor a toda costa porque es el enemigo insalvable de la felicidad (Schopenhauer). Sin embargo, para quien concibe la felicidad como una tarea interior que trasciende lo placentero, y cuenta con que el sufrimiento es inseparable de la vida humana, ¿resulta compatible la felicidad con el dolor?
El sufrimiento y el mal
El sufrimiento está relacionado con el mal. La persona sufre cuando experimenta algún mal: enfermedad, traición, pérdida del empleo o muerte de un hijo... El mal es una cierta falta o ausencia del bien que correspondería poseer, como es el caso de la salud o la fidelidad de la persona amada. Se podría decir que el hombre sufre cuando carece de un bien del que debería o querría participar, como el ser tratado dignamente o bien recibir un reconocimiento por su buen desempeño profesional. Sufre en particular cuando debería tener parte —en circunstancias normales— en este bien y no la tiene, por ejemplo, cuando se le excluye de la herencia familiar sin motivo alguno.
El mal del que deriva el dolor puede ser físico o moral, y origina dos tipos de sufrimiento: "El sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera «duele el cuerpo», mientras que el sufrimiento moral es «dolor del alma»(131). Aunque el primero puede ser de tal intensidad que polarice toda la atención de la persona, como un fuerte dolor de muelas, ordinariamente el sufrimiento moral resulta más difícil de sobrellevar porque invade directamente el estado anímico y conduce al decaimiento interior, como ocurre con la pérdida inesperada de un ser querido.
El dolor, por tanto, en sí no es algo bueno, porque deriva del mal, pero puede ser transformado en un valor importante, si se le encauza adecuadamente, es decir, si se le proporciona un sentido o se descubre que puede tenerlo. Entonces dejará de ser obstáculo para la felicidad. Más aún, podrá convertirse en recurso que contribuya a la felicidad, como advierte Juan Pablo II: "la alegría deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento". ¿Cómo es esto posible? ¿En qué consiste el proceso que sigue esta transformación?
El proceso del dolor
La trayectoria que ordinariamente se sigue a partir de la aparición de un suceso doloroso, suele variar de unas personas a otras. A pesar de ello, se señalan a continuación las etapas que suelen ser más frecuentes, cuando el sufrimiento va superando las diversas resistencias naturales hasta resolverse, finalmente, de manera positiva.
1) Lo normal es que la primera reacción, cuando el hecho doloroso aparece sin esperarlo, sea de rechazo, de huida o incluso de negación: no reconocerlo, no afrontarlo o pensar que aquello no es real. Si no se supera esta disposición, es imposible encauzar el problema, pues el hecho sigue presente aunque se pretenda mantener la venda en los ojos para no verlo, lo cual resulta artificial y tarde o temprano la realidad acaba por imponerse. Pero además, cuando la realidad se hace presente y no se quiere aceptar, se genera un conflicto interior que desequilibra y puede llevar hasta la desesperación.
2) En cambio, si esa primera reacción se supera y se reconoce con realismo el hecho doloroso, se estará en posibilidades de afrontarlo. Pero esto no significa que el camino será fácil. La conciencia del suceso puede provocar parálisis interior, hundimiento o depresión que incapaciten para enfrentar lo ocurrido y buscar alguna salida o algún cauce. Si este estado de pasividad no se supera, el sufrimiento crecerá hasta hacerse insoportable. Hasta esta fase, resulta muy difícil encontrar o descubrir algún sentido al dolor experimentado, porque el estado anímico dificulta comprender cualquier argumento.
3) En algunos casos, la única razón que se comprende es que no se puede permanecer en ese estado de parálisis y pasividad, porque los efectos negativos que se están experimentando resultan perniciosos y que, por tanto, es preciso realizar un esfuerzo para sobreponerse a la situación y reaccionar de alguna manera. Aunque la motivación pueda estar muy centrada en la necesidad de que el propio yo salga de la cárcel en que se encuentra, también pueden pesar positivamente otros motivos referentes a los demás: la madre entiende que debe reaccionar para sostener a sus hijos, el jefe de la empresa a sus empleados, etcétera.
4) Una vez que el hecho doloroso se ha reconocido y la persona se ha sobrepuesto para superar el estado de parálisis y pasividad —aunque el dolor y la tristeza sigan carcomiendo el corazón—, ordinariamente se experimentará que el esfuerzo realizado ha valido la pena. Y esto será suficiente para dar paso a la resignación, que no es todavía aceptación del dolor, sino sometimiento a un destino inevitable, sin identificarse del todo con él.
5) Paradójicamente, el realismo de enfrentarse con el hecho doloroso produce una cierta sensación de dominio
de la situación que genera paz, por contraste con la inquietud derivada de no querer reconocer lo ocurrido. Además, el conocimiento de la verdad sobre la situación clarifica la mente y permite intuir, aunque de manera confusa todavía, que algo bueno puede encontrarse en lo sucedido o de-rivarse de ello.
6) Todos estos factores favorecen un siguiente paso, de gran importancia, que corresponderá a la voluntad: una incipiente aceptación de algo que inicialmente se rechazaba y de ninguna manera se podía asumir. La aceptación en este nivel depende del beneficio subjetivo que se ha experimentado al reconocer y enfrentar el hecho, y de la intuición sobre el posible bien que puede encerrarse en lo sucedido.
7) Una vez que se ha aceptado, aunque sea minimamente, el hecho doloroso, será posible preguntarse: ¿habrá algo positivo en todo esto; qué beneficios pueden derivarse de lo ocurrido; cabe aprovecharlo para conseguir alguna mejora, en uno mismo o en los demás? Son preguntas que apuntan al sentido del dolor: ¿por qué y para qué este sufrimiento? El solo hecho de hacerse la pregunta incluye ya la aceptación de que puede existir una respuesta y de que, si la hay, esa respuesta podrá ser asumida.
8) Pero antes de intentar la respuesta, advirtamos lo que significa aceptar el sufrimiento, último paso del proceso. La aceptación es un acto de la voluntad que consiste en querer algo que encierra alguna razón para ser querido, a pesar de que en sí mismo pueda provocar un natural rechazo. Exige valentía para superar tanto esa resistencia como el miedo al dolor, de manera que la voluntad quede libre para querer el bien que se encierra en el sufrimiento.
Más aún, puede decirse que la verdadera aceptación consiste en <i>amar </i>lo aceptado. Por eso, la auténtica aceptación del dolor conduce a amar aquel dolor que se presenta como inevitable, no en sí mismo, sino en cuanto conveniente para la persona desde algún punto de vista. Para dar este paso definitivo, de aceptar plenamente el sufrimiento, se requiere comprender su valor y su sentido. Si esto se consigue, se hará realidad lo que Julián Marías afirma: "se puede ser feliz —radical y sustancialmente feliz— en medio de considerables sinsabores, privaciones o sufrimientos".
El sentido del sufrimiento
La pregunta sobre el<i> por qué </i>del sufrimiento se refiere a la causa que pudiera explicar su aparición: ¿es el castigo merecido por alguna culpa cometida?, ¿es consecuencia de la mala fortuna?, ¿se debe a mi debilidad física o moral?, ¿está causado intencionalmente por alguien?, ¿por qué lo permite Dios? Mientras que la pregunta acerca del <i> para qué</i> apunta más a la finalidad del dolor y, por tanto, se encuentra más relacionada con el sentido: ¿cómo puede beneficiarme este sufrimiento?, ¿se trata de una oportunidad que se me ofrece para obtener algún bien?, ¿qué relación guarda con el proyecto que me he trazado en la vida?, ¿cómo lo puedo aprovechar para ayudar a los demás?, ¿es un medio para acercarme a Dios?
Ciertamente, el dolor mantendrá en todo momento su negatividad objetiva que, como se ha dicho, deriva de su relación con el mal. Por ello, descubrir el sentido del sufrimiento, para valorarlo y, en esa medida, aceptarlo -incluso amarlo, en el grado más elevado de la aceptación- , no significa suprimir la conciencia del mal que lo provoca. Dicho con otras palabras, "el amor al dolor no equivale ni a la destrucción de la negatividad del dolor, ni al masoquismo, sino al descubrimiento de un horizonte en el que el dolor, lejos de destruir a la persona, es un instrumento que la transforma y perfecciona (135), la hace “ser más”. ¿En qué consiste esa transformación y ese perfeccionamiento que el sufrimiento puede producir en quien lo padece? En otras palabras, ¿cuál es el valor del sufrimiento que hace <i>ser más </i>a la persona?
Valor humano del dolor
El dolor posee un valor, tanto humano como espiritual; es decir, nos puede transformar y perfeccionar en el nivel antropológico de nuestras principales facultades humanas
— inteligencia, voluntad y afectividad—, haciéndonos mejores personas; o espiritualmente, en cuanto nos acerca a Dios y nos aproxima al fin trascendente de nuestra vida. Comencemos por señalar los beneficios humanos que pueden derivar del sufrimiento, cuando está bien enfocado y es plenamente aceptado, para cada una de las tres facultades mencionadas.
1) El sufrimiento enriquece la inteligencia
La actividad de la inteligencia consiste en conocer. El sufrimiento <i>hace pensar, </i>invita a <i>reflexionar,</i>a plantearse la vida de una manera nueva, a preguntarse por la razón última de nuestras experiencias; "hace más aguda nuestra percepción de las cosas: lo trivial, lo insubstancial cede paso a lo que es importante, a lo substancial. Un refrán dice: «cuando has llorado, lo ves todo con otros ojos». En consecuencia, la persona se hace más profunda, el dolor le demanda definir y clarificar sus propias convicciones, así como la jerarquía de sus valores. G. Thibon decía que "cuando el, hombre está enfermo, si no está esencialmente rebelado, se da cuenta de que cuando estaba sano había descuidado muchas cosas esenciales; que había preferido lo accesorio a lo esencial.
Además, el sufrimiento permite <i>conocerse mejor, </i>con mayor realismo y objetividad, porque el dolor nos enfrenta con nosotros mismos, sin dejar espacio al fingimiento o a la falsedad. Como consecuencia de este conocimiento propio, la persona se encuentra en condiciones de manifestarse como realmente es, con naturalidad, porque el dolor ayuda a quitarse las máscaras y a eliminar las falsas apariencias. Se vive entonces con más paz interior, porque no hay nada que ocultar y se está en presencia de la verdad sobre uno mismo.
2) El dolor perfecciona la voluntad
En primer lugar, ayuda a <i>aceptar </i>las propias limitaciones y debilidades, que en el dolor se ponen más de manifiesto. Muchas veces ocurre que quien se creía invulnerable, ante una enfermedad u otro suceso doloroso, ha tenido que bajar la cabeza y reconocer que no es autosuficiente, que no se basta a sí mismo sino que necesita de los demás. Esta aceptación de las propias carencias es un acto de la voluntad que conduce a la humildad, fundamental para estar centrados en la vida y alcanzar la paz interior, porque «la humildad es la verdad». De la disposición humilde deriva frecuentemente la solidaridad con los demás, al reconocer que se les necesita y que ellos requieren de nosotros. Esta relación de apoyo recíproco influye directamente en la felicidad, porque el compartir es indispensable para ser feliz.
Por otra parte, cuando alguien es capaz de superar el efecto depresivo del sufrimiento y, en lugar de hundirse, se sobrepone y sale adelante, queda fortalecido. Por eso, el dolor es escuela de fortaleza, pues ofrece la oportunidad de aprender a soportar lo adverso y desarrollar una fuerza de voluntad capaz de enfrentar situaciones duras que puedan venir en el futuro, y que de otra manera producirían temor o de plano se rechazarían. Esta fuerza que se adquiere en el sufrimiento es un factor clave para la felicidad porque hace posible llevar a cabo los objetivos que nos trazamos en la vida, de cuya realización depende, en buena medida, la felicidad. En cambio, quien carece de fuerza de voluntad, suele ir de frustración en frustración, acumulando amarguras, porque no logra llevar a cabo lo que se propone.
3) El sufrimiento transforma el corazón
La primordial importancia del amor con relación a la felicidad es algo en cierta manera evidente, ya que no resulta difícil constatar que "las personas que de verdad se aman son las más felices del mundo. Es importante tener en cuenta que la capacidad de amar proviene de haber sido amado previamente — por ejemplo, un niño aprende a amar en la medida en que experimenta el amor de sus padres—, y de aquí deriva la felicidad, porque "la apetencia de ser amado es esencial a la felicidad; cuando alguien nos quiere, nuestra vida se dilata, se abre literalmente a la posibilidad de ser feliz. Sin embargo, para experimentar el amor de los demás no basta con<i> ser amado, </i>sino que es preciso, además, <i>saberse </i>y <i>sentirse amado.</i> Cuando una persona se sabe y se siente confirmada por el amor, nota como un impulso hacia su propia plenitud, pues como señala Pieper, "sólo por la <i>confirmación en el amor</i> que viene de otro consigue el ser humano existir del todo es decir, "cuando el hombre se <i>siente amado </i>su paisaje existencial se le ilumina, y en torno a esta luz empieza a girar su vida. Con esta experiencia, la capacidad de amar se dilata, porque brota un deseo de corresponder al amor recibido. Y al concretar ese deseo, la felicidad se experimenta con especial intensidad, como consecuencia de sentirse amado y de amar. Por ello se puede concluir algo de importancia capital, y es que "la esencia de la felicidad es simple y eterna: consiste en amar y ser amado.
Ahora bien, el auténtico amor a los demás se potencia con el sufrimiento. El dolor aceptado es antídoto del egoísmo y apertura hacia el otro. En cambio, "quien se niega a sufrir no puede amar de verdad, pues el amor implica siempre alguna forma de morir a sí mismo, de sentirse arrancado y, con ello, liberado de sí mismo. Este amor que nace del sufrimiento se manifiesta especialmente en la<i> comprensión </i>de los demás: la persona, al tener más clara conciencia de sus limitaciones, se hace más capaz de ponerse de verdad en el lugar de los otros, para entenderlos desde ellos mismos y aceptarlos como son. Además, la experiencia del dolor le hace más sensible frente al sufrimiento ajeno, que se comprende con mayor profundidad. Quien gana en comprensión, suele ser también más <i>cordial,</i> más <i>amable,</i> más<i> acogedor,</i> cualidades todas de gran importancia para la convivencia humana y para el perfeccionamiento personal, y que colaboran de manera determinante a la felicidad. A la luz de estas consecuencias para el amor, derivadas del sufrimiento, se puede decir con el poeta: "No quiero que te vayas, dolor, / última forma de amor. /Me estoy sintiendo vivir / cuando me dueles".
Los beneficios derivados del sufrimiento, en cada una de estas tres facultades que se señalaron, conducen a la verdadera <i>madurez y plenitud </i>de la persona, porque le abren los ojos a la trascendencia de la vida, a la necesidad de hacer un uso correcto de la libertad y a vivir con sentido de responsabilidad. No es raro constatar que quienes llevaban una vida ligera y superficial, marcada por la mediocridad y el conformismo, han quedado transformados a partir de un suceso doloroso. Han comenzado a preguntarse por la razón de ser de su existencia, se han percatado del tiempo que han perdido hasta ese momento, han concluido que no valía la pena vivir así, y han decidido tomarse en serio el futuro. De ahí que un hecho difícil de sobrellevar, como una enfermedad grave, "puede hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es".
Cuando esta transformación se traduce en afán de dar lo mejor de uno mismo, de poner en juego las capacidades y fortalezas para hacerlas rendir lo más posible, orientadas también al servicio de los demás, la persona se encamina hacia su plenitud y la experiencia de felicidad no se hace esperar.
Valor espiritual del sufrimiento
Ciertamente las razones humanas anteriores permiten dar un sentido al sufrimiento que favorece el camino hacia la felicidad. Sin embargo, es preciso reconocer también que no basta con esas razones para descubrir el sentido último y trascendente del dolor, y resolver de manera definitiva el problema de la felicidad. Es un hecho de experiencia que quien no cree en Dios y en la vida después de la muerte, no logra ser feliz, porque esas ausencias le producen un vacío interior que se traduce en soledad, angustia y amargura. Las aspiraciones de infinitud que experimenta en su corazón no encuentran cauce ni respuesta; el sentido de la vida también queda frustrado ante la amenaza constante de la muerte y la conciencia de la fugacidad de todas las cosas; y el sufrimiento se puede acabar concibiendo como pura negatividad, ante la incapacidad de descubrir en él su valor trascendente, convirtiéndose en un obstáculo insalvable para la felicidad.
Es significativo que la investigación de David G. Myers y Ed Diener sobre la felicidad (citada anteriormente), obtuvo la siguiente conclusión: «Los creyentes con un compromiso espiritual son más felices que los indiferentes, y la felicidad aumenta en paralelo con la práctica religiosa». Este resultado fue confirmado por un estudio de la Organización Gallup, que entrevistó a un significativo sector de personas con el objeto de comparar el nivel de felicidad de aquellas que tenían un «bajo compromiso espiritual» con quienes poseían una «alta espiritualidad». También puede resultar sorprendente la siguiente aseveración de los capellanes de una clínica universitaria:
"Hay gente que lo tiene todo y no es feliz y, sin embargo, no es difícil encontrar enfermos que con una gran alegría dan gracias a Dios por el maravilloso mundo que descubren gracias a su enfermedad".
Todos estos hechos, conocidos por vía experimental, confirman la afirmación de San Agustín: "es feliz el que posee a Dios"; o lo que señalaba Pascal: «nadie es tan feliz como un cristiano auténtico». En todos estos casos, se trata de una felicidad, no sólo compatible con el sufrimiento, sino capaz de convertir el dolor en fuente de felicidad por la relación que la persona guarda con Dios. ¿En qué consiste esta relación?
La respuesta puede sintetizarse en las llamadas virtudes teologales,<i> la fe, la esperanza y la caridad </i>que, según el Catecismo de la Iglesia Católica, "disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad [...]. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna". Esto significa que "no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo”. Veamos a continuación de qué manera cada una de estas virtudes influye en la felicidad; en qué medida el dolor puede prendarlas y favorecer, así, que la persona sea más feliz; y cómo también estas virtudes convierten el sufrimiento en camino hacia la felicidad.
1 ) La fe
La fe es una virtud por la que creemos en Dios y creemos a Dios. Creer en Dios significa reconocer la existencia de un ser creador, infinitamente bueno y poderoso, en quien podemos confiar y con quien podemos contar en todo momento. Por la fe, el creyente centra su vida en Dios y se esfuerza por conocer y hacer Su voluntad. Ve a Dios como un padre amoroso y experimenta, en consecuencia, la seguridad del hijo que se sabe protegido y acompañado en todo momento. Esto repercute directamente en la felicidad, por la consiguiente tranquilidad y paz interior que se experimenta.
Creer a Dios quiere decir aceptar todo lo que El ha querido revelarnos. Entre otras, aquellas verdades que orientan nuestra existencia hacia la felicidad definitiva, que consistirá en la unión con Dios para siempre en la otra vida, y que señalan también el camino que es preciso recorrer — por ejemplo, el cumplimiento de los mandamientos— para alcanzar esa meta. La fe nos asegura que quien vive de acuerdo con el plan de Dios, conseguirá su felicidad, pero no sólo en la otra vida, sino ya ahora, aunque con las limitaciones propias de quien está en camino. De esta manera, la felicidad en la tierra viene a ser como un preludio de la felicidad definitiva en el cielo. La fe, por tanto, nos proporciona una claridad tal, sobre las verdades últimas de la existencia, que la vida se ve iluminada y llena de sentido, con la consiguiente alegría y felicidad que de ahí derivan.
La experiencia del sufrimiento, afirmábamos, nos pone en contacto con nuestras carencias y permite que nos percatemos de nuestra limitación ontológica. Nos ofrece, en esta misma medida, la posibilidad de descubrir o cobrar conciencia de nuestra <i>dependencia de Dios</i> -Víctor Hugo decía que «para divisar a Dios, el ojo necesita a menudo la lente de las lágrimas»-, lo cual abre a la fe. El dolor ordinariamente echa por tierra las actitudes de autosuficiencia — la soberbia, el amor propio— que dificultan la fe, porque impiden reconocer la necesidad de Dios en la propia vida. De ahí que, por ejemplo, "con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retomo a El". El siguiente testimonio es significativo a este respecto:
"Sólo el crisol de la angustia ha permitido que mi fe se multiplicase y purificase. Incluso, curiosamente, he experimentado esto en sus efectos: Ahora cuando hablo de Cristo la gente cree más en lo que digo, porque ahora sabe muy bien que lo que digo no son tonterías. Muchos santos se han abierto a la fe y han tomado la decisión de orientar su vida hacia Dios, precisamente a raíz de un suceso doloroso; se han transformado y han iniciado el camino que les conduciría a la felicidad plena.
Por otra parte, la fe permite descubrir el sentido del sufrimiento, aun en aquellas situaciones en las que se acude a Dios para que nos resuelva un problema -el dolor físico, la enfermedad- y no recibimos la respuesta esperada. Spaemann lo explica a partir de una experiencia concreta:
"Yo he podido ser testigo en Lourdes de cómo un enfermo quedaba curado, como a veces sucede en Lourdes, de manera incomprensible para la medicina. Pero no fue la curación lo que me produjo la impresión más honda, sino los enfermos que se iban de Lourdes sin haber sido curados. Se hubiera podido suponer que estarían llenos de la más profunda desesperación, pero, ¡ni mucho menos!, ¡todo lo contrario! El mayor milagro de Lourdes es la serenidad de los que la abandonan sin ser curados. ¿Cómo puede suceder esto? Tal realidad está relacionada con el hecho de que para ellos la curación milagrosa de alguno les hace entender que el sufrimiento que padecen no es un fatal destino. Si Dios puede curarme, debe tener un motivo para no hacerlo. Un motivo, es decir ¡un sentido!, y el sentido consuela.
2)La esperanza
La esperanza es la virtud por la que aspiramos a la unión definitiva con Dios en la vida eterna. Incluye poner nuestra confianza en las promesas que El mismo ha hecho y en los medios que ha prometido para alcanzarla. "La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre.
No es difícil comprender, por tanto, la estrecha relación que esta virtud teologal guarda con la felicidad. La esperanza ante el futuro otorga sentido a la vida, genera ilusión y mueve a poner en juego todas las potencialidades para llegar a la meta. Mi felicidad ahora depende de que perciba el futuro positivamente, como posibilidad de ser cada vez más feliz, ya que de lo contrario se producirá dentro de mí una constricción en el ánimo que se convertirá en tristeza ante la expectativa de un futuro confuso o frustrada de antemano. Y para ver el futuro como posibilidad de ser cada vez más feliz, es necesario estar convencido de que algún día podré ser feliz en sentido pleno y definitivo, "porque un hombre se siente feliz en la medida de la esperanza razonable que abrigue de conseguir la verdadera felicidad. Esta convicción sólo es posible si tengo esperanza, si experimento la seguridad de que, viviendo conforme al querer de Dios, al final de mi vida en la tierra llegaré al definitivo encuentro con El, única fuente de felicidad absoluta.
Cuando el dolor aparece en la vida, puede convertirse en obstáculo para la felicidad. Pero puede también provocar que nos preguntemos: si Dios quiere que seamos felices ahora —con los límites propios de la condición humana— y felices en la otra vida, ¿ha concretado la vía para alcanzar esa meta en medio del sufrimiento? La respuesta la encontramos en Jesucristo, que señaló el camino mediante las<i> Bienaventuranzas</i> que enseñó en el Sermón de la Montaña . Baste recordar algunas de ellas recogidas por San Mateo: «bienaventurados los que lloran, porque serán consolados»; «bienaventurados los que tienen <i>hambre y sed de justicia, </i>porque quedarán saciados»; «bienaventurados los que<i> padecen persecución por causa de la justicia, </i>porque suyo es el Reino de los Cielos»; «bienaventurados cuando los injurien, los persigan y, mintiendo, digan contra ustedes todo tipo de maldad por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en el cielo». Por tanto, puede decirse que «las bienaventuranzas son la respuesta de Jesús, de Dios mismo, a la cuestión tan humana acerca de la felicidad, bajo la forma de una serie de promesas y advertencias».De ahí que "las Bienaventuranzas del Evangelio nos harán encontrar, bajo la arena movediza de las alegrías intermitentes y de los placeres engañosos, el camino de nuestra verdadera felicidad”. Su conocimiento será una luz que oriente el rumbo de esa felicidad profunda que todos anhelamos.
3) El amor
La caridad —el amor— es la virtud por la cual amamos a Dios y amamos al prójimo. Acabamos de decir que la capacidad de amar proviene de haber sido amado previamente. Esto es especialmente verdadero en el nivel ontológico y radical, donde el punto de partida está en Dios, como lo advierte Benedicto XVI: "Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor". Por tanto, quien se sabe amado por Dios experimenta "la alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial", y quien corresponde a ese amor, se siente feliz, porque "amar a Dios sobre todas las cosas es además el secreto para conseguir la felicidad incluso ya en esta vida”.
Pero existe un obstáculo al amor de Dios y del prójimo, con consecuencias para nuestra felicidad: <i>el pecado,</i> que consiste en transgredir voluntariamente el orden que Dios ha establecido por nuestro bien, para facilitarnos el camino. El pecado nos aparta de Dios, nos mancha interiormente y merece una pena por la culpa cometida.
Esto explica que el efecto subjetivo de las faltas personales se experimente como un peso en la conciencia en forma de remordimiento, que quita la paz interior. ¿Cómo es posible reparar lo que se ha perdido al pecar? Entre otros medios, el sufrimiento ofrecido a Dios se puede convertir en camino privilegiado para pagar la deuda contraída, para purificar el alma de las manchas que han derivado de esas ofensas a Dios, y para recuperar el bien que se perdió al apartarse de Él. Juan Pablo II explica que el sufrimiento "tiene sentido no sólo porque sirve para pagar el mismo mal objetivo de la transgresión con otro mal, sino ante todo porque crea la posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre. Éste es un aspecto importantísimo del sufrimiento". Dicho con otras palabras, "el alma destrozada por el dolor se libera del fango de la culpa y recobra su antigua belleza y su antiguo vigor". Y no resulta difícil comprobar que el efecto subjetivo de esta reparación es la profunda alegría interior que se experimenta. Por eso, San Josemaría afirmaba:
"Cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra".
El sufrimiento es, además, un medio privilegiado para demostrar y manifestar el amor. El mejor ejemplo lo encontramos en Jesucristo, que experimentó hasta lo indecible el dolor físico y el dolor moral, especialmente en los momentos de su Pasión , para salvar al hombre. Puede decirse que el misterio del dolor sólo se ilumina y se comprende con hondura desde la cruz de Cristo. Es un misterio de amor. El misterio de un Dios cuyo amor es tan grande que se hace hombre y da su vida por nosotros. Cristo ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Y todo hombre, mediante su propio sufrimiento, puede hacerse participe del sufrimiento redentor de Cristo, que no termina en la cruz, sino en la alegría de la resurrección.
Por tanto, el amor al prójimo se puede manifestar de manera efectiva mediante el sufrimiento: si se ofrece a Dios por los demás, se convierte en una oración de incalculable valor, porque una persona que es capaz de pedir por otra a través de su propio dolor está demostrando un amor generoso como el de Jesucristo; está uniendo su dolor al de Cristo, con el consiguiente beneficio para el prójimo: "Con su Pasión y Muerte, Jesús da un nuevo sentido al sufrimiento, el cual, unido al suyo, puede convertirse en medio de purificación y salvación, para nosotros y para los demás". Si cualquier servicio realizado por el prójimo suele traer consigo un incremento de felicidad en quien lo realiza, cuando la ayuda se dirige a lo más importante de la persona —su relación con Dios— se comprende que la felicidad que deriva de ahí adquiera unas dimensiones especialmente elevadas. Por eso no es de extrañar que San Pablo expresara: "Me alegro de mis padecimientos por ustedes".
Conclusión
Después de estas reflexiones podemos concluir que el sufrimiento —que en sí mismo es un mal — puede convertirse en un bien para la persona, que la conduzca a su plenitud y no sólo no sea un obstáculo para la felicidad, sino que resulte compatible con ella e incluso la potencie. Ciertamente, para esto se requieren muchas condiciones que habrán de ponerse en práctica, según se ha visto, mediante un esfuerzo serio y bien orientado, pero sobre todo con el amor y la confianza puestos en Dios, de quien procede el principal apoyo para que el dolor y el sufrimiento puedan convertirse en fuente de felicidad. Esto último es posible cuando la persona ha centrado su vida en Dios, como lo expresan los siguientes versos de un poeta del siglo pasado:
"No quiero que en mi cantar mi pena se transparente; quiero sufrir y callar, no quiero dar a la gente migajas de mi pesar...
Tú solo, Dios y Señor,
Tú que por amor me hieres;
Tú, que con inmenso amor, pruebas con mayor dolor a las almas que más quieres.
Tú solo lo has de, saber; pues sólo quiero contar mi secreto padecer a quien lo ha de comprender y lo puede consolar.
¡Bendito seas Señor, por tu infinita bondad, porque pones con amor, sobre espinas de dolor, rosas de conformidad!"(172).
Participación en el FORO
1) ¿ Cómo puede el dolor dejar de ser un obstáculo para la felicidad?
2) ¿Cuál es la trayectoria que ordinariamente se sigue a partir de un suceso doloroso?
3) ¿ Que beneficios humanos pueden derivar del sufrimiento?
4) ¿ Se puede ser realmente feliz si no se cree en Dios y en la vida después de la muerte? ¿Qué sentido da Jesucristo al sufrimiento?
Tutores del curso:
P.Alberto Mestre, LC
amestre@legionaries.org
Roxanna Solano
solano@consultores.catholic.net
Estoy a sus órdenes
acmargalef@catholic.net
Ana Cecilia Margalef