por Idamis Sanchez » Lun Sep 15, 2014 4:02 pm
Desseo compartir algo sobre el retablo de la cartuja. Que realizo Xavier Pikaza por el día de la celebración de la cruz
La Cruz, una experiencia trinitaria. Retablo de la Cartuja de Miraflores.
El signo de la cruz ha sido interpretado de muchas formas a lo largo de la historia cristiana, como pone de relieve el modelo exegético de la Wirkungsgeschichte o historia del influjo del texto.
Escogemos como ejemplo una representa¬ción clási¬ca: el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores, en Burgos, Castilla. Dentro del óvalo de la divinidad, el Padre y el Espíritu, revestidos de símbolos reales, sostienen la cruz. Por encima sobrevuela el pelícano de Dios, la vida como entrega de muerte y como nuevo nacimiento donde se supera la muerte. En la parte inferior aparecen, como entrando en el óvalo sagrado, están la madre de Jesús y el discípulo querido, signo y compendio de la iglesia.
El óvalo de Dios es un mandala: el círculo de Dios, completo en sí, pero abriéndose por la cruz de Jesús hacia la iglesia. Dios es amor en sí mismo, Padre y Espíritu, un Dios a quien nadie ha visto, pero se abre y manifiesta por Jesús crucificado, que brota de su mismo seno divino (Cf. Jn 1, 18).
Como dice Pablo, los judíos quieren obras, señales poderosas del Dios creador; los griegos buscan sabiduría, conocimiento del misterio, pero «nosotros predicamos al Cristo crucificado, que es es¬cándalo para los judíos, necedad para los griegos (los gentiles). Para nosotros, los elegidos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 23 25). Cristo crucificado es la sabiduría, justicia, santidad y re¬dención de Dios (1 Cor 1, 30). Pero hay algo más: el Dios de la Cruz de la Cartuja es un Dios mismo que se hace presente como misterio trinitario. Comencemos por los dos extremos, donde están el Padre y el Espíritu, como contrapuestos, formando las dos alas de la divinidad, sosteniendo la cruz de Jesucristo. Ambos, unidos y distintos, Padre y Espíritu son los portadores del misterio.
El Padre aparece con los rasgos de gran sacerdote del Antiguo Testamento que recibe la ofrenda de Jesús y le sostiene en el momento mismo de la entrega. El Espíritu presenta también rasgos perso¬nales y así forma la pareja o complemento de Dios Padre; lleva en su cabeza la corona imperial, como signo de plenitud, expresión del mundo nuevo que surge por la entrega de Jesús, el Cristo; por otra parte, él aparece como joven todavía no sexuado o, quizá mejor, como doncella, mostrándose así como rostro femenino y materno de Dios. Ciertamente, Dios desborda todas las figuras y representa¬ciones sexuales de la tierra, pero puede presentarse como Padre masculino y como Espíritu femenino, que se reflejan de algún modo en las dos figuras inferiores del retablo, la madre de Jesús y el discípulo amado, que, como hemos dicho, penetran en el óvalo de la divinidad. Pero, dicho esto, debemos añadir que sólo podemos hablar del Padre y el Espíritu mirando al Hijo crucificado a quien ellos sostienen, como amor encarnado que se entrega por los hombres. Eso significa que sólo podemos comprender a Dios mirando hacia la cruz. Y sólo entenderemos la cruz si la miramos desde Dios.
Teniendo eso en cuenta podemos volver hacia el alto de la escena donde vemos el pelícano de Dios. No es la paloma del Espíritu Santo, sino el ave de la divini¬dad total, que preside sobre el miste¬rio, indicándonos sus rasgos pri¬mordiales. Conforme a una tradición antigua, el pelícano se hiere hasta morir, dando su sangre, para que de esa forma puedan crecer y alimentarse los polluelos (hijo) con la sangre de su madre. Así sucede en Dios: es la vida que se entrega hasta la muerte, haciendo así posible el surgimiento y y despliegue de la vida. Se entrega Dios por nosotros en Cristo, como pelícano de amor que muere para dar vida a los hombres. En este contexto, queremos recordar que en el Antiguo Testamento el pelícano era un ave impura (cf. Lev 11, 18; Dt 14, 17). Aquí aparece, en cambio, como signo de Dios.