por betyruta51 » Mar Sep 23, 2014 10:53 am
Buen día en Cristo Jesús y María Santísima. A continuación me permito participarles sobre la espiritualidad de la Orden de San Jerónimo:
* El testimonio de Fray Antonio de Lugo, monje Jerónimo
Publicado por Seráficos
+ Espiritualidad de la Orden +
Quiénes son y cómo viven
LOS MONJES JERÓNIMOS
Monasterio de Santa María del Parral
Segovia
Llegarse a unir con Dios olvidando todo lo del suelo y cuanto no es eterno. He aquí el fin único, propio y directo de la vida monástica en la Orden de San Jerónimo. Las demás santas religiones -nos advierte el padre Sigüenza- podemos decir que se hicieron para los hombres, ésta -la de San Jerónimo y, en general, todas las órdenes monásticas- parece que sólo se hicieron para Dios; aquellas, para enseñarles la fe y penitencia a los ignorantes, ésta para desvelarse en los loores y servicio divinos.
Por eso, la vocación del monje jerónimo no se puede comprender sino desde el misterio de Dios; sólo tiene sentido para quienes Dios ocupa el lugar preeminente en su vida; no la entenderá sino el que haya penetrado, siquiera un poco, en las altas verdades acerca de la soberanía de Dios en el mundo, de las relaciones de la criatura con su Creador y en la necesidad de una redención que se hace a base de cruz.
El monje jerónimo -diremos para terminar- es un cristiano más lógico, más exigente y radical que, mientras los demás se conforman con ir paso a paso, él se decide por lanzarse a toda marcha hacia un destino idéntico para todos.
¿Cómo realiza el monje jerónimo su fin?
Tiene determinado esta Orden desde sus principios ser pequeña, humilde, escondida y recogida, llevar a sus hijos por una senda estrecha, tratando dentro de sus paredes de la salud de sus almas, ocupándose continuamente en las alabanzas divinas, recompensa de las ofensas que por otra parte se hacen: orando, cantando y llorando, servir a la Iglesia y aplacar la ira de Dios contra los pecados del mundo.
Supuestos los tres votos de CASTIDAD, POBREZA Y OBEDIENCIA, con los que el monje -a fin de que sólo Dios le llene- hace el vacío más absoluto en su corazón, con relación a todas las criaturas -personas, cosas, afectos, y aun su propia voluntad-, destaca, en primer lugar, como medio específico, el CULTO DIVINO, ya que la principal y mayor parte de la vida ordenó esta religión para el coro y alabanzas divinas: ocupación de ángeles. Del monje jerónimo podemos decir que es un ser para quien vivir es dar culto a Dios. Es así como orienta hacia Dios su persona y su propia vida. Es en esto en lo que pretende principalmente parecerse a san Jerónimo: emplearse de día y de noche en las continuas alabanzas de Dios, cantar los salmos y celebrar con singular devoción los oficios divinos. Con esto, el monje jerónimo cumple su misión de tributar todo honor y gloria a Cristo y, por medio de él, al eterno Padre. Tiene, pues, parte principalísima en el culto oficial de la Iglesia: LA LITURGIA: EUCARISTÍA Y LITURGIA DE LAS HORAS.
No sabríamos ahora decir si todas las demás prescripciones que ordenan y encauzan la vida de un monje jerónimo son una necesidad para cumplir a la perfección esta misión o, más bien, una consecuencia de su completa dedicación al culto de Dios. Pensamos que muy bien pueden ser ambas cosas a la vez. No puede cumplirse debidamente con este curso perpetuo de las divinas alabanzas sin contemplación, soledad, silencio, penitencia, humildad; ni se puede dejar de estimar estas virtudes después de estar dedicado todo el día al culto de Dios. Nos lo corrobora Pío XII en la que se ha solido llamar la "Carta magna de la liturgia", la encíclica "Mediator Dei": De esta suerte la acción privada y el esfuerzo ascético estimulan nuestras energías y nos disponen a participar con mejores disposiciones en las acciones litúrgicas, y a celebrar los ritos sagrados de manera que se salga de ellos más animados y formados para la oración y contemplación, para la abnegación y el sacrificio, a corresponder activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia y a imitar cada día más las virtudes del Redentor.
Ya queda insinuado como la CONTEMPLACIÓN es el fin al que está ordenada la Liturgia y al que debe, efectivamente, conducir. La Liturgia halla en la contemplación su mejor coronamiento; es más, la Liturgia no es solamente preparación para la contemplación, sino que es el mejor marco para su ejercicio actual, pues vivir la Liturgia no implica tanto la participación material y visible en sus celebraciones -aunque no se pueda prescindir de ella- como una comunión de lo más profundo de nuestro ser con la oración de la Iglesia. Son los dos puntos eje de la vida jerónima. Así lo interpreta el P. Sigüenza: ... deseaban imitarle [a san Jerónimo]... en el deseo de la contemplación divina, ansia de las divinas alabanzas... De manera que considera que el fin de esta religión... es la contemplación y las alabanzas divinas, aquí endereza toda su manera de vida, sus leyes, constituciones, costumbres...
Ahora bien, junto a la Liturgia, la SAGRADA ESCRITURA, alimento consustancial de que se nutre la contemplación, ayuda imprescindible para el monje en su ascensión espiritual. Por eso se insiste de distintas maneras en la necesidad que tiene el monje jerónimo de la lectura y rumia de la Escritura. No es de extrañar, pues estamos hablando de los hijos de quien escribió al monje Rústico: Nunca de tu mano ni de tus ojos se aparte el Libro. Y a la virgen Eustoquia: Lee con asiduidad y aprende todo lo posible. Que el sueño te sorprenda siempre con un libro, y que tu cara, al caer dormida, sea recibida por la página santa. En otra ocasión escribía a Paula: Yo te pregunto: ¿Qué puede haber más misterioso que este misterio? ¿Qué cosa más agradable que este deleite? ¿Qué manjares, qué mieles puede haber más dulces que conocer la sabiduría de Dios, penetrar sus secretos, examinar el pensamiento del Creador, y ser instruidos por la palabra de tu Señor, que es objeto de burla para los sabios de este mundo, pero que está rebosante de sabiduría espiritual? Queden para los demás sus riquezas, beban en copas engastadas de perlas, brillen con la seda, disfruten del aplauso popular, y que la variedad de los placeres no termine venciendo su opulencia. Nuestras delicias sean meditar en la ley del Señor día y noche, llamar a la puerta que todavía no se abre, recibir los panes de la Trinidad (cfr.Lc 11,5) y, en seguimiento del Señor, pisar las olas del siglo.
Y porque el fin de esta religión... es la contemplación..., para esto se vive de ordinario en despoblados, donde en cuanto fuere posible no se sienta el trato del siglo. San Jerónimo escribe a Paulino: A decir verdad, si he de confesar con llaneza mi sentir, considerando en primer lugar tu propósito y luego el fervor con que has renunciado al mundo, pienso que la diferencia que ha de haber respecto a los lugares consiste en abandonar las ciudades y el tumulto de las ciudades y vivir en un pequeño campo, y allá buscar a Cristo en la soledad, orar en el monte a solas con Jesús, y disfrutar únicamente de los santos lugares vecinos; en resumen, que renuncies a la ciudad y no abandones tu vocación de monje... Si deseas ser lo que te llamas, es decir, monje, o solitario, ¿qué haces entonces en las ciudades, que no son precisamente la morada de los solitarios, sino de las multitudes? Por imperativo, pues, de su vocación el monje jerónimo se retira a la SOLEDAD, para darse a la búsqueda exclusiva de Dios.
El SILENCIO, cosa tan propia de la Orden de San Jerónimo, consuma la obra de la soledad, pues se puede vivir en el desierto como en medio del mundo. Bastaría con admitir indiscriminadamente las noticias del mundo y sus preocupaciones para perder los beneficios de la soledad. Con razón decía Sigüenza: habituábanse con esto al silencio y recogimiento, dos quicios sobre que se resuelve todo el discurso de la vida monástica.
El silencio es además una protección no menos eficaz contra el pecado. En el mucho hablar no faltará pecado, nos advierte la Escritura. Y nuestros mayores decían que está muy cerca de perderse el que no calla, porque si no calla no medita; si no tiene meditación no tiene recogimiento; faltando éste no puede caber en la celda, ni aun en el claustro, y de allí a poco se le hará todo el monasterio angosto.
El silencio también pone al monje en guardia contra sí mismo, pues no sólo se trata de huir del mundo y del pecado, sino también del hombre viejo. El monje fácilmente comprobará que lo que le impide escuchar a Dios es su propia naturaleza rebelde, que se niega a entrar por la puerta estrecha por donde Dios quiere hacerle pasar para su propio bien. Hay, pues, que poner silencio a las pasiones, a la memoria, a la imaginación...
Pero el silencio es más. Es algo más que la ausencia de ruido y separación de lo que no es Dios. Sobre todo es la actitud del alma que quiere recibir la Palabra divina. Ésta, para que sea fecunda, tiene que ser acogida en el silencio. Esta relación entre silencio y Dios nos hace comprender la insistencia con que enseñaban a guardarlo con mucho rigor.
Tras esto, se pone particular cuidado en que el monje guarde la CLAUSURA DE LA CELDA para poderse ocupar en los tiempos vacativos del coro y demás actos de comunidad, en lección y contemplación, como puntos esencialísimos de la obligación religiosa y monástica, o en otros ejercicios y trabajos. Por eso, con vivir en esta religión en los claustros y tener por el contorno las celdas, se ve, por misericordia del Señor, gran quietud y una calma del cielo... De esta doctrina se ha visto salir de esta religión un tesoro grande aun en las cosas de fuera, que el fruto de dentro es inestimable. San Jerónimo recomendaba a Rústico monje: Ten tu celda por un paraíso; recoge los variados frutos de las Escrituras. Sean esas tus delicias, goza del abrazo de ellas.
Otra regla y doctrina muy propia de esta religión enseñaban aquellos santos padres a sus hijos: la COMPOSTURA EXTERIOR. Esto no sabré como lo enseñaban, ni aun sé cómo lo aprendí y aprenden los novicios tan prestos, porque dentro de quince días el más torpe sale maestro. Esta es una cosa que, a juicio de muchos, ni se aprende ni se enseña, sino que resulta (digámoslo así) o que se infunde por merced divina junto con el don de la vocación de este estado. Decía un siervo de Dios harto experimentado, que si la muerte del alma no tuviese más de estas ventanas por donde entrar en los novicios de la Orden de San Jerónimo, que no tendría que llorar con Jeremías, cuando decía que los ojos le habían robado el alma. Y así es razón que la modestia y compostura de nuestro gran Jerónimo -advierte fray Miguel de Alaejos- se represente siempre a nuestros ojos; y no se pierda por culpa y descuido de sus hijos aquel proverbio de España que, en viendo alguno compuesto y morigerado, recogido en el andar y en la vista, luego le decían que era un jerónimo.
En esta ambiente de soledad, silencio y oración, el monje jerónimo TRABAJA, porque es consciente de la ley divina que ordena al hombre comer con el sudor de su frente (Gen 3,19), pero sin olvidar el ejercicio de la caridad, al contribuir con el fruto de su trabajo al provecho de los pobres, de la sociedad y de la Iglesia.
El trabajo tiene además para el monje una finalidad ascética. Con él evita el ocio, aprovecha a la propia comunidad y, al procurar sobrenaturalizarlo, se convierte en fuente de energía espiritual y de vida interior. Pero siempre y cuando quien lo tome lo haga con intención santa, piense a menudo en la presencia de Dios, lo reciba por obediencia y lo asocie a la voluntaria mortificación de sí mismo.
Por esto, los trabajos a los que los monjes se dedican son de tal naturaleza y se disponen y ordenan en cuanto al tiempo, lugar, modo y forma, de tal manera que la vida contemplativa verdadera y sólida, ya de toda la comunidad, ya de cada uno de los monjes, no sólo quede a salvo, sino que pueda ser incesantemente alimentada y robustecida.
Otro de los imperativos de los monjes es la PENITENCIA, ya voluntaria o impuesta por las Constituciones, por la que se alcanza la pureza de corazón y la libertad del alma en orden a la perfección de la caridad. Ella ayuda al monje a desasirse de sí mismo y de todas las cosas en la medida que puedan ser impedimento para seguir de cerca a Cristo y para dar cauce a su vocación contemplativa.
Al mismo tiempo, por una misión hasta cierto punto pública, unido a Cristo, el monje jerónimo se ofrece e inmola al Padre como hostia de paz en reparación de las ofensas hechas a Dios y para la salvación de todos, completando así en su carne lo que falta a la pasión de Cristo, en provecho de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).
Quedaría incompleta la imagen del jerónimo si no hiciéramos mención de lo que con el santo hábito se profesa: mucha HUMILDAD y menosprecio de sí mismo. Lo que busca la Orden de San Jerónimo no es que el monje sea muy docto, ni haga ostentación de habilidad, memoria, ingenio, sino como muy santo se precie de callado, humilde obediente y, aun a veces, ignorante, porque la obediencia, en siendo resabida, pierde mucho, o lo pierde todo.
A cierto joven, que deseaba ingresar en un monasterio, el prior, entre otras cosas, le dijo una que pone mucho espanto a los que no pretenden ser religiosos con toda el alma, ni acometen con fe entera la conquista de la tierra prometida, que es un deshacerse del todo de todo cuanto sabe a grandes o a alguna manera de ventaja sobre los otros, bien sea linaje, bien letras o riquezas, o de otra cualquier cosa que hace aplauso y estima por donde se siente aventajado el hombre en el mundo, presuponiendo que ha de caminar el que en esta religión entrare -aunque todo esto se junte en él- tan igual con el más desnudo de todas estas preciosas alhajas, sin hacer más caso de sus prendas, que si no trajese ninguna, porque acá ninguna de estas cosas es menester, ni importa para el fin que se pretende, que es servir a Dios de todo corazón, caminar por la senda estrecha de la humildad y mortificación, menosprecio de sí mismo, olvidado de cuanto pueda levantarle o ser causa de altivecerse sobre sí o sobre su hermano, y quien esto no deja, nada deja.
Juntamente con la humildad -y como su mejor expresión- la gran virtud de la OBEDIENCIA, en que consiste toda la perfección y el ser de la vida religiosa, y la imitación de aquel Señor que se hizo, por enseñarnos esto, obediente hasta la muerte...La primera, pues, de todas las reglas, y en la que se ha de asentar más firmemente que sobre una roca, es que se ha de entregar de todo punto en las manos de sus superiores, sin quedarle ningún resabio, propio parecer o sentimiento, y que en esta perfecta resignación está la llave de esta puerta y del bien que viene a buscar: y que advierta que todos los trabajos y asperezas del mundo no tienen comparación, ni son de alguna monta con el premio que aquí se alcanza; y si no hace esto lo primero, todo lo demás es de balde, sin fruto, sin fin y, tras eso, lleno de disgusto y de una muerte o de un agonizar perpetuo.
Sin embargo, la Orden de San Jerónimo no desprecia los ESTUDIOS ni los DONES NATURALES, antes bien los fomenta y estimula si van orientados, primariamente, a que el monje se una más y mejor a Dios y, secundariamente, al provecho y utilidad de los demás. Sirva de ejemplo nuestro fray Jerónimo de Valeriola, de quien se dice que no estudiaba este santo la Escritura para venderla, ni acreditarse, ni para otros fines vanos, sino para el que Dios la escribió, para que se aprenda en ella cual es la voluntad divina, su amor y sus propósitos para con el hombre; cual la obligación del hombre para con Dios... Y a continuación el biógrafo no se olvida de consignar lo mucho que aprovechó a los demás con su doctrina y sus buenas disposiciones.
Y todo esto, como dice San Jerónimo, EN COMPAÑÍA DE MUCHOS HERMANOS, porque el encuentro con Dios pasa necesariamente por el encuentro con el hermano. De nuestro esfuerzo por buscar y amar ante todo a Dios dimana y se estimula el amor y la ayuda entre los hermanos. Nos reunimos en comunidad, a ejemplo de la Iglesia primitiva, para convivir unidos, teniendo una sola alma y un solo corazón en Dios, como verdadera familia reunida en nombre del Señor.
Todo lo tenemos en común porque poseemos en común a Cristo. No nos contentamos con la comunión en la oración, en la común posesión de los bienes materiales y en todo lo que nos conforma colectivamente, sino que, además, tendemos a la comunión de espíritus: un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos, poniendo a disposición de los hermanos nuestros dones de naturaleza y de gracia, y sintiendo como propias sus tristezas y alegrías.
Fruto de este mismo amor es la acogida a los huéspedes. Parezcamos a San Jerónimo en esto, no volvamos jamás el rostro a la HOSPITALIDAD. De modo -aconseja el mismo Jerónimo- que no invitemos a los huéspedes con palabra ligera y apresurada y, por así decirlo, con la boca pequeña; antes al contrario, hemos de retenerlos con todo el ardor del alma y dejándoles que se lleven algo de nuestra ganancia y ahorro. Y lo demostró con su ejemplo: Nosotros también... hemos edificado un mesón junto al monasterio, no vaya a ocurrir que si ahora vienen a Belén José y María, tampoco hallen posada; pero son tantas las multitudes de monjes que aquí afluyen de todo el orbe, que nos sentimos agobiados y no podemos abandonar la obra comenzada ni tenemos fuerzas para llevarla adelante. Forma exquisita y eficaz de apostolado. En medio de un mundo que introduce inquietud y disipación en el corazón del hombre, se ve legitimada la separación de quienes anhelan vivir un tiempo la soledad monástica con deseo de buscar a Dios en la paz interior. Por eso, en cierta ocasión dejaron... dos cosas muy encargadas..., la segunda que se haga mucha caridad y humanidad con los huéspedes sin diferencia alguna que por esta causa han recibido de Dios grandes favores y bienes.
Sazona toda la vida del jerónimo la DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN. He aquí la nota más cálida y simpática de nuestra espiritualidad. En uno de los primerísimos capítulos generales de la Orden (1418) hicieron otra cosa muy pía y digna de unas almas tan llenas de devoción: que fue encargar se esmerasen todos en el servicio de la Virgen nuestra Señora, encareciendo esto con palabras tiernas que mostraban bien el alma de donde salían. Sentíanse muy obligados a sus favores, porque allende de los generales, con que se muestra madre piadosísima de cuantos la invocan, con la Orden de San Jerónimo había mostrado grandes señales de su amor y clemencia, así en las casas que se habían edificado por sus favores y maravillas, como por lo que regalaba en particular a muchos religiosos visitándolos y dándoles divinos consuelos... Mandaron también que en todas las casas la tuviesen por patrona singularísima, pues Ella no se desdeñaba recibirlos debajo de su amparo... Asentose esto luego porque halló bien dispuestos los ánimos, ni pudo venir precepto de sus superiores que con mayor alegría fuese recibido. Siempre se vio en María el modelo acabado de vida contemplativa, silenciosa y oculta.
Es evocador el último acto del día. Cuando ya la noche lo envuelve todo en el manto de sus sombras, después de haber consagrado todo el día a la oración, estudio y trabajo, todos los monjes, apretados en haz de cariño, se despiden de la Madre y Señora, cantando solemnemente la antífona mariana propia del tiempo. Es el último acto del día en el que, recordando el gran privilegio de la Maternidad divina, fundamento de todas las demás gracias de María, los monjes se ponen bajo su protección, como Madre que es también de ellos. Lo último que hacían en sus casas era despedirse de su madre, y no pueden ahora dejar tan buena y santa costumbre.
El monje, pues, ocupa los días en la oración y el trabajo. Con alegría y lleno de fe vive su vida monástica y contemplativa agradecido a la iglesia que da cauce a sus anhelos alentándole con estímulos esperanzadores ante una sociedad que no sabe apreciar -cuando no desprecia- los altos valores de orden sobrenatural.
Además, al monje le estimula el celo y amor apostólicos con que impregna toda su vida. El jerónimo sabe que su existencia vivida en la soledad y el anonimato es fecunda y útil a la Iglesia, a la sociedad y a los hombres en la medida que se una más íntimamente a Dios, porque sabe que un acto del más puro amor hace más bien a los hombres, sus hermanos, que mil predicaciones.
El monje jerónimo se siente apóstol como el que más. Busca ser hombre de Dios porque sabe que, desde ahí, en virtud del misterio del Cuerpo Místico y de la Comunión de los Santos, influye y aprovecha a la Iglesia y a la Humanidad entera. Esa es su principal y primordial contribución. De otra manera su vida no tendría sentido; sería una necedad y un despropósito. Pero no, esa verdad le testifica que con su oración, su penitencia, su soledad, su trabajo oculto y anónimo, como dijo el Concilio Vaticano II, dilata al pueblo de Dios con una misteriosa fecundidad apostólica.
Parecerá pesado este discurso a los que hace tanto peso su sensualidad, que no saben pensar otra cosa; más a los que determinaron subir en alto y ganar un reino que se promete a los que hacen guerra a sí mismos y a su propia vida, esto mismo les aligera y facilita: el pasar de un deleite espiritual a otro y de un gusto divino a otro, pregunto: ¿Tendrá menos fuerza que la vanidad de los gustos sensuales en que se deleitan y entretienen los brutos hombres del mundo?
Si en esto consumen los hijos de este siglo tantas horas del día y tantos años de su vida, emprendiendo por ellos tan pesados trabajos y haciendo tantas suertes de su honra, hacienda y vida, ¿por qué les parece que será dificultoso el ejercicio y la ocupación de tan santos ejercicios tan sin cuidado de cuanto hay debajo del cielo, ni de otro menester criado, sino de sólo el menester o bien de sus almas? Ni tampoco me cansaré de persuadirles esto, porque siempre tengo delante de los ojos el precepto de Jesucristo: que no echemos margaritas a los puercos, ni demos lo que se ofrece en el altar a los perros.
Una sola verdad quiero decirles para que se desengañen, si pudieren, los cuitados que andan ciegos en la tahona del mundo: que si gustasen algún día de la vida que aquí voy pintando, brevemente se vaciaría el mundo, y no cabrían de pies en los monasterios; y si Dios les revelase el regocijo que traen estas almas, y le cotejasen con su desasosiego, les parecería que unos están ya en el paraíso, y otros en el mismo infierno, donde están ahora muchos sus semejantes, dando lastimeros gritos y diciendo: cansados estamos y hechos pedazos del camino de maldad por donde venimos a estos eternos tormentos.